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Entrevista al escritor y militante popular Miguel Mazzeo

«Cada vez es más marcada la identificación de la izquierda con la figura política burguesa del gestor que resuelve problemas»

Fuentes: Contrahegemoniaweb

● ¿Qué estrategias de construcción tendría que darse la izquierda revolucionaria y con qué práctica política? Una izquierda revolucionaria, radical, socialista, no debería abjurar de una estrategia orientada a la construcción de espacios de autorregulación de la convivencia social más allá del Estado y más allá del capital. Una estrategia tendiente a revertir el proceso […]

¿Qué estrategias de construcción tendría que darse la izquierda revolucionaria y con qué práctica política?

Una izquierda revolucionaria, radical, socialista, no debería abjurar de una estrategia orientada a la construcción de espacios de autorregulación de la convivencia social más allá del Estado y más allá del capital. Una estrategia tendiente a revertir el proceso de descolectivización social y política, que otorgue cuotas de materialidad a la fuerza del pueblo trabajador y que contribuya a la identificación/diferenciación de sus intereses, que ponga en acción una fuerza práctica orientada a la realización de ideas emancipatorias. O sea, una izquierda que aspire a la condición de revolucionaria debería fundar una política emancipatoria desde las bases, construir espacios autogestionarios de reproducción de la vida y espacios de deliberación y politización no liberales y reconstruir la polis. Debería articular nodos de una democracia radical (autogobierno) y comunalizar el poder.

Y si bien esta es una formulación muy general y ambiciosa, queda claro que buena parte de la izquierda argentina que en algún momento se le arrimó, en los últimos tiempos tiende a abandonarla, sobredimensionando las posibilidades que ofrece un campo delineado por y para las clases dominantes, siguiendo la línea de menor resistencia, sin cuestionar los condicionamientos del capital y en función de gestar -en algunos casos abiertamente- una nueva vía reformista. (Usamos una palabra del viejo lenguaje político pero aclaramos que no nos convence del todo). La izquierda tradicional, por su parte, mantiene en alto los fundamentos anticapitalistas y las banderas del socialismo. Lo que constituye un mérito enorme en este contexto y hay que reconocerlo y valorarlo. Pero como sigue igual a sí misma: dogmática, vertical, sectaria, desarraigada, no tiene muchas chances de masificarse y convertirse en alternativa real de poder.

En general, consideramos que existe una tendencia de la izquierda a adaptarse cada vez más a los juegos de la política convencional, lo que en algún sentido refleja su aceptación de la subjetividad dominante respecto de lo posible. Y, hoy por hoy, lo posible es una restauración, un retorno a los tiempos del «capitalismo con rostro humano» y al neo-desarrollismo «con inclusión». Pocas veces en las últimas décadas, ha resonado tan reiteradamente la expresión «no hay otra». Que, en realidad, en muchos casos, podría decodificarse: «no hay otra… que sumarse al kirchnerismo, tardía y culposamente como la única forma de resistir al reflujo». ¿Acaso no puede verse esta postura como una forma de aportar una cuota más al reflujo desde la izquierda? Creemos que existen otras formas de resistencia que no alientan la integración/disolución de los espacios más críticos, que no ponen en juego su sobrevivencia.

En los últimos años se acumularon demasiados indicios respecto de las limitaciones de las vías llamadas «progresistas»: el no reconocimiento del carácter sistémico de la crisis del capital, su desinterés en modificar las estructuras económicas y sociales junto con las tendencias a la profundización de la matriz extractivista, su orientación a la redistribución del ingreso por la vía del consumo sin socialización y democratización de los medios de producción, su aceptación a rajatabla de la vieja institucionalidad, sus compromisos con las clases dominantes, su temor al protagonismo social directo, su incapacidad para promover cambios en las superestructuras, etcétera. Entonces, cuesta entender que, justo cuando estas taras quedan bien expuestas en el plano nacional y continental, una parte de la izquierda, algunos movimientos sociales y algunas organizaciones populares decidan que es el momento de subirse a ese tren (que antes no abordaron en aras de la fidelidad a un proyecto emancipador) para recomponer la vía reformista. Es difícil no ver en esa opción una especie de intento de oportunismo fallido y extemporáneo. El avance de la derecha en el gobierno, en el Estado y en la sociedad, es un dato fundamental pero no alcanza para explicar dosis tan elevadas de conformismo y la renuncia a construir un proyecto que vaya más allá de la gestión progresista del ciclo y las reformas democráticas.

Luego, en líneas generales, la izquierda cae en las redes de la representación y la delegación, en las redes del electoralismo, incluyendo a la izquierda tradicional. O sobre todo la izquierda tradicional.

Percibimos que es cada vez más marcada la identificación de la izquierda con la figura política burguesa del gestor o el/la que resuelve problemas. Eso no sólo remite a una coincidencia formal o táctica con la ideología dominante, se trata de una coincidencia ideológica, de fondo. La izquierda, de este modo, contribuye con los procesos de despolitización de la sociedad civil popular o promueve formas de politización que son verticales y acotadas. El discurso de la política como gestión (para colmo de males: una gestión individualizada) genera sujetos a-críticos y conformistas, no produce sujetos políticos críticos y rebeldes, obtura cualquier confrontación auto-consciente de los trabajadores y las trabajadoras. Se trata de una política de la despolitización, abiertamente antipedagógica que no hace más que alimentar la representatividad social y electoral de la derecha.

Entonces, para quienes se niegan a renunciar a un horizonte de transformaciones radicales pocas veces el escenario político argentino se presentó tan pero tan opaco. Entre otras cosas porque las intervenciones políticas de la izquierda se deterioran cada vez más y deterioran la conciencia de las bases. Sus referentes públicos se asemejan a administradores de consorcios o algo por el estilo. El problema de fondo es que la praxis política de la izquierda termina convirtiendo en referencia social organizativa a los formatos tradicionales de las clases dominantes. Naturaliza el mercado, la gestión, la empresa privada, junto con la representación, la delegación, etcétera. No promueve formas de ser y estar en el mundo que sean alternativas a las hegemónicas. Por el contrario, termina ratificando estas últimas.

La campaña electoral y las PASO de agosto de 2017 pusieron en evidencia que buena parte de la izquierda está atravesada por los modos de la denominada «pospolítica» con sus técnicas gerenciales a las que presenta como «técnicas neutrales». Con un agravante: no logra utilizarlas con eficacia. O sea, cambia la formación militante y la pedagogía crítica por el marketing y la manipulación de la militancia y las bases, las tareas de organización popular y la solidaridad de clase por las decisiones técnicas, el desarrollo de las formas autónomas de producción y reproducción de la vida por las formas heterónomas auspiciadas por las «políticas públicas». También ahueca el discurso, busca disociarlo de las ideologías (lo que no deja de ser una maniobra ideológica), despolitiza al Estado. Todo eso, sin «réditos» de ninguna especie. Quiere incursionar en el espacio intra-sistémico y encima le sale muy mal. En lugar de revertir el proceso de despolitización popular impulsado por el kirchnerismo (o el proceso de politización acotada y subordinada) busca aprovecharse del mismo. Pero en ese terreno tiene mucha competencia. O sea: renuncia a la celebración de la vida, la militancia y la rebeldía, pero también al goce del poder.

Al abjurar de sus rasgos más auténticos, se torna patética, decadente. Gradualmente desdibuja sus mejores perfiles. Creemos que, de no rectificar el rumbo, de no ofrecerse como un componente más de la argamasa para algo nuevo, sus dirigentes, cuadros y referentes, expuestos a los típicos procesos del «transformismo», probablemente terminen integrándose a alguna elite política del sistema. Por cierto, algunos y algunas ya han avanzado en ese sentido. Cabe señalar que los movimientos sociales y las organizaciones populares no han estado y no están exentas de caer en los modos del gerenciamiento pospolítico. Existe una especie de círculo vicioso de la pospolítica que degrada, a la vez, a los colectivos populares y a las organizaciones políticas referenciadas con ellos.

Usamos el concepto de pospolítica. También podríamos recurrir a un lenguaje un poco más riguroso y decir: alienación o superstición política que dan cuenta, claro está, de un abanico de alienaciones y supersticiones.

¿Cuáles serían las potencialidades y los límites para desarrollar esas estrategias?

Las potencialidades responden a que, a pesar de todo, perduran en la sociedad civil popular y en amplias franjas de la militancia, un conjunto de saberes políticos emancipatorios que, por lo general, se ponen en evidencia en espacios y praxis extra-electorales. Se trata una especie de «general intellect» político-social de los y las de abajo, de saberes abstractos que, mediante una praxis crítico-radical y las dosis necesarias de energía militante, podrán hacerse concretos. Existen trincheras desde las que el pueblo trabajador resiste a la potencia objetivada que succiona la potencia popular. La reunión de los y las de abajo que contrarresta el fatalismo que tratan de inocular las clases dominantes.

Los límites de la izquierda en todas sus expresiones, se explican por sus dificultades -nuestras dificultades- a la hora de asumir la construcción de los espacios de autorregulación de la convivencia social más allá del Estado y más allá del capital que mencionábamos. Y también por dejarse -y dejarnos- seducir por atajos de todo tipo que la distraen de esa tarea estratégica. Desde los proyectos que enfatizan los roles de lo instrumental y tratan de compatibilizar las necesidades de valorización del capital local y transnacional con agendas sociales básicas, hasta los proyectos que invocan el anticapitalismo pero no logran exceder lo testimonial mientras persisten en anacronismos evidentes y promueven el sustitucionismo, el sectarismo y las lógicas de aparato, sin promover decididamente los procesos autodeterminación popular.

Los diversos espacios políticos que hace algunos años entusiasmaron a una generación, hoy están en crisis. No lograron coagular en una referencia política común y además no lograron contener la dispersión de su base social. Los acontecimientos que instituyeron la autoconfianza y el orgullo de sus militantes quedaron muy lejos. Y no se instituyeron otros nuevos. No se han encontrado los modos más adecuados para recrear y enriquecer la memoria de la rebelión de 2001. Y el juego de la política convencional no hace más que abonar esa crisis.

En estos días, se hace difícil encontrar espacios de debate político estratégico. A pocos y pocas les interesa generarlos. Se discute poco y nada sobre políticas anticapitalistas de largo plazo, sobre las formas de sustituir el trabajo informal -o apenas asalariado- por el trabajo asociado. Es el tiempo del reformismo pragmático, del tacticismo. Es el tiempo de una obsesión por la política convencional: representativa, espectacular y pro-sistémica que relega lo social emancipatorio a segundo plano. El riesgo del «tacticismo» de la izquierda es que puede terminar absorbido por la táctica de la derecha o de lo que no es de izquierda (reformismo o como quiera llamárselo).

¿De qué manera la izquierda debería intervenir en el panorama electoral?

Consideramos que hay que rechazar cualquier tipo de acumulación electoral que signifique desacumulación estratégica o deterioro de una territorialidad propia. Porque eso es pan para hoy y hambre para mañana y siempre.

Luego, también creemos que son muy contraproducentes las incursiones en espacios virtuales que no hacen más que deslegitimar a las construcciones reales. Una cosa es visibilizarlas y otra muy distinta es mancillarlas. Por ejemplo: el o la referente barrial que obtiene unos pocos votos más (¡o menos!) que el candidato de la ultraderecha o que el candidato cavernícola que insiste con su trilogía («garrote, garrote, garrote»); el o la dirigente de un espacio sindical combativo y democrático que no llega al 1%, y así, los casos abundan.

Lo ideal sería generar una herramienta político electoral muy amplia, generosa, y no hipostasiada. Que exprese un espacio ecuménico donde confluyan los y las que asumen un proyecto contra-moderno, anticolonial, antiimperialista, anticapitalista, desmercantilizador, anti-patriarcal, ecológico. El objetivo de esa herramienta, no debería ser otro que potenciar los espacios y las experiencias de base realmente existentes: sindicales, campesinas, estudiantiles, territoriales, culturales, identitarias, etcétera.

Dadas las condiciones actuales esto parece prácticamente imposible. Entre otras cosas implicaría romper con aspectos negativos de la cultura de izquierda que están muy arraigados. ¿Cómo exceder las lógicas de aparato, el elitismo, el dirigismo, el sustitucionismo, el lugar ético de la inoperancia, la competencia chiquita al interior de la izquierda, la jactancia y la soberbia fundadas en los votos «cualitativos», los malos hábitos de la especialización política, el vedettismo de entre-casa y los caudillismos en miniatura?

Seguimos pensando que la intervención de las organizaciones populares en los espacios de la institucionalidad vigente sólo adquiere sentido emancipador si se construyen, en paralelo, espacios propios, territorios propios, autónomos y autogobernados; en fin: poder popular, aunque suene formula reiterada. La experiencia demuestra que quien siembra jetones, recoge garcas.

Luego, creemos que es importante tener siempre presente que los gobiernos populares pueden colaborar con los procesos emancipatorios, pero que no son, ni pueden, ni deben ser, el sujeto privilegiado de la transformación. O sea, insistimos en la importancia de asumir, desde el vamos, un desplazamiento del eje de la política desde Estado y el poder instituido hacia la sociedad civil popular y el poder instituyente.

¿Cómo ve el escenario después de las PASO, tanto de cara a las elecciones de octubre como posteriormente, ante los anuncios de más ajuste?

En primer lugar vemos un escenario signado por una inédita concentración de poder de la derecha en todos los campos, material, social, político, judicial, mediático, cultural y simbólico. De este escenario se deriva una marcada polarización entre «capitalismo salvaje»/democracia restringida y «capitalismo con rostro humano»/democracia susceptible de ser ampliada. En la medida en que el primer maridaje, representado por el gobierno de Mauricio Macri y la coalición Cambiemos avance en políticas de ajuste (y represión), se consolidará la segunda alternativa. Queda por ver si este ultimo espacio es hegemonizado por el kirchnerismo, con Cristina Fernández de Kirchner al frente, o por otro espacio y otra figura del universo ancho, diverso, cambiante y flexible del peronismo.

A pesar de que el resultado de las PASO no haya sido muy alentador para las aspiraciones del kirchnerismo, creemos que este conserva todavía sus capacidades para articular un frente «anti-neoliberal» y «anti-derechista». Sigue siendo el espacio con más posibilidades de consolidarse como alternativa al gobierno de Macri y la coalición Cambiemos en un escenario de fuerte polarización. Dudamos que otras fuerzas políticas puedan disputarle a CFK el liderazgo del frente policlasista en su versión más «progresista». Eventualmente el peronismo, en caso de gestar un liderazgo alternativo al de CFK, no hará otra cosa que articular un frente antimacrista, pero más a la derecha de la versión kirchnerista. Pero es evidente que los tiempos no dan. El 2019 está muy cerca. Y ese partido también lo juega el espacio de Sergio Massa y sus aliados, pero con menos posibilidades.

Sabemos que esa contradicción entre versiones del capitalismo es falsa, o en todo caso es superficial y, como queda a la vista, nos propone un horizonte muy pobre. Es de un conformismo tremendo y cínico aceptar que «es mejor» un 25% de pobreza que un 50%. Obviamente, es mejor luchar por ampliar derechos que por recuperarlos. Pero, si de izquierda y socialismo se trata, debemos militar por cambios estructurales profundos en las relaciones de producción y propiedad; debemos generar las condiciones para una democracia radical; en fin, tenemos que asumir compromisos en pos de las acciones y los pensamientos que hagan posible la consolidación y el avance de un proyecto popular desde abajo y no auspiciar reformas desde arriba que perpetúan la dominación social del capital y dejan abiertas las puertas de la regresión.

Esto no significa que haya que desistir de la construcción espacios de resistencia y movilización más amplios y buscar acuerdos básicos con sectores de lo más diversos. No quedara otra alternativa frente a los intentos de las fracciones de las clases dominantes que buscan imponer las políticas neoliberales en su versión más cruda, frente a la concentración de poder de la derecha más retrógrada. Sería una irresponsabilidad no plantearse estas articulaciones. Claro está, lo óptimo (que además es lo necesario a mediano y largo plazo) sería hacerlo desde un espacio crítico-radical, con inserción e influencia extendidas en la sociedad civil popular, un espacio que logre construir una posición sólida.

Muchos y muchas insisten en que el gobierno de Macri y la coalición Cambiemos representa una nueva derecha e incluso algo más original que ni siquiera puede considerarse como «de derecha»; aunque sea igual de oscuro y despótico… o más. Se lo presenta como el signo de toda una etapa histórica caracterizada por la colonización potente de las subjetividades por parte del mercado, por lograr que los hombres y las mujeres se sientan absolutamente extranjeros en relación a su destino, por la consumación del sentido más negativo de la libertad del liberalismo (la libertad de los propietarios). Proceso al que han hecho su aporte los gobiernos denominados progresistas, sea dicho de paso.

Todo esto, creemos, es rigurosamente cierto. Pero también existen costados que demuestran que gobierno de Macri y la coalición Cambiemos se sitúa en una línea de continuidad respecto de las tradiciones reaccionarias argentinas: el catolicismo ultramontano que considera a Francisco I un Papa populista (y hasta un «zurdo»); el anticomunismo vulgar, la gestión policial de los conflictos sociales y las prácticas cuasi contrainsurgentes remozadas; la reivindicación de patrones económicos primario exportadores, de valorización financiera y rentistas; el endeudamiento externo y la apertura económica; el culto al libre mercado y la libre empresa junto con los lamentos por el costo laboral argentino; el desprecio y la impiedad para con el universo plebeyo-popular; el ultragorilismo y la tilinguería. Fiel a esas tradiciones, el gobierno de Macri y la coalición Cambiemos buscará generar consenso en torno a las pulsiones consumistas, la «seguridad» y la «tranquilidad» de una parte de la sociedad. Así, con policías y gendarmes, con balas de goma y de las otras, con bici-sendas y metro-bus, con apología de la informalidad, con rigurosa separación de los residuos, con funcionarios que resignan el uso de sus apellidos siempre a favor del nombre de pila; así, buscará sacrificar los fragmentos más sustanciales de la democracia junto con la libertad y la igualdad de las mayorías. Ejercerá el control social a través de la angustia y el miedo colectivos.

Porque, sostenemos, este gobierno está desatando las fuerzas más retrógradas de la sociedad argentina y buscará sostenerse en ellas. Está abriendo cajas de Pandora o, más claro y directo: abriendo las jaulas de los monstruos o las compuertas de un río de mierda. Está amplificando los mensajes más perversos y psicópatas. Hay muchísimos signos: estigmatización de grupos subalternos y oprimidos, represión, policialización de ciudades enteras, presos políticos y presas políticas, un desaparecido, manipulación del proceso electoral, entre otros.

Está claro que hay frenar a la derecha, generar situaciones de movilización permanente, evitar la consolidación de la versión dura y despótica del neoliberalismo. La mejor fórmula que conocemos para ganar posiciones sólidas en la sociedad civil popular (e incluso en el Estado) consiste en crear poder popular, auspiciando la auto-organización desde abajo, en los barrios, los sindicatos, los centros de estudiantes; consolidando espacios productivos no mercantiles que garanticen la reproducción de la vida. Esto incluye el fortalecimiento indentitario y programático del campo popular para evitar la consolidación de las alternativas intra-sistémicas, siempre dispuestas a capitalizar los avances populares. Por ahí -creemos- transita una eficacia política a la que adherimos. Una eficacia política que instaure un principio de ruptura, que haga posible el despliegue de una inteligencia política que esté en exceso respecto de los límites de «la política». La única eficacia afín a los intereses del pueblo trabajador.

Miguel Mazzeo es Profesor de Historia y Doctor en Ciencias Sociales. Docente e investigador de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad de Lanús (UNLa). Escritor, autor de varios libros publicados en Argentina, Venezuela, Chile y Perú, entre otros: Piqueter@s. Breve historia de un movimiento popular argentino; ¿Qué (no) Hacer? Apuntes para una crítica de los regimenes emancipatorios; Introducción al poder popular (el sueño de una cosa); El socialismo enraizado. José Carlos Mariátegui: vigencia de su concepto de «socialismo práctico»; El Hereje, apuntes sobre John William Cooke. Colaborador de los portales Contrahegemonía.web, Resumen Latinoamericano, La Haine, entre otros.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.