Fue un crimen de Estado. Los hechos de Iguala, donde seis personas fueron asesinadas, tres de ellas estudiantes, hubo 20 lesionados −uno con muerte cerebral− y resultaron detenido-desaparecidos de manera forzosa 43 jóvenes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, configuran crímenes de lesa humanidad. Los ataques sucesivos de la policía municipal y […]
Fue un crimen de Estado. Los hechos de Iguala, donde seis personas fueron asesinadas, tres de ellas estudiantes, hubo 20 lesionados −uno con muerte cerebral− y resultaron detenido-desaparecidos de manera forzosa 43 jóvenes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, configuran crímenes de lesa humanidad.
Los ataques sucesivos de la policía municipal y un grupo de civiles armados contra estudiantes, las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada tumultuaria y la tortura, desollamiento y muerte de Julio César Fuentes −a quien, con la modalidad propia de la guerra sucia le vaciaron la cuenca de los ojos y le arrancaron la piel de su rostro−, fue un acto de barbarie planificado, ordenado y ejecutado de manera deliberada. No se debió a la ausencia del Estado; tampoco fue un hecho aislado. Forma parte de la sistemática persecución, asedio y estigmatización clasista y racista de los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal), hacia los estudiantes normalistas.
En ejercicio de sus funciones −o con motivo de ellas−, agentes estatales actuaron con total desprecio por los derechos humanos, violando el derecho a la vida de tres de sus víctimas y una fue antes torturada de manera salvaje. Asimismo, los 43 desaparecidos fueron detenidos con violencia física por agentes del Estado y trasladados en patrullas oficiales, seguido de la negativa a reconocer el acto y del ocultamiento de su paradero, lo que configura el delito de desaparición forzosa.
De acuerdo con el artículo 149 bis del Código Penal Federal, también podría configurarse el delito de genocidio, dado que se procedió a la destrucción parcial de un grupo nacional (los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa), quienes han sido sometidos a un hostigamiento sistemático, continuado y prolongado a través de los medios de difusión masiva, con la participación directa de funcionarios públicos en la planeación y perpetración de los hechos.
Al respecto, cabe recordar que el 12 de diciembre de 2011, dos estudiantes de esa Normal Rural fueron ejecutados de manera sumaria extrajudicial en la Autopista del Sol, en Chilpancingo, Guerrero; cuatro más resultaron heridos y 24 fueron sometidos a torturas y tratos crueles y degradantes por funcionarios policiales. Capturado en el lugar de los hechos, el estudiante Gerardo Torres fue aislado, incomunicado y trasladado a una casa abandonada en Zupango, donde lo desnudaron y torturaron. Después, con la intención de fabricar un culpable o chivo expiatorio, le sembraron un arma AK- 47 de las llamadas cuernos de chivo y lo obligaron a disparar y tocar los casquillos percutidos para impregnar sus manos de pólvora, con la intención de imputarle la muerte de sus dos compañeros.
Entonces de determinó que hubo un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza coercitiva del Estado y de las armas de fuego −es decir, se actuó al margen de los protocolos antimotines y con armamento de alto poder−, con el objetivo de contener una manifestación pública. Dos agentes policiales sindicados como autores materiales de los homicidios están hoy en libertad.
A dos años y medio de aquellos hechos, existen evidencias testimoniales de que entre los policías, ministerios públicos y militares del estado de Guerrero existe un desprecio y odio criminal contra los estudiantes de Ayotzinapa. Y ahora como entonces, como tantas veces desde 1968 (cuando la matanza de Tlatelolco en la Plaza de las Tres Culturas), asistimos a una acción conjunta, coludida, de agentes del Estado y escuadrones de la muerte, cuya «misión» es desaparecer lo disfuncional al actual régimen de dominación.
Huelga decir que la figura de la desaparición forzada, como instrumento y modalidad represiva del poder instituido, no es un exceso de grupos fuera de control sino una tecnología represiva adoptada racional y centralizadamente, que entre otras funciones persigue la diseminación del terror.
Ante la gravedad de los hechos y el escrutinio mundial −el gobierno de Enrique Peña Nieto vive en la coyuntura una aguda crisis producto de las presiones a que está siendo sometido por la ONU, la OEA, el Departamento de Estado de Estados Unidos, la Comunidad Europea y distintas organizaciones humanitarias que demandan la aparición con vida de los 43 muchachos detenido-desaparecidos−, autoridades estatales y federales han venido posicionando mediáticamente la hipótesis del «crimen organizado y las fosas comunes», coartada que de manera recurrente ha sido utilizada como estrategia de desgaste, disolución de evidencias y garantía de impunidad.
Se trata de una lógica perversa que, en el caso de Iguala, busca difuminar responsabilidades y encubrir complicidades oficiales, y juega con el dolor y la digna rabia de los familiares de las víctimas y sus compañeros. Como dicen las madres y los padres de los 43 desaparecidos, «las autoridades andan buscando muertos, cuando lo que queremos es encontrar a nuestros muchachos vivos».
No es creíble que los hechos hayan respondido a una acción inconsulta de un grupo de efectivos policiales. Resulta en extremo sospechoso que desde un principio no se contemplara la cadena de mando en el marco del Operativo Guerrero Seguro donde participan diversas corporaciones de seguridad (Ejército, Marina, Policía Federal, Procuraduría General de la República), y que incluso se facilitaran las fugas del director de seguridad pública de Iguala, Francisco Salgado Valladares y de su jefe, el alcalde con licencia José Luis Abarca, de quien ahora todos dicen que «sabían» que estaba vinculado al grupo delincuencial Guerreros Unidos.
Dieciséis de los 22 policías municipales procesados dieron positivo en la prueba de rodizonato de sodio −es decir, dispararon sus armas− y podrían ser los autores materiales de los asesinatos. Falta saber quiénes son los responsables intelectuales y cuál fue el verdadero móvil de los hechos, incluidas las 43 detenciones-desapariciones forzadas.
Según consignó Vidulfo Rosales, abogado del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, las autoridades ministeriales no procedieron a realizar un interrogatorio profesional y exhaustivo que diera elementos para localizar con prontitud a los jóvenes detenido-desaparecidos. Agentes del Ministerio Público actuaron con negligencia e insensibilidad y podrían resultar cómplices en la acción de manipular evidencias y enturbiar y enredar los hechos. Amnistía Internacional calificó la investigación judicial como «caótica y hostil» hacia los familiares y compañeros de las víctimas. Hostilidad que ha sido extensiva a las peritas del equipo técnico de forenses argentinas, en quien familiares y estudiantes han depositado su confianza y ven como único mecanismo de certeza en el caso de una eventual aparición de restos.
Cabe reiterar que una vez más hubo un uso desproporcionado de la fuerza coercitiva del Estado. Y hay que insistir en la cadena de mando. Los hechos ocurrieron en presencia de las policías estatal y federal, y de los agentes del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen, la policía política del régimen). Pero también de elementos del Batallón de Infantería Nro. 27, que depende de la 35 Zona Militar. En particular, del denominado Tercer Batallón, una unidad de fuerzas especiales a cargo, entre otras, de las tareas de inteligencia. Ambos batallones tienen sus cuarteles en Iguala. Además de que en ese estado existen Bases de Operación Mixtas (BOM), que suelen ser coordinadas por las fuerzas armadas (Ejército o Marina de Guerra).
Además, si como declaró públicamente el gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero, había informado con anterioridad a los hechos del 26 y 27 de septiembre a la Secretaría de la Defensa Nacional, al Cisen y a la Procuraduría General de la República, de los presuntos nexos del edil de Iguala, José Luis Abarca, con el cártel de los Guerreros Unidos, se supone que la Subprocuraduría Especializada en Investigación Organizada (Seido) debía tener bajo la lupa ese municipio.
Entre las inconsistencias o lagunas del caso, es necesario decir que entre la primera y segunda balacera el Ejército dejó pasar tres horas. El por qué sigue siendo una incógnita. Como denunció el joven Omar García, representante del comité estudiantil de Ayotzinapa y quien estuvo esa noche en el lugar de los hechos, luego de ser agredidos a balazos por la policía municipal, «efectivos castrenses» sometieron a los normalistas. García narró que al hospital Cristina −adonde llevaron al estudiante Édgar Andrés Vargas herido con un balazo en la boca− «los soldados llegaron en minutos, cortando cartucho, insultando. Nos trataron con violencia y nos quitaron los celulares. Al médico de guardia le prohibieron que atendiera a Édgar».
En Guerrero, el control territorial lo tiene el Ejército. Un Ejército que actúa bajo la lógica de la contrainsurgencia −es decir, del «enemigo interno»− y vive obsesionado con la presencia de la guerrilla (cuatro de las cuales, por cierto, se han manifestado a raíz de los trágicos hechos: EPR, FAR-LP, Milicias Populares y ERPI). Más allá de ello, y de los fines políticos mezquinos de los partidos políticos con vista a los comicios intermedios de 2015 y los presidenciales de 2018, resulta obvio que por acción u omisión, los mandos castrenses de la zona tienen responsabilidad en los hechos protagonizados por policías y paramilitares de Iguala, además de que quedó demostrada, una vez más, la delegación parcial del monopolio de la fuerza del Estado en un grupo paramilitar y/o delincuencial.
Existen indicios que sugieren el montaje de una gran provocación. Pudo tratarse de un crimen mayor para ocultar otro: la ejecución extrajudicial de 22 personas por el Ejército en Tlatlaya, estado de México, y el encubrimiento de los responsables. Desde 2006 las fuerzas armadas han venido exterminando «enemigos» en el marco de un Estado de excepción permanente de facto. Los hechos de Iguala confirman la regla: fue un crimen de Estado. La Secretaría de la Defensa Nacional mintió en el caso Tlatlaya; todas las autoridades pueden estar mintiendo ahora.
En ese contexto, y en el de una conflictividad en aumento −los sucesos del lunes 13, cuando resultaron incendiadas las sedes del gobierno y la legislatura estatales y de la alcaldía de Chilpancingo−, cabe enfatizar el sentir de los padres y los estudiantes de Ayotzinapa: búsqueda con vida de los 43 estudiantes detenidos-desaparecidos; castigo a los culpables, y apoyo a las normales rurales que quieren ser desaparecidas, también, por el gobierno federal en el marco de la contrarreforma educativa aprobada en 2013.
¡Vivos los llevaron, vivos los queremos!
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