Asume Evo Morales, no sólo con el acto oficial de práctica, sino ante el pasado y el presente indio, en Tiwanaku. Muchos de los que asistieron a esta última ceremonia, transmitieron a los periodistas un talante que combina la expectativa con la exigencia, en la idea de que el nuevo presidente tendrá que ratificar con […]
Asume Evo Morales, no sólo con el acto oficial de práctica, sino ante el pasado y el presente indio, en Tiwanaku. Muchos de los que asistieron a esta última ceremonia, transmitieron a los periodistas un talante que combina la expectativa con la exigencia, en la idea de que el nuevo presidente tendrá que ratificar con los hechos la pretensión de iniciar un corte histórico con un pasado de siglos de desigualdad e injusticia. En su discurso, Morales pareció tomar nota de ese estado de ánimo, cuando llamó a que lo acompañen, y si es necesario, a que lo empujen.
América del Sur está asistiendo a cambios importantes en cuánto a las fuerzas políticas que acceden al control del aparato del estado. Luego de las crisis provocadas por las políticas neoliberales y el consecuente desprestigio de las fuerzas abiertamente de ese signo en la mayoría de los países, comenzó a quedar clara la insatisfacción in crescendo con democracias cuyos resultados más evidentes, al menos para la cada vez más numerosa población pobre, eran el desempleo, la precarización, el deterioro catastrófico de la calidad de vida. Cuando fracasaron propuestas pretendidamente contrarias al neoliberalismo que, ni siquiera en el plano discursivo se atrevían a marcar un corte con el ‘Consenso de Washington’, como los gobiernos de Fernando de la Rúa en Argentina y Alejandro Toledo en Perú, el cuestionamiento de las prácticas y discursos de la dirigencia política tradicional se volvió tan extendido como atronador, y amenazó proyectarse hacia las relaciones de poder radicalmente injustas cuya protección constituye su base de sustento.
Fue en esas circunstancias que terminó de abrirse el camino para que corrientes provenientes de la izquierda radical llegaran por primera vez al gobierno de sus países. Dado lo crítico de la situación, esto fue si no esperado con ansia, al menos consentido por las fuerzas del establishment, con el gran empresariado local en primer lugar. En Brasil y Uruguay, el PT y el Frente Amplio venían de reiteradas derrotas electorales y de un prolongado proceso de automoderación de sus programas y des-activación de sus bases de apoyo en las clases populares organizadas. La ‘larga marcha’ hacia la conversión en fuerzas políticas ‘serias’ capaces de garantizar ‘gobernabilidad’ en el plano institucional y ‘seguridad jurídica’ a las inversiones, fue finalmente premiada con el acceso al gobierno, que parte de las burguesías locales acogió con visible beneplácito, mientras otros sectores optaron por cierta resignación expectante, actitud que excluyó claramente oposiciones cerriles e intentos golpistas. El camino de la confrontación abierta ya fue probado contra Chávez, con el resultado de los repetidos fracasos del golpe, el paro petrolero, la guarimba y el referéndum constitucional. Nada justificaba su repetición por parte de las estructuras de poder del Cono Sur, atentas tanto a aquella fallida experiencia como a la casi ilimitada carga de moderación que arrastraban las izquierdas locales a la hora de acceder al gobierno. Los más lúcidos dentro de ellas comenzaron a vislumbrar una posibilidad de renovación de estructuras institucionales que crujían al borde de una crisis terminal.
La trayectoria reciente de ambos países viene colmando con creces las esperanzas de los poderosos. Sus gobiernos han sido siempre cuidadosos de parecerse lo menos posible al de Venezuela, donde Chávez se ‘coló’ inesperadamente en los intersticios dejados por una crisis muy profunda del sistema de partidos, y accedió a la presidencia sin recorrer los pasos que convirtieron en ‘elegibles’ a las izquierdas uruguayas y brasileñas. Se vuelve aplicable a estos confines sudamericanos lo que Istvan Meszaros escribió pensando en Gran Bretaña y el laborismo: ‘Difícilmente el capital encontraría un arreglo más conveniente que aquel en que el partido de las masas trabajadoras está en el gobierno en cuanto el propio capital permanece, mejor atrincherado que nunca, en el poder.’
Algunas voces se han alzado a profetizar la inexorable convergencia de la experiencia boliviana con la protagonizada por los gobiernos de Lula y Tabaré Vásquez. Nada está tan definido, y ello debiera hacerse evidente si se acerca la mirada a los fuertes matices existentes entre los otros casos y el boliviano. A diferencia de sus vecinos brasileño y uruguayo, Evo Morales y el MAS no llegan al gobierno en medio del reflujo de los movimientos sociales, sino en medio de un vasto proceso de organización y movilización de un movimiento social que ha mostrado su fuerza desatando vastas protestas a partir de la ‘guerra del agua’, y luego llegó a derrocar dos gobiernos. El camino hacia la ‘moderación’ y el ‘realismo’ que el MAS emprendió luego de ser derrotado en los anteriores comicios presidenciales, y amagó reforzarse durante el interinato de Meza, se vio sustantivamente alterado por un nuevo estallido de rebelión popular que, al menos tácitamente, puso en tela de juicio la actitud de Morales hacia ese gobierno, incluyendo la posición adoptada en el referendum sobre el gas.
También a diferencia de Brasil y Uruguay, la coalición gobernante boliviana sí va a necesitar tomar en cuenta a una izquierda más radical. Un sector al que no habría que vilipendiar unilateralmente por ultraizquierdismo o ‘fundamentalismo indígena’, ni desechar sus posicionamientos en bloque con motivo de la pobreza de sus resultados electorales. También anidan allí organizaciones populares considerables que jugarán en dirección contraria a las presiones muy fuertes que impulsarán a Evo a adoptar el ‘realismo’ resignado, ese que acepta los límites de posibilidad que fijan no una supuesta realidad objetiva, sino el núcleo duro de los intereses de las clases dominantes.
Las contradicciones sociales bolivianas son singularmente profundas, y el margen de maniobra para ‘soluciones pactadas’ con el establishment económico, social y cultural es menor que en otros países de la región. De todos modos no hay que excluir que sectores lúcidos del empresariado y la dirigencia política tradicional estén dispuestos a hacer concesiones buscando la prevalencia de soluciones moderadas, que permitan que la burguesía local y las trasnacionales sigan recogiendo ganancias; aun a costa de concesiones parciales. Lula y Kirchner, a su vez, están propuestos como potenciales ‘factores de equilibrio’ de cualquier tentativa de radicalización, o de las malas ‘influencias’ que pudieran emanar del colega venezolano.
La presidencia que se inicia es, en suma, un camino abierto con diferentes direcciones posibles, y se abren al menos dos interrogantes desde los cuáles será plausible evaluar el carácter que adopte: ¿se radicalizará la democracia potenciando nuevos espacios de iniciativa popular y de organización autónoma que aporten ‘gobernabilidad’ desde abajo? ¿se tomarán medidas efectivamente conducentes a que el poder económico, y con él el político y el cultural no sigan en manos de una pequeña minoría local y de socios trasnacionales?
Como bien recordara Atilio Boron hace unos días, las revoluciones no son actos únicos sino procesos sociales prolongados y para nada lineales; y sus cimientos se construyen en parte con reformas decididas y radicales. La reinstauración del cultivo de la coca, la relación con las empresas que explotan el petróleo, la actitud ante los regionalismos de signo conservador de Santa Cruz de la Sierra y Tarija, el manejo del precio del gas, serán cuestiones fundamentales a las que el nuevo gobierno deberá enfrentarse desde el primer día. Pero tan importante como ellas será la construcción de espacios de poder para los movimientos populares, los esfuerzos que se desplieguen para radicalizar la democracia, para convertirla en base del mejoramiento integral de las condiciones de vida y la capacidad de decisión y gestión de las mayorías populares. El camino que se siga en todos estos campos no resultará del planeamiento de expertos y tecnócratas, sino de una lucha social que, en forma sorda o abierta, se desatará desde el primer día en torno a la orientación a seguir no ya por el gobierno, sino por el conjunto de la sociedad boliviana.
Los medios masivos de nuestros países ya vienen construyendo un Evo a su medida, en el que la simpática ‘chompa’ a rayas y otras apelaciones a las tradiciones indias deberían acompañar a una silenciosa adaptación del nuevo gobierno a las fronteras de lo posible, definidas en exclusiva por las estructuras de poder regionales y mundiales. Se va a abriendo paso una apuesta ‘dialoguista’, que aspira a brindar al gobierno del MAS la oportunidad de canjear el abandono de las descalificaciones que se le han aplicado hasta hace poco, por una aceptación de las relaciones de poder preexistentes que limite las reformas a ‘corregir’ los resultados más despiadados de su funcionamiento.
La activación del ‘abajo’ social y la escasa propensión a tolerar postergaciones y conciliaciones de los sectores movilizados del pueblo boliviano, marcan sin embargo una posibilidad relevante de que los impulsos radicales no sean neutralizados por las presiones hacia la ‘moderación’. La suerte no está, en absoluto, echada. Los evidentes signos de ‘realismo’ al gusto dominante desplegados en la reciente gira internacional no tienen por qué marcar una orientación tan global como definitiva, quizás sean más una mezcla de manejo táctico ante el poder internacional con manifestación de tensiones irresueltas dentro de la coalición que apoya a Evo. El ‘abajo’ reclamará y presionará, y el MAS es un movimiento heterogéneo, con bases activas, no un partido ‘atrapa todo’ largamente entrenado en distanciarse de un electorado tan mediatizado como pasivo.
Se trata por tanto de un proceso abierto, cuya suerte se jugará en los próximos meses y años. La actitud de la izquierda sudamericana, nos parece, no debe ser la de festejo anticipado de un ‘cambio histórico’ que nada autoriza a dar por descontado. Menos aún, la de aguardar que se cumplan las peores profecías de claudicación y retroceso, con el amargo consuelo de denunciar una nueva ‘traición’, que habilite a insistir en un radicalismo ahistórico, que no sabe de tiempos ni de relaciones de fuerzas. Que primen los impulsos anticapitalistas o que se despliegue la creencia ilusoria en el «capitalismo andino» será algo que definirán, sobre todo, las luchas. Queda la posibilidad de una apuesta, comprometida con las realidades cotidianas, activa sin dejar de ser critica, al inicio de un tiempo nuevo, cuya clave no se halla en los sillones presidenciales, sino en el aliento vigilante de las multitudes rebeldes.