«Pero los príncipes de los sacerdotes persuadieron a la muchedumbre para que pidieran a Bar Rabáh y destruyeran a Yeshua. Y toda la muchedumbre contestó diciendo: caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos. Entonces les soltó a Bar Rabáh; y les entregó a Yeshua, para que lo azotaran con látigos, y lo ejecutaran […]
«Pero los príncipes de los sacerdotes persuadieron a la muchedumbre para que pidieran a Bar Rabáh y destruyeran a Yeshua. Y toda la muchedumbre contestó diciendo: caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos. Entonces les soltó a Bar Rabáh; y les entregó a Yeshua, para que lo azotaran con látigos, y lo ejecutaran en el madero» Mateo 27: 20-26
La última legitimación de la política es siempre teológica. No sólo porque la polis es la extensión de los muros que guarecen al templo, sino también porque la política es la praxis secularizada del culto. Por ello, detrás de toda política, hay siempre una teología (la que, en definitiva, sale a flor de piel cuando acontece una crisis). Pero aparece de modo ambiguo, por eso es necesario el discernimiento: ¿a qué Dios acuden los oligarcas cuando levantan su nombre? La política moderna (muy a pesar de su racionalismo declarado) es más idolatra de lo que se cree; la ontología, de la cual depende, no es sino la secularización de las determinaciones que poseía el Dios medieval. El sujeto, la ley, la razón, las instituciones, la misma democracia, aparecen como ídolos con existencia autónoma, los nuevos ídolos de la modernidad, o sea, hechura de hombres, o sea, fetiches, cuya relación humana para con ellos es exclusivamente de sometimiento. Es el fenómeno de la fetichización: el ser humano aparece como cosa y la cosa como ser humano. Por eso se habla de someternos al imperio de la ley, de preservar la institucionalidad a toda costa, de defender la democracia que nos costó tanto (dicen quienes no les costó nada), etc. Porque el sistema-mundo-moderno se asume como el reino de los cielos, o sea, se cree erróneamente que se ha alcanzado la utopía y que toda reacción frente a ella es diabólica. Es el utopismo moderno que, en nombre de la libertad atropella la libertad, en nombre de la justicia persigue a los justos, en nombre del «no mataras» mata. Porque ha identificado su mundo finito e imperfecto con lo que es perfecto e infinito. Por eso en el centro del poder está su iglesia. Por eso debajo del Kristos redentor se cobija la muchedumbre persuadida por la oligarquía camba. Por eso volvemos al asunto de fondo: ¿qué Dios se expresa en boca de los abanderados del cabildo millonario?
Vivimos tiempos de crisis. Pero es la crisis de un sistema-mundo (el «mundo» del cual habla el Mesías, en su tiempo el imperio romano, ahora el imperio gringo), por eso su respuesta es agresiva, porque su resistencia a la transformación es una resistencia poderosa y, por eso, acude a sus últimos fundamentos para afirmar su conservación; por eso el poder secular (su política) se ampara en el poder divino (su teología), porque al osar tocar su poder, lo que en realidad se toca es a su Dios. Por eso la agresividad de la respuesta es irracional, porque es la irritación furibunda del Dios-de-este-mundo, es la reacción apocalíptica del Dueño-de-este-mundo; por eso la altanería, la arrogancia, el envanecimiento del número, los millones, la soberbia del que está en lo alto (los canales de televisión, en directo, por helicóptero), la insolencia del poder y el dinero: «Por eso la soberbia los ciñe como collar y los cubre la violencia como vestido. Motejan y hablan malignamente y altane ramente declaran sus propósitos perversos. Ponen su boca en el cielo y su lengua se agita por la tierra. Por eso el pueblo se vuelve tras ellos», (Salmo 73).
La lucha en la tierra es también lucha en el cielo. Es lucha religiosa. No lucha de religiones sino lucha religiosa; porque hay que discernir entre el Dios al que se postra el verdugo y el Señor al que acude la víctima. No puede ser el mismo y ese discernimiento es tarea hermenéutica, necesaria para precisar el fundamento de la dominación, cuya omnipotencia se pretende siempre divina. Los imperios se pretenden divinos porque quieren ser eternos; por eso reza el billete de dólar: «novus ordo seclorum», el «nuevo orden para la eternidad»; de esa pretensión se desprende el afán de conservar, a toda costa, el orden impuesto. Se ha confundido el orden humano con el orden divino. Lo cual desata la violencia contra todo aquel que ose cuestionar el «novus ordo». El mundo se ha fetichizado y la política es idolatría secularizada; por eso son defensores de la ley, de las instituciones, de la democracia, porque estas aparecen como ídolos ante los cuales debemos de sacrificarnos siempre, no importando que ese sacrificio sea infinito, porque el ídolo reclama siempre sacrificios humanos, como el Dios Moloch reclamaba primogénitos. Por eso el Señor al que claman las víctimas (que es el Señor de la vida, no de la muerte) no puede identificarse con el sistema-mundo (que es siempre hechura humana, o sea, finito e imperfecto) sino que promete siempre otro mundo, siempre más allá de la factibilidad humana, una utopía, un no-lugar en el mundo actual, una posibilidad siempre más allá de todo sistema-mundo. De este modo es posible la crítica. Pero si el sistema se asume como la realización de la «civitas dei», entonces no hay crítica que valga, todo es resistencia diabólica, la cual merece sólo una respuesta: la aniquilación.
Por eso el fuerte oprime al débil, porque este le muestra que su orden no es perfecto y produce victimas; por eso trata el fuerte de acallar el clamor de las victimas, porque son «la voz de las sangres de tu hermano que claman desde la tierra» (Genesis 4:10). Por eso El Señor baja de Su presencia y exhorta a un pastor: «He escuchado el clamor de Mi pueblo y Te encomiendo que lo liberes». Es la lucha del Señor que libera al pueblo de la esclavitud frente a los dioses de Egipto; es la lucha de David contra Goliat, el piadoso contra el idolatra; es la lucha de los macabeos contra los paganos griegos; es la ira del Mesías en el templo («no puedes servir al Señor y al dinero al mismo tiempo»), es su denuncia contra el imperio, Roma: «mi reino no es de este mundo»; es la revelación profética: «Toda la tierra seguía admirada a la bestia. Adoraron al dragón porque había dado poder a la bestia, y adoraron a la bestia diciendo: ¿Quién como la bestia?… Y abrió su boca en blasfemias co ntra el Señor, blasfemando en Su nombre», (Apocalipsis 13). Este sistema-mundo tiene su Dios protector y estar en contra de él es, en última instancia, estar en contra de su Dios. Por eso su respuesta es poderosa, «con mano fuerte», es espectacular, impactante. El sentido común no sabe sopesar, en su verdadera dimensión, el tamaño del mal, por eso no cree lo que el mal es capaz de hacer. Pero el sistema-mundo que vivimos levanta el nombre del Señor y del Mesías y en nombre de ellos desata su hambre sacrificial. Esa es la lógica de la inversión. En nombre de los más nobles y sagrados valores comete todas las atrocidades que su sed de muerte le provoca. Occidente nació gracias a esa lógica.
Se podría decir que occidente nace el 325, en el concilio de Nicea, cuando ya Constantino asume a la religión cristiana como la religión oficial del imperio. Aquella religión que había acompañado a los perseguidos del imperio, que había dotado de sentido a los movimientos de liberación de los esclavos y los empobrecidos por el imperio, ahora justificaba el dominio secular del imperio. Esto es posible por la lógica de la inversión. Lo que antes justificaba la liberación ahora justifica la dominación. La crisis del imperio era mortal, sólo un nuevo fundamento podía dotarle de sentido otra vez; el cristianismo era, ideológicamente, la bandera de los oprimidos y se había extendido además entre las capas bajas y medias del imperio. Pero en tres siglos de proselitismo, su recepción al interior del imperio sufrió cambios irreversibles. La cultura helénica y romana, el egipto-copto y la misticismo indoeuropeo, habían sido el suelo conceptual que acabó produciendo la inversión (la ide a de la trinidad es alejandrina; el día consagrado, el dominus dei es romano; el Kristos Rey es el dios pagano Mitra; cuyo nacimiento es de una virgen, la diosa Ishtar egipcia, el 24 de diciembre, cuando nace el sol; la idea del pecado original, la caída, es maniquea, iraní; la adoración de imágenes es pagana, así como la consubstanciación padre-hijo; el panteón pagano griego y romano se traduce en el culto a los santos; el símbolo de la muerte del Mesías y de todos los cristianos perseguidos por el imperio se vuelve objeto de culto: la cruz; su mismo nombre profético es invertido por uno que maldice su propio sacerdocio, y se lee su vida y obra a través del lente pagano, como eran la cultura griega y romana, hasta el punto de desconocer por completo la lengua y la cultura desde las cuales anunciaba su ministerio, y sólo desde las cuales es posible comprender la verdadera dimensión de su apostolado, y todos los etcéteras que podrían no acabar).
La lógica de la inversión procede a imponer el sentido pagano al sacerdocio sagrado por las víctimas, la «abodah», el trabajo como servicio: «porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui forastero y ustedes me hospedaron; estuve desnudo, y me vistieron; estuve enfermo, y me visitaron; estuve en la cárcel, y fueron a verme. en cuanto lo hicieron a uno de estos que son para mí como hermanos más pequeños, es como si me lo hubieran hecho a mí», (Mateo 25). Dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, implica una economía y una política de responsabilidad por el oprimido, por eso ese trabajo es vocación, porque es un responder al «clamor de Mi pueblo». Por eso es una religión liberadora, porque se enfrenta al imperio (siempre hay un Egipto y siempre también una tierra prometida) que se ha fetichizado y «la soberbia le ciñe como collar». La lógica de la inversión proclama que no hay liberación sino sólo salvación y est a es sólo individual y sólo posible en el más allá de la muerte; lo cual vacía todo sentido político que tenía el apostolado del Mesías. Pero la inversión, para ser completa, tiene además que subsumir el discurso del justo y en nombre de él perseguir al justo; este es el vaciamiento simbólico que sufre el discurso de liberación, cuando sus propias banderas ahora las empuña el verdugo. El mundo pagano griego y romano era politeísta, o sea, relativista, por eso el bien era asunto de moral individual y la justicia era sólo el orden impuesto, que era divino; por eso la política era la administradora de lo divino en la polis. Por eso una cultura monoteísta, como la judía, era intolerable para el mundo pagano. Una vez paganizado el cristianismo, el nuevo fundamento (invertido ya) del imperio, justificaba, de modo ahora diabólico, aquella práctica sacrificial a la que nunca había renunciado el imperio. El odio al extranjero y al distinto, al otro, ahora se expresaba como judeofobia . El Kristos entronizado por el imperio romano ahora les facultaba la persecución de nuevas víctimas, los chivos expiatorios siempre necesarios para conservar la hegemonía en tiempos de crisis. La cristiandad latina y después la cristiandad protestante, es decir, el medioevo europeo y luego la modernidad, nunca dejaron de sacrificar víctimas a su Dios. Pero el Dios moderno nació con un hambre insaciable y a él se sacrificaron y se sacrifican pueblos enteros desde la conquista del Nuevo Mundo («se descubrió una boca del infierno por la cual cada año inmolan una gran cantidad de gente, que la codicia de los españoles sacrifica a su dios que es el oro y es una mina de plata que se llama Potosí», Domingo de Santo Tomas, 1550). Es el «in Gold we trust». Es el Dios al que se postra baby Bush para justificar sus guerras a pueblos indefensos. Es el mismo al cual se dirigían en el cabildo del millón (de dólares).
Flavio Josefo dice: «Pues no hay otra ayuda ni socorro sino el de Dios; mas a este también le tienen los romanos, porque sin ayuda particular suya, imposible sería que imperio tal y tan grande permaneciese y se conservase». Así se expresa el que admira al imperio y está dispuesto a someterse a su poder, porque además «no tendréis lugar a dónde recogeros teniendo ya los romanos a todas las naciones y gentes sujetas a su imperio». La admiración de la bestia es inmensa, por eso congrega naciones y las multitudes que reúne son la manifestación de su poder. «Le fue otorgado hacer la guerra a los santos y le fue concedida autoridad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación» (Apocalipsis 13). ¿Quién concede autoridad a la bestia?: «Adoraron al dragón, porque había dado el poder a la bestia». El Señor que interpela a Moisés sabe del poder del soberbio: «Yo se que el faraón de Egipto no los dejará salir, sino es por la fuerza» (Éxodo 3:19), porque el soberbio «pone su boca en el cielo y su lengua se agita por la tierra». Por eso el salmista se pregunta: «¿Hasta cuando, Oh Señor, insultará el opresor, y sin cesar blasfemará Tu nombre el enemigo? (Salmo 74). Su poder es colosal. Es un gigante de bronce, pero tiene pies de barro. Es el Goliat que aparece descomunal; pero apenas un guijarro, en un punto clave, puede desmoronar toda aquella fortaleza aparente.
Esa fortaleza (aunque aparente) es la que arredra. Pero también seduce. Por eso la intelectualidad cae a sus pies. El poder corrompe pero también encanta, por eso maldice al que no le sirve. Es lo que vimos en el cabildo millonario. La práctica idolátrica del reino-de-este-mundo, que acudió a la lógica de la inversión para encubrir sus propósitos: un discurso de liberación lo transformó en un discurso de dominación. Antes de prorrumpir en su manifiesta declaración secesionista, la vistió con el decálogo cristiano, de este modo quedaba amputada toda disidencia: lo que salía de boca del prefecto Rubén Costas ya estaba avalada por su Dios, que fue la argucia discursiva del cívico Herr-man Antelo. La muchedumbre sólo podía decir sí, como respondió otra muchedumbre con un sí a la petición de crucificar al Mesías. También fue una muchedumbre multitudinaria. La multitud que también puede congregar baby Bush o que congregaba Hitler para justificar el holocausto. Pero descubramos la i nversión que hacía Antelo del decálogo. De los 613 mandamientos (que no son diez, se dicen diez porque 6+1+3 dan diez y es el numero de la perfección en la cultura hebrea) que da el Señor al pueblo de Israel, hay unos estrictamente referidos a la política y la economía. Si levantan «los que defienden el mundo» el primer mandamiento debieran ser fiel a todos y cada uno de los mandamientos; por ejemplo: «La tierra no puede venderse a perpetuidad, pues Mía es la tierra, ustedes son sólo forasteros y residentes respecto de Mí» (Levítico 25:23). ¿Cómo levantan el nombre del Señor y defienden a su vez la propiedad privada? ¿Se podrá servir a dos amos al mismo tiempo? La propiedad privada es perpetua y pasa de padres a hijos pero, además, priva a los demás de propiedad, porque la propiedad privada es acumulación de medios de vida de los demás, de modo que estos se vean imposibilitados de reproducir su vida y se vean en la necesidad de vender sus vidas a cualquier precio: «En todo e l territorio de vuestra posesión daréis derecho a redimir la tierra» (Levítico 25:23), o con mayor claridad: «Si tu hermano empobrece y pierde su habilidad para la auto-manutención, deberás sostenerlo, sea prosélito o residente, para que pueda vivir junto a ti» (25:35). El afán autonomista es declarado: potestad departamental (de la elite gamonal) sobre recursos naturales, sobre la tierra, energéticos, y sobre la asunción de soberanía, es decir, y en resumidas cuentas, independencia. Una independencia elevada sobre el respeto a la propiedad privada, la propiedad de aquellos que se hicieron ilícitamente de la tierra y los recursos naturales, privando a sus semejantes de los beneficios de aquellas. Se olvidó el cívico de mencionar el «no tomaras en falso el nombre del Señor», porque el Dios al que invoca no está en los cielos sino en la tierra y es el ídolo contra el cual se estrellaron los aviones suicidas en New York (si realmente hubiesen buscado la destrucción los terroris tas, no les hubiese costado nada virar a la izquierda y estrellarse contra las plantas nucleares existentes en New Jersey, pero su propósito era otro: atentar contra el Dios de occidente).
En esta historia, los verdaderos ateos son los poderosos, por eso levantan soberbiamente sus propósitos y levantan falso testimonio en nombre del Señor, porque no le temen, por eso no les perturba mentir en su nombre. «No robaras» dicen, cuando la riqueza que defienden es fruto del robo sistemático, del haber privado centenariamente al pueblo de la riqueza que tiene nuestro país. Ahora el centralismo es el mal de males, cuando nos gobierna un indio, pero cuando el centralismo era de ellos este no era problema, es más, desde la dictadura de Banzer (camba), aprovecharon casi todo el dinero que entraba al país vía deuda, y en los gobiernos posteriores (con fuerte presencia camba) siempre salieron beneficiados. «No mataras» dicen, cuando antes (la agresión al canal estatal, a sedes indígenas, oficinas gubernamentales, al mismo representante de derechos humanos, etc.) y después de su cabildo millonario demostraron la violencia de la que son capaces.
Lo sucedido después del cabildo, en San Ignacio de Velasco, San Xavier o San Rafael es la muestra de un fascismo reverdecido en Santa Cruz. El enemigo interno de los nazis eran los judíos, el enemigo de los cambas son ahora los indios (guarayos, guaranies, ayoreos, matacos, etc., pero sobre todo, aymaras y quechuas, los collas). Es la «kristallnacht», la nueva «noche de los cristales rotos»; el racismo solapado que despierta al llamado de la bestia («bestia rubia» la llamaba Nietzsche), el odio al otro, la respuesta del ídolo que ya ha designado al otro (en nuestro caso, el indio) como lo diabólico. Es, como dice Franz Hinkelammert: «Occidente in extremis». Por eso la legitimación no es social, no es la multitud reunida (esa es la apariencia fastuosa), sino la apelación teológica que despierta una cultura sacrificial que atraviesa toda la historia de occidente. «Lo camba» es ahora el eje ideológico racista desde el cual se busca enfrentar a todo un país; «lo camba» separa lo «puro» de «aquellos que contaminan nuestra sociedad» (Manifiesto de la «Nación Camba»). Pero «lo camba» es una abstracción; porque no asume ninguna identidad cultural originaria, porque los indios del oriente boliviano son también considerados como parte de la contaminación. Aquella discriminación (que en el fondo es racial, o sea, irracional) descarga un odio centenario que el criollo ha sabido administrar como la respuesta siempre justificadora de su superioridad; de modo que la causa de los males nacionales siempre recae sobre quienes padecen los fracasos históricos de las elites acostumbradas a endilgar sus desdichas y sus frustraciones a sus sometidos. La incapacidad, la desidia y la subordinación grotesca (no sólo ante los imperios de turno sino también ante los países vecinos) de las elites, produjo una cultura del desprecio propio, cuyo avivamiento se agudizó gracias al racismo, de modo que el desprecio propio ahora era exteriorizado hacia el indio; quien, en definit iva, sufría doblemente (gracias al nacionalismo movimientista) aquel desprecio, porque el mestizo modernizado reproducía aquel desprecio de modo más enfermizo: el afán de ser lo que no es, le llevaba a descargar su frustración en aquel que le recordaba su origen. «Lo camba» es el prototipo último de esta cultura hecha ideología. Es el eje discursivo desde el cual se vislumbra al supuesto culpable de todos los males, a aquel que es preciso eliminar cuanto antes, porque ahora es gobierno: el indio.
Los prefectos y los cívicos no soportan que les gobierne un indio y, para colmo, que lo haga bien, es decir, que recupere el patrimonio nacional y, esto ya es el colmo, que les enseñe lo que es trabajar, lo que es la honestidad y la dignidad. Si el indio ha sido previamente diabolizado, entonces todo lo que haga tiene tinte maligno; por eso la manipulación mediática: todo lo bueno que haga es siempre malo. Es la descalificación total del otro; deshumanizando al otro se consigue estimular su eliminación y, para que su eliminación aparezca como justa, el verdugo se hace la víctima. El justo aparece como el inicuo, los siempre excluidos son acusados de cometer «pecado de soberbia» o, lo que llamaba Lutero, «locura judaica» (los campesinos alemanes que osaban enfrentarse a los príncipes), porque se atrevieron a cuestionar el orden, la ley, la democracia de cuello blanco, el Estado de derecho (del derecho del fuerte). Ese es el pecado que cometieron contra su Dios y la condena es el infierno. Eso es lo que se propone realizar la «Nación Camba» y la «Juventud Cruceñista». Y empezaron en la Chiquitanía, en San Ignacio de Velasco: sembrar el infierno en la tierra (receta nazi).
Pero esta demostración siniestra no es sólo local. Se trata de la nueva estrategia imperial: crear conflictos regionales para desestabilizar las democracias, de modo que sea necesaria la intervención norteamericana, para dizque «estabilizar» la región. Ello explica la reciente formación de una liga interamericana para el apoyo a los «procesos autonómicos», bajo el auspicio sobre todo de la CIA y las transnacionales. Esta liga apoyaría económicamente (millonariamente) a grupos separatistas, en países como Bolivia, Ecuador, Argentina, Brasil y Venezuela, leales a una política privatizadora de los recursos naturales, además de comprometidos en una absoluta injerencia gringo-republicana. La visita del secretario de Estado gringo a Bolivia no fue casual, tampoco el nombramiento del nuevo embajador (se dice de este que fue parte activa en el desmembramiento de la ex Yugoslavia). Tampoco serían casuales los nombres de los asesores de esta liga, entre ellos Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, como tampoco sería casual que la sede de esta organización (como se prevé) sea Santa Cruz de la Sierra y que su presidente sea el autonomista Carlos Dabdoub.
Los separatistas echaron raíces en nuestro país desde hace tiempo. Después de la segunda guerra mundial, por petición de la CIA, ciertos gobiernos bolivianos habrían aceptado cobijar a miembros de la Ustacha, una organización fascista croata (condenados en varias cortes internacionales por crímenes contra la humanidad); estos fanáticos racistas se instalaron en Santa Cruz y después, gracias a Banzer, logran acceder al poder, procediendo, desde entonces, a desviar capitales e inversión casi exclusivamente hacia Santa Cruz. El partido del dictador no en vano lleva los colores en alusión a la bandera alemana. Son estos, entre otros, los creadores de la autodenominada «Nación Camba», quienes reivindican la «media luna» (de origen croata, el último bastión europeo contra la expansión otomana, en 1482), y el ahora su brazo armado: la «Unión Juvenil Cruceñista»; constituida a partir de células locales que recuerdan la formación temprana de las Schutz-Staffel (SS) o las Hitler Jugend (Juventudes Hitlerianas).
El cabildo millonario es otra apariencia. Impactante y estremecedora. Pero cuando el fuerte hace alarde de su fuerza es porque no está totalmente convencido de su fortaleza. Por eso hay que mantener la serenidad. La sabiduría de la paciencia. Aprendamos de los chinos: «Si haces que los adversarios vengan a ti para combatir, su fuerza estará siempre vacía. Si no sales a combatir, tu fuerza estará siempre llena. Este es el arte de vaciar a los demás y de llenarte a ti mismo» (Sun Tzu). Porque la lógica del fuerte consiste en llegar a la batalla para conseguir la victoria, por eso provoca; pero nuestra lógica debe consistir en ganar sin llegar a la batalla. Eso es lo que aprendió el subcomandante Marcos del viejo Antonio: «Si no puedes tener la razón y la fuerza, escoge siempre la razón y deja que el enemigo tenga la fuerza. En muchos combates puede la fuerza obtener la victoria, pero en la lucha toda sólo la razón vence. El poderoso nunca podrá sacar razón de su fuerza, pero no sotros siempre podremos obtener fuerza de la razón». Porque nuestra razón es una razón de vida y la vida procura la vida. Por eso la víctima «clama», porque tiene esperanza, porque quien escucha el «clamor» del pueblo es el Señor, quien baja de Su presencia para mostrar una tierra prometida, de modo que la vida siga teniendo sentido vivirla.
Rafael Bautista S. es autor de «OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA» Editorial «Tercera Piel», La Paz, Bolivia [email protected]