«Mi patria está en la guitarra» dijo en alguna ocasión cuando se le criticaba el haberse radicado en Francia luego de afirmar, influenciado por su mujer, la pianista clásica franco-canadiense Nenette, que se iba a París por tenerla para él como la capital del mundo. Y, cómo no, cuando fue allí, tras conocer en casa […]
«Mi patria está en la guitarra» dijo en alguna ocasión cuando se le criticaba el haberse radicado en Francia luego de afirmar, influenciado por su mujer, la pianista clásica franco-canadiense Nenette, que se iba a París por tenerla para él como la capital del mundo. Y, cómo no, cuando fue allí, tras conocer en casa del poeta Paul Éluard a la gran Édith Piaf, en donde tuviera el enorme privilegio de ser presentado por ésta en 1950 en el mítico teatro Ateneo entre aplausos y vítores de una memorable función.
Su complexión espléndida y su explícita bondad le habitaron por igual cuerpo y alma. Su producción musical se alimentaba de aquellas sus raíces pródigas en sentimientos sociales y su inspiración folclórica no podía resolverse de otra manera que no fuera bajo la premura del compromiso. Así fue y así se mantendrá en la historia de la música popular este Atahualpa Yupanqui, andariego impenitente y cantautor de masas.
En la epidermis nuestra ya está tatuado su nombre. Y ahora que le vemos cumpliendo su primer siglo después de haber copado ese otro que fue su siglo XX, y de haber trascendido su Argentina del alma para envolver con su canto los cinco continentes, ¿cómo evitar que vibren en esta piel americana e india sentidas canciones suyas como «Luna tucumana», «El canto del viento», «Los ejes de mis carreta», «El arriero», «Zamba del grillo», «Coplas del payador perseguido», «La añera» y tantas más que con su voz y su guitarra encendían de alegría o de tristeza los corazones de piedra que su magistral estilo se empeñó en enternecer?
Atahualpa Yupanqui, quien había dicho que «el primer deber del hombre es definirse, ubicarse como testigo de un viejo pleito entre la mentira y la verdad», abrió caminos para el pueblo mientras interpretaba silencios, soledades, miedos y congojas. Denunció injusticias y creó esperanzas. Y mientras entusiasmaba, influía. Joan Manuel Serrat y Silvio Rodríguez podrían decir hoy orgullos que fueron sus «hijos» y el regocijo es grande para cantantes y público cuando lo interpretan tan a menudo figuras como Mercedes Sosa, Los Chalchaleros, Horacio Guarany, Jorge Cafrune, Alfredo Zitarrosa, José Larralde, Víctor Jara, Ángel Parra y Marie Laforêt.
Y es que cada quién tiene su propio Atahualpa. Algunos se animan con el Yupanqui rebelde y contestatario; otros, se ufanan con el político; éstos, se colman con el pintor de paisanos y paisajes; aquellos, se alivian con el espiritual romántico y, nosotros, multitud, nos vemos soberbiamente interpretados por el monumental Atahualpa total, el poeta, el cantante, el compositor, el escritor, el político y el guitarrista.
Muchacho campesino, este peregrino musical, universal y culto, autor de más de 1000 letras de canciones y 8 libros de poemas, incursionó en las más variadas geografías y los más disímiles escenarios después de su intenso trasegar por cuanto oficio se le atravesara en su caminar impaciente. Dicen que fue hachero, arriero, «entregador de telegramas», oficial de escribanía y periodista. Y cuando vio la luz incitante al final de algún recodo inspirador, se dio por entero y para siempre a nosotros.
De padre con sangre quechua y madre vasca, nació el 31 de enero de 1908 llamándose Héctor Roberto Chavero Aramburo en el paraje Campo de la Cruz, provincia de Buenos Aires,
Murió El 23 de mayo de 1992 a los 84 años de edad rodeado de gratitudes y en medio de la misma simplicidad que debería servirles de escenario concluyente a quienes como él, entendían al amigo como «uno mesmo en otro pellejo».
Así describió un cronista el entorno y los pormenores de su partida:
«Una noche en Nimes, a 800 kilómetros de París, había sido programada una presentación de Yupanqui, junto al bandeonista Rubén Juárez, en un recital titulado «La nuit de L’Amerique». El pequeño cine convertido en teatro-pub vivía un clima de fiesta hasta que Atahualpa decidió irse de la sala, apoyado en su viejo bastón de madera. «Quiero respirar aire puro», se le escuchó decir. Mientras el negro Juárez hacía sonar su bandoneón, don Ata recorrió a pie las pocas cuadras que lo separaban del hotel. Allí, en su habitación, se quedó dormido para siempre. Poco antes había dejado expuesto un deseo:
«Cuando muere un poeta, no deberían enterrarlo bajo una cruz, sino que deberían plantar un árbol encima de sus restos. Así lo pienso yo, por cuanto, con el tiempo, ese árbol tendrá ramas y un nido y en él nacerán pájaros. De ese modo, el silencio del poeta, se volverá golondrina».
¡Y qué maravillosa golondrina fue este Atahualpa Yupanqui!
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El autor es escritor colombiano
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