Se cumple estos días el septuagésimo quinto aniversario de la muerte de uno de los poetas más insignes, más valerosos, más geniales de la historia de la literatura española. Me estoy refiriendo, como no podía ser de otra manera, a don Antonio Machado. El ilustre poeta sevillano, uno de los máximos exponentes de la cultura […]
Se cumple estos días el septuagésimo quinto aniversario de la muerte de uno de los poetas más insignes, más valerosos, más geniales de la historia de la literatura española. Me estoy refiriendo, como no podía ser de otra manera, a don Antonio Machado.
El ilustre poeta sevillano, uno de los máximos exponentes de la cultura de su época, mostró un apoyo férreo hacia el régimen republicano desde antes de que se proclamara la II República hasta su último aliento de vida, tanto en sus escritos como en sus apariciones públicas. Y es que el autor de Campos de Castilla fue, durante toda su vida, un republicano convencido y militante, y creyó hasta el final en el poder emancipador que el sistema republicano tendría sobre la sociedad española.
Para Antonio Machado el ideal republicano de «Libertad, igualdad, fraternidad», no era sólo un conjunto de palabras hermosas. Para el gran poeta y dramaturgo andaluz esas palabras constituían un sistema de vida, y siempre demostró con absoluta coherencia que creía sinceramente en ellas. Machado, como otros muchos hombres y mujeres de la cultura de la época, pensaba que el republicano era el único sistema político capacitado para levantar un mundo nuevo que se extendiera por toda España, y que trajera precisamente eso, la libertad para todos, la igualdad entre las gentes y la fraternidad entre las personas y los pueblos de España. Desgraciadamente, el fascismo, ese monstruo de siete cabezas, como lo denominó otro insigne antifascista, Eduardo Haro Tecglen, acabó con todos esos sueños, no solo los de Antonio Machado, sino los de toda una nación que anhelaba un horizonte de esperanza, donde el pan, la cultura y el bienestar no fueran algo exclusivo de los ricos, sino bienes universales.
Los últimos días de Antonio Machado están bien documentados. Se han escrito cientos de artículos y decenas de libros y se han rodado documentales al respecto. Es bien sabido que uno de los hombres más cultos e importantes que ha dado este país, murió de prestado, pobre, derrotado, a los sesenta y cuatro años de edad, aunque en las fotografías de la época que se conservan, parece un anciano de noventa años. En su éxodo el poeta iba acompañado por su hermano José, por la esposa de éste, Matea, y por su madre, Ana, una anciana octogenaria, que apenas sobrevivió unos días a la muerte de su hijo.
La grandeza de Antonio Machado reside no sólo en su obra, que es genial, como todo el mundo sabe. La auténtica grandeza de este hombre, a mi modo de ver, está en el hecho de que, habiendo podido escapar de España como lo hicieron otras personalidades importantes en aquellos momentos en que ya se veía claramente que la República estaba tocada y hundida, permaneció aquí, fiel a sus ideales, fiel al pueblo español en armas, con una fidelidad a prueba de bombas, nunca mejor dicho, fiel a todo su sistema de valores hasta el último instante, y se fue de la misma manera en que lo hicieron miles de mujeres, de niños y niñas, de ancianos, como su propia madre, y de soldados derrotados con la moral por los suelos. Se fue bajo la lluvia de bombas que les lanzaban los aviones fascistas; se fue bajo el frío devastador y la lluvia sempiterna de un mes de enero asesino; se fue con el corazón devastado por el dolor y por la derrota; se fue en medio de una interminable procesión de espectros, silenciosa y cansada, harapienta y hambrienta y llegó a un país, la República de Francia, que lo recibió, a él y a sus compatriotas, con el más absoluto de los desprecios; un país que no quiso o no supo advertir que a la vuelta de la esquina, la hiena fascista estaba afilando sus colmillos para cebarse con todo el continente europeo como acaba de hacer con la República española.
Cuenta su hermano José en su libro Últimas soledades del poeta Antonio Machado que el poeta, en sus últimos días de vida, y ya en suelo francés, sólo anhelaba ver el mar y hasta la orilla de la playa se dirigieron los dos hermanos uno días antes de que la muerte lo sorprendiera, un sombrío veintidós de febrero de 1939, en un humilde hotel de una pequeña población del sur de Francia llamada Colliure, donde fue enterrado con los honores que le rindieron los milicianos republicanos. Allí, en Colliure, descansan para siempre los restos del poeta y de su madre, la señora Ana, y hasta allí miles de personas peregrinan cada año para visitar y honrar la tumba de un poeta fundamental, de un hombre esencialmente bueno, de un intelectual imprescindible.
Me gustaría terminar este breve artículo con unos versos que escribí hace unos años para honrar la memoria del poeta sevillano y que pertenecen a un poema titulado, precisamente, «Poetas»:
la tierra con el sudor de su frente
y son Antonio Machado en Colliure
anotando bajo la nieve
Estos días azules y este sol de la infancia
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