Bondad y brevedad John R. Searle, Libertad y neurobiología. Reflexiones sobre el libre albedrío, el lenguaje y el poder político. Paidós, Barcelona 2005; traducción y prólogo de Miguel Candel, 120 páginas. Si hubiera que ser estrictamente consecuente con uno de los atributos centrales apuntado en el título de esta reseña, habría tan sólo que señalar: […]
John R. Searle, Libertad y neurobiología. Reflexiones sobre el libre albedrío, el lenguaje y el poder político. Paidós, Barcelona 2005; traducción y prólogo de Miguel Candel, 120 páginas.
Si hubiera que ser estrictamente consecuente con uno de los atributos centrales apuntado en el título de esta reseña, habría tan sólo que señalar: léanlo y digan a otros que lo lean, y no se olviden de señalar que el prólogo de Miguel Candel es parte sustantiva del continente recomendado. Y ya está: el resto es lectura. Pero como nos tememos que una heterodoxia así no sería admisible incluso en una revista con tanta cintura teórica como el topo, añadamos, pues, algo más reconociendo, eso así, que lo sustancial ya ha sido enunciado.
Los dos textos que junto con el prólogo del traductor forman Libertad y neurobiología provienen de sendas conferencias impartidas por Searle (Candel: pronúnciese «Sérol») en París, a comienzos de 2001. Se recogen aquí con el título: «LIbre albedrío y neurobiología: una relación problemática» (pp. 25-88) y «Lenguaje y poder» (pp. 89-120). Searle es autor, entre otros, de ensayos tan reconocidos como El descubrimiento de la mente, La construcción de la realidad social, Razones para actuar o aquel magnífico trabajo de los Cuadernos Anagrama de los setenta: La revolución de Chomsky en lingüística.
El primer texto se inicia con la exposición de un malestar: la persistencia del problema tradicional del libre albedrío en la filosofía contemporánea le parece al autor poco menos que un escándalo. No se ha avanzado mucho en este punto y, como suele ocurrir, la eternización de estos problemas cuelga de presupuestos implícitos e indiscutidos. En este caso, «el problema es que pensamos que las explicaciones de los fenómenos naturales han de ser completamente deterministas. Pero, al mismo tiempo, cuando se trata de explicar un cierto tipo de comportamiento humano, parece que tenemos sistemáticamente la experiencia de actuar «libre» o «voluntariamente», en un sentido de estas últimas palabras que hacen imposible dar explicaciones deterministas de nuestros actos» (pp. 27-28). Pues, bien, señala Searle, resolvemos algunos de estos problemas supuestamente irresolubles cuando mostramos o se nos muestra el presupuesto falso del que habíamos partido hasta entonces. En el caso del problema mente-cuerpo, por ejemplo, la falsa presuposición radicaba en el propio vocabulario con el que se enunciaba el problema: los términos espíritu-carne, mental-físico, presuponen que esos términos designan categorías ónticas mutuamente excluyentes. Liberados de esa creencia el problema se diluye: «todos nuestros estados mentales están causados por procesos neurobiológicos que tienen lugar en el cerebro, realizándose en él como rasgos suyos de orden superior o sistémico» (p. 29).
Al desarrollo de una estrategia similar para el problema del libre albedrío está dedicado el resto de la conferencia de Searle. No se trata aquí de explicitar el desarrollo de su argumentación, pero cabe, eso sí, señalar que en el sendero recorrido está el interés de su aproximación con un destacable apartado dedicado a «La estructura de la explicación racional» (pp. 46-57). En los compases conclusivos de este texto, Searle discute con detalle las dos hipótesis contrapuestas en torno a «si los procesos mentales conscientes que tienen lugar en el cerebro, los procesos que constituyen la experiencia del libre albedrío, se realizan en un sistema neurobiológico que es totalmente determinista» (p. 62). En medio, un apunte tan destacable como el siguiente: el yo no es una ninguna entidad aparte sino la suma del carácter propio y de la propia racionalidad de un agente consciente.
La segunda parte del ensayo, más breve, está dedicada al tema del lenguaje y el poder. Su objetivo es «explicar la ontología del poder político y explicar el papel del lenguaje en la constitución de dicho poder» (p. 89). Las páginas 91-93, donde Searle presenta sus nociones de dependencia e independencia del observador, son modélicas de lo mejor de la tradición analítica. El autor presenta en su análisis las categorías que usa en su aproximación: intencionalidad colectiva, funciones de estatuto y reglas constitutivas. En nueve puntos (pp. 107-120), explicita su concepción de lo político y del poder político. En el último de estos puntos, Searle señala que de la misma forma que ha dejado sin resolver la cuestión de la legitimación política, «ha pasado también por alto los problemas tradicionales del cambio social» (p. 120). No es necesario indicar que cualquier ayuda al respecto sería muy bien recibida.
El traductor y prologuista aventura, a raíz de este segundo texto, un interesante apunte para disolver la aparente contraposición entre causalidad y libertad: el presupuesto falso del que Searle parece partir en su exposición es la confusión entre libertad con indeterminación y, desde un punto de vista psicológico, de determinación con deseo. Pero, sostiene Candel, ser libre no es carecer de causas determinantes de la propia acción sino ser uno mismo la causa. «Con arreglo a ese concepto de libertad es más importante querer lo que uno hace que hacer lo que uno quiere» (p. 19).
Si se nos permite una pequeña nota crítica para finalizar, no deja de ser curioso que un pensador como Searle, tan poco dado al clásico dualismo mente-cuerpo y al embrujo del lenguaje sobre este asunto, escriba: «(…) si estoy sentado en un parque contemplando un árbol, hay un cierto sentido en el cual no depende de mí lo que estoy experimentando. Depende más bien de la manera de ser del mundo y de mi aparato perceptivo» (p. 31), de lo que parece deducirse que este «mí» no incluye una parte tan de mí con mi propio aparato perceptivo que, sin duda, me guste o no, desee o no otras capacidades, me condiciona (o me ayuda, depende de cómo queramos decirlo) pero que no por ello deja de ser parte de mí mismo.
Salvador López Arnal
Nota: Esta reseña se publicó en la revista El Viejo Topo, 2005.