Si no fuera por algunos gags puntuales Café Society, la última película de Woody Allen, pasaría por una historia del montón, ese lugar donde moran tantas obras menores que jamás serán rescatadas del olvido. Pero su director es Woody Allen y su estela de prestigio muy alargada. Estamos ni más ni menos que ante el […]
Si no fuera por algunos gags puntuales Café Society, la última película de Woody Allen, pasaría por una historia del montón, ese lugar donde moran tantas obras menores que jamás serán rescatadas del olvido.
Pero su director es Woody Allen y su estela de prestigio muy alargada. Estamos ni más ni menos que ante el emblema más inteligente, creativo y culto de la clase media neoyorquina, el genio por antonomasia del siglo XX que mejor ha sabido reírse de sí mismo, hurgarse y tocar las narices de los suyos, burlarse con dulzura de las quimeras mundanas, también de las judías, de toda veleidad religiosa, de los hampones y, por supuesto, de los aburridos intelectuales comunistas. Todo en el mismo saco.
Allen conoce bien la condición humana, se mofa de ella y es amable con sus contradicciones, deja que cada tonto se haga el listo a su manera (y viceversa), y que sea lo que tenga que ser, o sea, comer, follar y morir. Esa es su filosofía sin filosofía que suele llenar de una exquisita puesta en escena y una cautivadora verborrea.
Todas sus películas versan y giran alrededor de una obsesión, ¿qué es la clase media? Tal vez un viaje sin retorno hacia la emulación caricaturesca de los ricos y opulentos, aliñado el camino con rememoraciones psicoanalíticas de la inocencia perdida y los ancestros familiares.
Aunque el director estadounidense traslada su historia a los años 30, los que siguieron a los suicidios económicos del crack de 1929, la semejanza de sus personajes con la estupidez globalizada de la clase media actual resulta más que evidente. Se observa en los tics sociales estereotipados y en el romanticismo decadente que destilan sus encuentros y diálogos. No obstante, Woody Allen no se deja querer por disquisiciones demasiado enredadas: nunca lo pretendió en su carrera, esa es la verdad.
Él solo desea contar historias bien trabadas a la manera clásica: chico quiere chica que se casa con otro, sin embargo es el primer amor el que deja huella indeleble en nuestras vidas, allí donde regresamos para hallar un sentido profundo a la existencia humana. La verdad jamás se llega a alcanzar: la vida, pues, no admite enmiendas ni vueltas atrás, solo la ficción permite mirar al pasado. Siempre con nostalgia, siempre estéril.
Woody Allen ha retratado como nadie el infantil sueño americano de la clase media, sus devaneos imposibles con la clase opulenta y sus apegos emocionales a las tradiciones familiares y las raíces culturales propias. La clase media en manos de Allen es puro humo, puro deseo del que jamás se puede escapar.
Allen nunca quiso, ni quiere, la revolución. Su clarividencia y su clarinete le bastan y sobran. Sabe muy bien que la clase media es una ficción ideológica. Quizá por ello se hiciera actor, guionista y director de películas, para ligar más y para construirse una realidad paralela que pudiera manipular a su antojo.
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