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Reseña de "La Tierra. De los mitos al saber", de Hubert Krivine

Argumentos sobre la verdad y el realismo científicos

Fuentes: El Viejo Topo

Reseña de La Tierra. De los mitos al saber, de Hubert Krivine, Ediciones de Intervención cultural-Biblioteca Buridán, Barcelona, 2012, 333 páginas (traducción de Josep Sarret Grau; edición original de 2011).

Dos observaciones iniciales.

La primera. El objetivo del ensayo de Krivine no es redactar una historia de la ciencia. No estamos ante un libro de estas características. Se pretende aquí seguir «la lógica del desarrollo de las ideas relativas a la ciencia» (p. 272), sin examinar las relaciones entre la sociedad y la historia por ejemplo, aspecto, claro está, que los historiadores de la ciencia no descuidan ni deben descuidar. Al autor no se le escapa que prescindir del contexto social en el desarrollo de la historia de las ideas entraña sus peligros. Uno de ellos: idealizar la construcción de la ciencia, viéndola exclusivamente como una disputa intelectual que planea por encima del mundo real y es insensible a las determinaciones sociales.

La segunda. Una de las ideas centrales que se defienden a lo largo de este magnífico ensayo es expuesta de manera insuperable en los pasos finales del prefacio (el lector puede intentar adivinar su autoría): «Si lo que llamamos la «realidad», en efecto, no es más que el resultado de una construcción siempre en curso cuya concepción y realización nos incumben enteramente y, si realmente no hay más diferencia de lo que sugiere Latour entre lo que hacen los inventores de ficciones novelescas y lo que hacen los creadores de teorías científicas, no se ve evidentemente muy bien en nombre de qué deberíamos dejar de sugerir a los científicos que utilicen su imaginación con el mismo grado de libertad con que la utilizan los novelistas, lo que abriría de golpe a la ciencia unas perspectivas no solamente mucho más vastas, sino también mucho más apasionantes» (p. 26).

El autor de La Tierra, que tiene apellido de un revolucionario francés, es físico y ha sido investigador en el Laboratorio de Física Teórica y Modelos Estadísticos de la Université Paris-Sud, impartiendo ahora clases en la Université Pierre et Marie Curie. Se nota.

El título del libro suena a clásico e incluso a algo trasnochado: «La Tierra, de los mitos al saber», del mito al logos como decíamos hace años. No lo es. Krivine es muy respetuoso con las aportaciones de todas las culturas, sobre todo de las otras culturas. De la árabe sin ir más lejos. No hay ceguera occidentalista en el desarrollo de la historia.

La traducción de Josep Sarret, como siempre, a la altura de la excelencia. Justo a su lado.

La cuarta parte, los anexos, cinco en total, donde irrumpen algunas formulaciones matemáticas y donde el lector/a digamos no puesto puede tener alguna dificultad no son imprescindibles. Si no se leen, no pasa nada; si se leen, se aprende (o se recuerda) mucho.

El glosario (no exhaustivo) es útil, el índice más aún y la bibliografía, unas doscientas entradas, salvo error por mi parte, tiene el mismo problema que muchas otras bibliografías. No se recoge ni una sola aportación de ningún filósofo ni historiador de la ciencia ibérico o latinoamericano. Que una obra tan imprescindible como Talento y poder del historiador de la Facultad de Filosofía Universidad de Barcelona Antoni Beltrán no figure en ella ni sea usada en ningún momento en la exposición de las aportaciones de Galileo es una ilustración de lo que señala.

Las tablas, las tres tablas cronológicas que incluye el autor en las páginas 37-39, ayudan también al lector/a.

Las notas, tanto las que figuran a pie de página (pocas) como las que figuran con acierto al final del capítulo son excelentes, de lectura obligada y con magníficos desarrollos. Mejor casi imposible.

Incluso algunas citas con las que el «científico» Krivine abre algunos capítulos son, además de sorprendentes, dignas de elogio. Un ejemplo: «[…] el método de elevarse de lo abstracto a lo concreto solo es la forma que tiene el pensamiento de apropiarse de lo concreto para reproducirlo en tanto que concreto pensado». ¡Una cita de Marx en un libro de historia de las ideas científicas! Por no hablar, además, de las informadas y excelentes referencias que el autor nos regala a la figura de Anton Pannekoek, un reconocido astrónomo que era, además, un marxista de tradición consejista.

Hay, por si faltara algo, una joya inconmensurable (no exagero) en la misma obertura del libro. Un apunte sobre el texto al final de todo.

Además de este prefacio, componen La Tierra una introducción y cuatro partes: 1. Su edad. 2. Su movimiento. 3. Una verdad «exclusivamente» científica. Aparte de los cinco anexos citados, ocho capítulos en total. Nada de lo explicado está fuera del alcance de un lector no especializado.

¿Qué finalidades tiene el volumen? El propio autor las explicita (p. 263) señalando o insistiendo en su no independencia: contribuir a hacer entrar la cultura científica en la cultura a secas y a la inversa (en la línea de la mejor apuesta por una tercera cultura informada y rica); mostrar cómo y por qué los científicos renacentistas, «todos ellos buenos cristianos», se vieron compelidos abandonar la lectura literalista de los textos sagrados (un asunto histórico, de historia de las ideas científicas y teológicas propiamente) y, por último, rehabilitar el concepto de verdad científica frente a la idea de que la ciencia es sólo o fundamentalmente una opinión socialmente construida (contra Latour, contra el último Feyarabend del Adiós a la razón, en la línea enriquecida de Sokal y Brickmont por citar algunos ejemplos conocidos).

Para todo ello, el autor ha escogido el estudio de las ideas sobre la Tierra, sobre su edad y su movimiento, que han acompañado a «la historia del pensamiento, de todo el pensamiento, tanto el de las humanidades como el de las llamadas ciencias duras». Como ilustración del proceder científico, la opción está muy bien pensada. «¿Quién puede producir un eclipse o una retrogradación de Marte, o repetir creaciones de la Tierra? Estamos lejos de la idea banal de que la ciencia solo puede constituirse a partir de la experiencia, necesariamente repetible para ser considerada científica, antes de llegar a teoría». Teoría que, se sostiene además, debe afinarse en función de los resultados de nuevas experiencias.

Para el autor, vale más la pena imaginar un bucle en el que, sin que un punto de partida privilegiado, se suceden teorías y datos empíricos. Inaccesible a la experiencia, la investigación sobre el movimiento y la edad de la Tierra remite a problemas que han sabido plantearse y que han encontrado una adecuada respuesta científica como resultado «de la combinación racional de una serie de observaciones, de resultados experimentales y de leyes físicas», el destino, sostiene Krivine, de la mayor parte de las investigaciones científicas. Muy pocas de ellas son puramente experimentales. «Cada experiencia u observación se basa a su vez en un conjunto estructurado de otras experiencias y teorías supuestamente verdaderas a las que ponen a prueba» (p. 264). Un Goethe matizado en estado puro. La sal de la investigación científica es encontrar [serendipity!] lo que no se buscaba. Dos ejemplos de ello: es imposible, se ha afirmado en algunos momentos históricos, determinar la edad absoluta de la Tierra, pero el descubrimiento de la radiactividad, en un ámbito a priori totalmente extraño, cambió la situación. Del mismo modo, se afirmó que era imposible concebir y, por tanto, determinar, un movimiento absoluto de la Tierra pero el descubrimiento de la fuerza de Corioli mostró que era posible dar sentido a esa finalidad.

Por lo demás, y cómo no podía ser de otro modo, la fertilidad -crítica en ocasiones- de los encuentros entre disciplinas diversas (física, historia, astronomía, paleontología, etc) ha sido ampliamente demostrada y es resaltada adecuadamente por el autor. Así, algunas consideraciones sobre el desarrollo de las especies vivas (biología) provocaron dudas sobre la edad de la Tierra que aparentemente había sido ya establecido por los físicos: victoria de Darwin sobe Kelvin. Del mismo modo, consideraciones puramente astronómicas como la relativa a la precesión de los equinoccios nos permiten fechar actualmente acontecimientos históricos: la astronomía como ayuda o instrumento de la historia.

La joya de la obertura a la que hacía referencia -que abre con El camino de Swann de Proust- es nada más y nada menos que un excelente prefacio (imprescindible no es palabra que sobre) del gran Jacques Bouveresse, un texto fechado en octubre de 2010, cuya autoría (una magnífica muestra de la generosidad de la edición y de las editoras), no se indica ni en portada ni siquiera en el índice. La crítica a las posiciones sociologistas de Bruno Latour es impecable. No conozco ninguna defensa reciente más rica, precisa y documentada del realismo científico (del materialismo para decirlo a la manera clásica).

Un apunte sobre la cuestión política que está en el fondo de la discusión: «Considero, en particular, evidente que, del mismo modo que los conceptos desarrollados por los autores postmodernos en el campo de la epistemología y de la filosofía de la ciencia no tienen realmente las consecuencias políticas progresistas que a ellos les parece que se derivan de un modo más o menos automático de las mismas, las tesis defendidas en el libro que el lector está a punto de leer no tienen en absoluto las consecuencias políticamente reaccionarias que algunos se apresurarán probablemente a sacar con la esperanza de desacreditarlas» (p. 22). Aun más: la tesis de la equivalencia metodológica entre la ciencia, por una parte, y las religiones y los mitos, por otra, señala el gran filósofo analítico francés, «puede ser considerada justamente como refutada de un modo ejemplar por la historia que se cuenta en las páginas que siguen»(p. 24).

Por si faltara algo, entre los agradecimientos, Hubert Krivine cita al científico catalán Oriol Bohigas (p. 34), un físico que escribió artículos espléndidos en los primeros números de Nous Horitzons, la que fuera revista teórica del PSUC (Francesc Vicens, Manuel Sacristán y Joaquim Sempre han sido algunos de sus directores).

Al autor, además, no le escapan situaciones como la siguiente: «El índice de los nombres que aparecen en este libro es revelador. Las únicas cuatro mujeres citadas son la marquesa de Châtelet para la traducción y la explicación -concretamente junto a Voltaire- de los Principia, Marie Curie, Irène Joliot-Curie e Isabelle Stengers. ¿Machismo del autor? ¿Machismo de las sociedades descritas o combinación de las dos cosas?» (p. 274).

¿Falta algo para recomendar su lectura?


Salvador López Arnal es miembro del Front Cívic de Catalunya Somos Mayoría