Cuando en 1970 los chilenos decidieron elegir un presidente que no agradaba a los dueños del mundo, el presidente Richard Nixon dijo: «vamos a hacer que su economía grite». Efectivamente lo hicieron, aunque la crisis económica ni fue suficiente crisis ni fue suficiente para desestabilizar el orden democrático, por lo cual el clan Kissinger-Pinochet optó […]
Cuando en 1970 los chilenos decidieron elegir un presidente que no agradaba a los dueños del mundo, el presidente Richard Nixon dijo: «vamos a hacer que su economía grite». Efectivamente lo hicieron, aunque la crisis económica ni fue suficiente crisis ni fue suficiente para desestabilizar el orden democrático, por lo cual el clan Kissinger-Pinochet optó por el tradicional Plan B para América Latina, documentado por sus perpetuadores desde antes de las elecciones de 1970, solución probada y conocida a todo lo largo y ancho del siglo XX: un sangriento golpe de Estado y la posterior instauración de una dictadura. Chile no fue el único caso, ni este modus operandi se remonta a los principios de la Guerra Fría, sino que la precede por lo menos en sesenta años: aprovechar el descontento y las revueltas populares, pacíficas o armadas, para instaurar brutales regímenes represores que protegiesen el statu quo, es decir, los intereses de las elites criollas y el de los «inversores» extranjeros.
Una vez desestabilizados los países rebeldes e instaurada las «dictaduras amigas», el proceso fue el mismo. Por parte de los mercaderes del «mundo libre», se volvió a abrir el grifo de los dólares fáciles, creando inundaciones de créditos para el «desarrollo» de esos países endémicamente atrasados por sus «enfermedades mentales» (se dijo y hasta tituló en libros, ya que la teoría de la incapacidad racial había sido destrozada a principios de siglo y quedaba feo seguir usándola sin maquillajes).
Durante los años 60 y 70, por ejemplo, los préstamos a las dictaduras latinoamericanas eran con tasas de intereses mínimas, aún más bajos que la inflación de los países receptores. Incluso el secretario de Hacienda y Crédito Público mexicano se quejaba de ser acosado desde el exterior para recibir más dinero. En ese período, América latina multiplicó por cien su deuda externa mientras se multiplicaron las favelas, se reprimían las organizaciones sociales y sindicales y los salarios se mantenían deprimidos para favorecer la exportación de materias primas, pese a los precios elevados. Nada nuevo. Alguien se benefició de esta bonanza y no es necesario ser un genio para darse cuenta quiénes. Los gobiernos (la gente común) tomaron deuda y pasaron dólares a los privados. Nada nuevo.
Claro que había un detalle: los intereses de las deudas no eran fijos. El problema llegó con la crisis del petróleo de los años 70 y la posterior escalada inflacionaria en Estados Unidos. Como respuesta lógica, la Reserva Federal en Washington debió subir sus tasas de interés hasta 20 por ciento mientras en Londres hacían prácticamente lo mismo.
En los años 80s, en América Latina, las «dictaduras amigas» se enteraron del valor de la amistad no sólo con la Guerra de las Malvinas sino cuando la masiva deuda externa, semilla del progreso y el desarrollo, se vio inflada por los mayores intereses hasta que se volvió impagable. O casi. Los países del sur debieron destinar casi todos sus beneficios en pagar los intereses de estas deudas, lo que hizo imposible cualquier «progreso y desarrollo». No fue una «década perdida», como se la conoce hoy, porque, más o menos, se recuperaron las democracias liberales. La verdadera democracia, como voluntad de los pueblos dentro de los marcos del derecho, no se recuperó, en parte gracias a la falta de derechos de las víctimas de las dictaduras y en parte por las deudas externas heredadas.
En los 90, como solución, el FMI volvió a la carga y abrió nuevamente el grifo para «solucionar el problema» imponiendo, obviamente, condiciones. ¿Suba de salarios y ayuda de emergencia a los necesitados como forma de reactivar la economía y la justicia social? No, eso es lo que se llama «irresponsabilidad». Se recomendó la privatización, como se vino haciendo desde un siglo antes en el gobierno de Porfirio Díaz en México, lo que promovió el «progreso y el desarrollo», dejó al 85 por ciento de los campesinos sin tierra y desencadenó la Revolución Mexicana. Lo mismo a lo largo del continente.
Como en los casos anteriores, la receta de los mercaderes terminó en la catástrofe económica y social del 2001 que todos conocen, hasta el extremo que incluso el FMI reconoció el fracaso de todos los países que habían aplicado sus exitosas recetas.
En los años 2000 Argentina logró independizarse del FMI, a pesar de la telenovela de los Fondos Buitres. La economía creció como pocas veces antes, aunque en parte se debiese, otra vez, a las condiciones favorables de los commodities. Los gobiernos de Lula y los Kirchner no lograron capitalizar ese gran crecimiento en reformas radicales en la educación, por ejemplo. Pero en ese período Brasil sacó a treinta millones de la pobreza y los convirtió en contribuyentes, lo cual no es un detalle, más considerando que en otros períodos de crecimiento anteriores del PIB no significó un decrecimiento de la pobreza y las desigualdades sino todo lo contrario.
Ahora, para lograr el milagro de repetir una historia de cien años de fracasos, se inventan nuevos slogans y explicaciones, como la «necesidad de sincerar la economía». El sinceramiento es selectivo. Hay que sincerar de la clase media para abajo.
Si todos los productos e insumos de primera necesidad suben como leche hervida, si el dólar rompe todas las barreras que el gobierno aseguró nunca iban a romper, si a pesar de los recortes brutales que se llaman «graduales» la deuda del país se dispara en sólo dos años, si el crecimiento es endémico, si después de todos los intentos fallidos de sinceramiento se termina recurriendo a un desesperado salvataje del FMI que se gritó como un gol de Messi, si las condiciones del FMI se llaman «condiciones del gobierno argentino», como si el que pide dinero fuese capaz de imponer al prestamista las condiciones para el préstamo… eso hay que premiarlo.
El grupo financiero Morgan Stanley Capital International acaba de mejorar la calificación argentina de «País de Frontera» a «Mercado Emergente» (vale más ser un buen mercado que un país periférico), categoría que le había quitado en el 2009, cuando el país se encontraba en acenso económico y se había liberado del FMI. Argentina recupera su etiqueta de «mercado emergente» en su peor momento en quince años. Esta calificación, obviamente, facilitará un nuevo flujo de inversiones extrajeras, que es lo que realmente importa a los mercaderes.
La lógica es clara. La misma vieja receta se aplica ahora, con diferente narrativa: los comunistas ya no son la excusa (de ahí que ya no hay dictaduras militares) sino los nuevos amigos, siempre y cuando sean amigos del capital, como en China.
Esta perversión de la lógica y de la moral no procede de los mercados sino de los mercaderes, por los cuales la sola idea del «libre mercado» no es más que una idea. A los mercaderes nunca les importó ni el libre mercado ni el pueblo. Si a la gente común le va bien, mejor. Si no, no importa. El objetivo no es la gente sino los beneficios que deriven de ella. ¿Qué diferencia hay, para esta lógica, entre la materia prima y un trabajador? La prueba está en que para Morgan Stanley no importa que a la gente le vaya peor. Si el país es más obediente y más dependiente, mejor se lo califica.
Sin duda, una buena noticia para los capitales. Pero tal vez es tiempo que los argentinos dejen de sincerarse y empiecen a decirse la verdad.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.