Ya iniciadas las campañas electorales, durante los últimos días han generado mucho ruido y comentarios las declaraciones del presidente Andrés Manuel López Obrador advirtiendo contra la posible anulación de la elección, a lo que llamó un “golpe de Estado técnico”.
Según él, “no se podría anular la elección, porque no hay ningún motivo. Pero además, toco madera, sólo que la irracionalidad los llevara [a los integrantes del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación] a una situación extrema, que sería el equivalente a un golpe de Estado técnico, pero sería como soltar a un tigre, o a muchos tigres”.
Se trata, una vez más, de la enésima injerencia del mandatario en el proceso electoral, en violación flagrante al artículo 134 de la Constitución que en su párrafo Séptimo obliga a los funcionarios del Estado a mantener una actitud de imparcialidad, sin influir en la equidad en la competencia entre los partidos políticos. En este caso, el mandatario se arroga el prejuzgar las eventuales acciones jurídicas de un órgano ajeno al Ejecutivo a su cargo, es decir, una extralimitación de funciones y una intrusión en las atribuciones de otro poder, el Judicial, al que corresponde la calificación definitiva del resultado de las elecciones.
Absurdamente, o mejor, mañosamente, siempre busca el mandatario justificar sus expresiones de crítica a sus adversarios como un ejercicio de su “libertad de expresión” y su “derecho de réplica”. Pero los recursos públicos a su disposición (Palacio Nacional, Coordinación de Comunicación Social, radio y televisión oficiales, etc.) no son para que él ejerza su supuesto derecho a la libre expresión. Son elementos del Estado que a cuestiones de Estado han de destinarse. López Obrador finge no saber que, como jefe de Estado y de gobierno, todo lo que él diga no ha de tomarse sino como expresión del Estado y del gobierno. No es un ciudadano común, sino el representante oficial de la nación, pero que acostumbra, como a él le gusta decir, hacer politiquería.
El miércoles 27 de marzo, el gobernante reiteró su posición negando la existencia de causales para la anulación. Su insistencia es signo de que, en efecto, ve el riesgo de que el tribunal se pronuncie en ese sentido. El tema muestra, entonces, dos aspectos. Por un lado, si existen o no motivos legales para la eventual anulación del proceso. Por el otro, si, de darse el caso, se trataría de un golpe de Estado como estridentemente lo ha manifestado López Obrador.
En cuanto a la primera de esas facetas, ha sido claro, y ha ocurrido a la vista de todos, que Claudia Sheinbaum lleva alrededor de dos años y medio en campaña, y que sus gastos de precampaña y campaña superarán con mucho cualquier tope legal. Secundariamente, también fueron adelantadísimas y de derroche las precampañas de los otros aspirantes del Morena, Marcelo Ebrard y Adán Augusto López. Poco menos, pero también adelantada, fue la precampaña de Xóchitl Gálvez para llegar a abanderada del frente partidario que ahora la postula. Es decir, violaciones por doquier a la Constitución y a las leyes electorales, por no insistir además del uso de recursos del Estado por el presidente y su administración para apuntalar a su partido. Es el propio López Obrador el más responsable de las violaciones que, eventualmente, llevarían a que se declare nulo un proceso que ha estado plagado de irregularidades desde el segundo semestre de 2021, cuando el presidente comenzó a hablar de destapes y corcholatas, y a mencionar una lista de posibles candidatos morenistas.
Pero, ¿sería la anulación de ese cúmulo de irregularidades un golpe de Estado? Y sobre todo, ¿cómo debe entenderse la noción de golpe de Estado “técnico”? Esto último no está claro; es una expresión que se prestaría a diversas interpretaciones, ya que no es parte del vocabulario común de la teoría política. El concepto mismo de golpe de Estado ha sido enfocado de variopintas maneras, pero en lo general se aplica a los casos en que una parte del aparato de Estado elimina o anula a otra u otras partes del propio aparato estatal, al margen de las normas constitucionales. Casos frecuentes han sido los golpes del Ejecutivo contra el Legislativo o, a la inversa, del Legislativo al Ejecutivo, y, sobre todo, de las fuerzas armadas contra los poderes formalmente constituidos.
En realidad, si la anulación se tratare de un procedimiento técnico, es decir, apegado a las normas constitucionales y legales, no podría tratarse de un golpe de Estado. El coup d’Etat de tiempos modernos —desde el 18 de noviembre (Brumario en el calendario de la Revolución Francesa) de 1799 en que Napoleón eliminó el Directorio del que él mismo formaba parte, o desde el 9 de noviembre de 1851, cuando Luis Bonaparte, presidente de Francia suprimió a la Asamblea Nacional con apoyo del ejército para poco después proclamarse Emperador, como lo había hecho antes su tío— siempre ha significado una ruptura total o parcial de la constitucionalidad. Y algo similar no ha ocurrido en México desde hace más de un siglo, entre abril y mayo de 1920, cuando fue derrocado por una parte del ejército, a instancias de los sonorenses, el entonces presidente Venustiano Carranza.
En el caso de México, el artículo 41, fracción VI prevé la anulación de elecciones por exceso de cinco por ciento en los gastos de campaña, la adquisición [por los partidos, candidatos o particulares a favor o en contra de alguno de los actores en el proceso] de cobertura en radio o televisión o por el empleo de recursos de procedencia ilícita o de recursos públicos en las campañas. La anulación procedería si alguno de estos hechos se acredita suficientemente y la diferencia en la votación entre el primero y segundo lugar es menor al cinco por ciento. Corresponde aplicarla, desde luego, al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. No sería un procedimiento extraconstitucional, como es el caso de los, golpes de Estado reales.
Así, es muy prematuro y sólo un prejuicio afirmar ahora que no hay causales de nulidad en los procesos electorales en curso. Antes de la calificación de una elección, procede, entonces, revisar las finanzas de los partidos y candidatos y si sus estrategias de comunicación se apegaron a los tiempos asignados por el INE en los medios electrónicos. No corresponde, por supuesto, al presidente de la República prejuzgar que no se da ninguno de esos casos de nulidad faltando poco más de dos meses de campaña. Él, aunque le pese, no es autoridad electoral. De manera que si, usando siempre recursos públicos, externa opiniones semejantes, López Obrador lo hace con propósitos propagandísticos y de justificación de las ilegalidades cometidas por su partido. Sus prosélitos incondicionales, “el tigre” al que él se refiere”, lo sabe, ya se van preparando para reaccionar contra la eventual anulación de elecciones.
Pero al manifestarse sobre el tema electoral, que tiene vedado, y pretender sustituir el juicio que pueda hacer en su momento el TEPJF, es el presidente quien recurre a métodos golpistas, al margen de la Constitución y contra ésta, y desacreditando de antemano la acción de los tribunales electorales.
Desde luego, es de esperarse que no se dé la anulación del actual proceso electoral, a pesar de que no sería difícil demostrar un rosario de transgresiones a la Constitución y la normatividad electoral. Pero si eso ocurriere es seguro que sería con apego a la legislación, y no podría hablarse en ningún sentido de un golpe de Estado. Procedería, tan sólo, emitir una nueva convocatoria a elecciones, como ya ha ocurrido con anterioridad en algunos distritos electorales y municipios. Pero vivimos en tiempo de campañas, en el que predomina el aspecto propagandístico y el del escándalo. A continuación se pasará al de las luchas poselectorales, con recursos de impugnación y judicialización de la contienda. Las inapropiadas declaraciones del presidente López Obrador no hacen más que prepararlo.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.