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Cambiemos, de la «revolución de la alegría» al Gobierno del FMI

Fuentes: Ideas de Izquierda

Hace tres años Macri asumía la presidencia. Cambiemos, imbuido de «emprendedurismo», imaginó que su llegada al poder sería respondida con una «lluvia de inversiones». Pero la única lluvia lograda fue de dólares especulativos, y durante 2018 empezó a retirarse y se transformó en un huracán que conmocionó al gobierno. En esta nota sintetizamos las características […]

Hace tres años Macri asumía la presidencia. Cambiemos, imbuido de «emprendedurismo», imaginó que su llegada al poder sería respondida con una «lluvia de inversiones». Pero la única lluvia lograda fue de dólares especulativos, y durante 2018 empezó a retirarse y se transformó en un huracán que conmocionó al gobierno. En esta nota sintetizamos las características de la política económica del gobierno de Macri y repasamos la crónica de una crisis anunciada. Del «sinceramiento» al «gradualismo»

Cuando Mauricio Macri inició su gobierno, en diciembre de 2015, estaba muy claro lo que los sectores más poderosos de la clase empresaria esperaban de él. El ciclo kirchnerista concluyó dejando pendiente un fuerte ajuste, desde la perspectiva de los capitalistas: liberación del mercado de divisas (que implicaba una fuerte devaluación y era la vía para un ajuste a los salarios) y baja del gasto público eran los pasos iniciales y clave de esta agenda. También terminar de regularizar la situación de la deuda, terreno en el cual el kirchnerismo había hecho mucho (renegociación en 2005 y 2010 y «pagos seriales» como celebró varias veces la propia CFK). El kirchnerismo realizó una primera ronda de «sintonía fina», sobre todo en 2014, pero, como señala Martín Schorr, «dejó servido en bandeja» profundizar el ajuste.

En los primeros meses, Macri devaluó 40 %, eliminó retenciones a las exportaciones (excepto para soja que tuvo una rebaja en la alícuota pero siguió pagando), liberó de restricciones para los movimientos de capitales, y anunció tarifazos a los servicios públicos de luz, gas y agua. En febrero cerró el acuerdo con los buitres para cerrar el litigio en la corte de Thomas Griesa en Nueva York, que implicó el pago de USD 15 mil millones (con una quita sobre la sentencia de apenas 25 %).

Para avanzar con su paquete, Macri contó con los «dadores voluntarios de gobernabilidad», como calificó Jorge Asís al rol del peronismo en la oposición. A pesar de ser un gobierno que no contó con mayoría parlamentaria en ninguna de las cámaras del Congreso, ni aun después de la elección de medio término, pudo recostarse en el apoyo de buena parte del peronismo para las leyes más importantes. Fueron contados los casos en los que el proceso legislativo resultó traumático para el Ejecutivo. Solo en tres oportunidades no pudo impedir la aprobación de leyes que no deseaba: la llamada «ley antidespidos» en 2016, que mantenía la doble indemnización, los cambios en Ganancias al final del mismo año, y una ley contra los tarifazos en 2018. Salvo Ganancias, fueron vetadas por Macri. Pagó el costo político en temas públicamente sensibles, que era el objetivo principal del peronismo en ambos casos. Antes y después de eso casi todo el PJ siguió negociando con Cambiemos la aprobación de leyes. La otra pata en la cual el gobierno contó con un gran aporte para la gobernabilidad fue la deserción de la burocracia sindical. A pesar de las numerosas declaraciones de rechazo a la política económica durante estos tres años fueron contadas las medidas de fuerza. Las que se hicieron, fueron con el objetivo de descomprimir, sin ninguna intención de dar lugar a una movilización y lucha seria contra el avance del plan económico. A esto se agrega el blindaje mediático, que solo empezó a erosionarse durante la crisis cambiaria de este año y la necesidad de recurrir al Fondo Monetario Internacional (FMI), en esos meses en los cuales Macri parecía (o estaba) al borde de convertirse en un De la Rúa.

Dos motivos centrales empujaron al gobierno hacia un camino «gradualista». Primero, el programa estaba atravesado de tensiones entre sus objetivos, ya que no era posible alcanzar simultáneamente los objetivos que los funcionarios de Cambiemos confiaban (o al menos así lo habían manifestado) que podrían alcanzarse rápidamente de forma simultánea. Devaluar, eliminar retenciones y aplicar tarifazos para bajar subsidios no resultaba compatible con la idea de que sería posible bajar la inflación «fácilmente», como había dicho el propio Macri durante su campaña. Por el contrario, esta subió de 25 % en 2015 a 40 % en 2016.

Segundo, a los pocos meses de iniciado su mandato, el rechazo a la política económica podía observarse incluso en sectores que votaron a Cambiemos en el balotaje. La recesión se hizo sentir rápido y fue acompañada de una primera ronda de despidos en el sector público y privado. El rechazo generado por los tarifazos de luz y gas, que en el último caso llevarían a un fallo de la Corte Suprema que obligaría al gobierno a reformular los aumentos, y el costo político de vetar la llamada «ley antidespidos» votada por legisladores opositores marcaron un clímax de rechazo a la política oficial.

Después de fracasar con la promesa del «segundo semestre», el gobierno profundizaría la búsqueda de «brotes verdes» de crecimiento económico, que no se verían hasta muy entrado 2017, y solo como resultado de un fuerte empeño en la obra pública y en generar crédito para compensar la caída de ingresos que produjo el gobierno en su primer año, cuando los salarios perdieron casi 7 % de su poder adquisitivo.

La «modernización» es un sueño eterno

Macri y su gabinete plagado de CEOs hablaron desde el primer momento de la «modernización» en diversos ámbitos de la economía nacional. Lo «moderno» sería poner a la Argentina otra vez como el «mejor alumno» en la aplicación de las recetas de reformas neoliberales. Los objetivos estuvieron claros desde un primer momento: flexibilizar la legislación laboral y renegociar los convenios, imponer una contrarreforma jubilatoria, bajar impuestos a los empresarios y la riqueza personal de los estratos más altos, etc.

En muchos de estos terrenos, más allá de las afirmaciones de Cambiemos y de los empresarios, la «herencia» kirchnerista no era un mal punto de apoyo. Durante los mandatos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández se preservaron numerosos aspectos de las políticas noventistas aunque se las denostara en el discurso. Lo podemos ver en la reglamentación laboral, donde las leyes anteriores se sustituyeron por otras que mantenían el núcleo de la flexibilización. Incluso durante el período 2003-2015 el ministerio de Trabajo homologó numerosos convenios que extendieron y profundizaron la degradación de las condiciones de trabajo. Como plantea Agostina Constantino, en numerosos terrenos, como el régimen de inversiones extranjeras, tratados bilaterales de inversión, prórroga de jurisdicción, y un largo etcétera, durante los gobiernos kirchneristas quedaron en pie numerosas reglamentaciones de las décadas previas que favorecían el agravamiento de las condiciones de atraso y dependencia.

Pero Cambiemos prometió en sus inicios una nueva generación de «reformas estructurales». Y lo reconfirmó en octubre de 2017: tras lograr una victoria electoral más bien ajustada en los distritos donde el oficialismo nacional ponía sus mayores fichas, Macri anunció el ingreso en «una etapa de reformismo permanente».

Pero este ímpetu «reformista» quedaría sepultado hace casi un año, en diciembre de 2017, cuando se votó el nuevo esquema de ajuste de las jubilaciones y asignaciones que apuntaba a limitar el incremento de estos componentes en el gasto. Era apenas el preámbulo de la reforma al sistema previsional que Cambiemos viene diseñando, pero aun con sus objetivos limitados recibió un rechazo popular masivo. Después de obtener media sanción en la cámara de Senadores, el oficialismo fracasó en el primer intento de votar el proyecto en Diputados el 14 de diciembre; la sesión debió ser levantada en medio del fuerte enfrentamiento de sectores movilizados contra la ley y las fuerzas represivas. El 18D, el día que finalmente el gobierno logró la aprobación, lo hizo en medio de enfrentamientos callejeros aun más duros. Ese día se produjo una importante movilización a pesar del boicot de la burocracia sindical que impidió una acción mucho más masiva que fuera acompañada de un paro efectivo. Se trató de un triunfo pírrico, ya que debió archivar buena parte de las metas presentadas dos meses antes. El saldo del «reformismo permanente» era una nueva ley tributaria con amplios beneficios a empresas, una movilidad jubilatoria que perjudicó a los jubilados durante este año y lo seguirá haciendo a futuro, y un pacto fiscal que se convirtió en papel mojado durante la negociación de la ley de presupuesto de 2019.

En materia laboral, el gobierno solo tiene para mostrar lo que había logrado en la primera mitad de su mandato: la adenda al convenio de petroleros para la explotación no convencional en Vaca Muerta y en Chubut, que por primera vez incorporó objetivos explícitos de productividad y contribuyó a bajar muy fuerte lo que pagan las patronales del sector en concepto de salarios, y el establecimiento de cláusulas similares en energías renovables. En estos sectores los nuevos convenios, y la garantía de un precio mínimo subsidiada por el Estado, generaron en Vaca Muerta inversiones que escasean en el resto de la economía.

Con un gobierno concentrado, de acá hasta octubre del año próximo, en llevar a cabo el programa de ajuste, cumplir con los pagos de deuda y evitar una nueva corrida, esta agenda de reformas estructurales con las que el macrismo imaginó seducir a los inversores han quedado para un incierto segundo mandato.

Crédito denegado

Desde que en febrero de 2016 cerró el acuerdo con los buitres, el tesoro argentino realizó una emisión serial de deuda. El desendeudamiento, transformado en bandera de soberanía por el kirchnerismo al precio de una masiva entrega de dólares contantes y sonantes a los acreedores, había creado en 2015 condiciones ampliamente favorables para iniciar un nuevo ciclo de emisión de bonos. La deuda pública del Estado nacional en manos de privados representaba una baja proporción del PBI, de apenas 16 %, mientras que la deuda en dólares llegaba a 36 % del PBI. Esto, sumado a la sed de los operadores financieros globales por comerciar títulos que podían ofrecer rendimientos muy altos, creaba las condiciones para un festival de endeudamiento.

Macri emitió bonos por más de USD 100 mil millones, mayormente en los mercados internacionales, a lo que se suman desde junio los compromisos financieros con el FMI. Con esta medida, Macri buscó financiar una baja paulatina del déficit fiscal. También solventó la fuga de capitales, que suma USD 56 mil millones desde diciembre de 2015, lo que equivale a más del 10 % de lo que produce toda la economía nacional en un año.

Pero el festival de deuda se cortó en 2018. Un ligero deterioro en el panorama financiero internacional encontró al país entre los cinco mercados más vulnerables según Standard & Poor’s. Los mismos inversores que con furor se habían lanzado sobre activos argentinos, empezaron a desprenderse de ellos. Esto expuso crudamente el esquema explosivo de deuda pública y de los pasivos del BCRA. La corrida contra el peso derivó en una tormenta financiera que se extendió por cinco meses, hizo subir la cotización del dólar casi 120 % en un año, empujó al gobierno a recurrir al FMI y condujo a la economía a la segunda recesión desde que asumió Macri.

Hay tres explicaciones de cómo la administración de Cambiemos entró en el descalabro financiero. La primera, sintetizada en el «pasaron cosas» de Macri, apela al cambio de condiciones internacionales y a imponderables como la sequía. Es la versión macrista de «el mundo se nos vino encima» al que apelaba Cristina Fernández para dar cuenta de la declinación económica desde 2012 y la devaluación de 2014.

La segunda explicación para la crisis es la que ofrecen los críticos del gradualismo, que cuestionan que el gobierno no haya encarado un ajuste fiscal más drástico desde el comienzo. El déficit fiscal produjo la explosión de la deuda y la inflación, según esta línea de argumentación, y esto último generó un nuevo atraso cambiario como el que había cuando asumió Macri. Los «mercados» (entelequia para referirse a los bancos y fondos de inversión que concentran el comercio de los títulos de deuda y sus derivados) obligaron al gobierno a corregir el rumbo.

Por último, están quienes remiten la explicación de la crisis a la «recaída neoliberal», un «modelo» implementado por un Macri plagado de decisiones arbitrarias para producir una trasferencia en beneficio de los más ricos. Quienes sostienen esto pretenden que la crisis podría haberse evitado (o moderado sustancialmente al menos) con otra política económica menos centrada en el endeudamiento, y también que podría salirse de la crisis llevando adelante una otra política distinta a la profundización del ajuste que impulsa el gobierno bajo la estrecha supervisión del FMI, sin alterar los marcos de la economía capitalista dependiente argentina.

Estas tres explicaciones se apoyan en distintos elementos que explican en parte la situación actual, pero abordándolos de manera unilateral.

El ingreso en la crisis se aceleró por el efecto de las turbulencias internacionales y por la sequía, los factores en los que se apoya la explicación oficial. Pero estos factores agravaron las vulnerabilidades existentes, no las explican.

El planteo de que la crisis se habría evitado si el gobierno hubiera tenido un curso menos gradualista se basan la fuga de capitales, el aumento de importaciones y los intereses de la deuda,. La idea de que más ajuste fiscal habría evitado todos los males de la economía de Macri, no solamente pasa por alto las dificultades políticas que afrontó el gobierno en numerosas oportunidades, obligado a desacelerar con las reformas en carpeta; resulta desmentida por el hecho de que, de haberse producido este mayor avance, no habría aliviado el déficit externo y por lo tanto tampoco habría disminuido la necesidad de endeudamiento para financiarlo.

Reducir la crisis al sesgo neoliberal que Macri introdujo en la política económica tampoco resulta suficiente. El elenco de CEOs y economistas liberales que puebla el gabinete de Cambiemos le dio su impronta específica a la hoja de ruta de «normalización» de la economía, pero la necesidad de la misma para buscar recrear las condiciones de valorización del capitalismo en la Argentina, estaba definida ya por el deterioro de la economía durante los últimos años de Cristina Fernández y la demanda por parte del gran capital de avanzar en el ajuste y revertir muchas de las medidas económicas de los últimos años de los gobiernos kirchneristas. No es en ese sentido un «error» neoliberal, sino el resultado contradictorio que tienen de por sí las políticas de ajuste demandadas por los capitalistas, agravado por las condiciones internacionales adversas.

Los disparadores inmediatos de la crisis se inscriben dentro de tendencias más generales que desde 2012 frenan la economía. La caída de rentabilidad que muestran las empresas ya desde principios de esta década agravó la ya de por sí marcada «reticencia inversora» de los principales capitales que operan en el país. Y el agravamiento desde 2012 del déficit externo, mayor expresión de la dependencia que el kirchnerismo sostuvo sin cambios.

Entre las inconsistencias de los objetivos planteados inicialmente (devaluar, bajar el gasto, la inflación y el déficit externo en simultaneo y a la vez subir las tarifas), la necesidad buscar «brotes verdes» para contener el malestar creado por el ajuste, y las jornadas de diciembre de 2017, Macri no pudo avanzar a fondo con la «normalización» de las condiciones de negocios demandada por el empresariado. En ese contexto, cambió el viento en las finanzas globales desde principio de año y encontró a la Argentina otra vez como eslabón débil de una situación internacional que sigue acumulando riesgos.

Ajuste y default

Mauricio Macri encara el último año de su mandato bajo la amenaza latente de arrimarse nuevamente al descalabro externo y la cesación de pagos. La interminable corrida cambiaria iniciada en abril lo empujó a solicitar la asistencia del FMI y a acelerar el ritmo de ajuste fiscal para alcanzar «déficit cero» en 2019. Este es el objetivo para el déficit primario: el déficit financiero -por pagos de deuda- será de 3,2 % del PBI, a lo que hay que sumar 4 puntos de déficit cuasi fiscal contraído por el Banco Central como resultado de su política monetaria regreso del Fondo Monetario. O sea que, aún si el recorte fiscal permitiera lograr la meta primaria (algo que, como señalan la mayor parte de los analistas es de por sí difícil porque la recaudación caerá de la mano de la recesión) la cuenta del rojo que produce la política oficial es altísima.

El riesgo país que volvió a superar los 800 puntos básicos en la última semana muestra las dudas de los acreedores sobre la capacidad del gobierno para llevar adelante sus proyecciones.

Aunque el FMI desembolsará más de USD 50.000 millones entre 2018 y 2019, esto no alcanza para asegurar los dólares para que Macri llegue hasta el final de su mandato; depende para eso de la disposición de los especuladores de seguir renovando las letras de corto plazo del Tesoro. Algo que, a medida que nos acerquemos a 2020 (año en el que el FMI solo garantiza USD 6.000 millones), se irá haciendo cada vez más difícil. Por eso el gobierno no puede decir «lo peor ya pasó».

Por esta razón, el ajuste no asegura evitar el default, que podría ocurrir en 2020 pero incluso también en 2019. Y aun si lograra evitar este peor escenario antes de las elecciones, se despedirá de estos cuatro años con la economía en recesión, más pobreza, inflación, dejando una bomba explosiva y con el FMI comandando la economía como mínimo hasta 2021.

La bancarrota de la economía nacional y la dependencia del FMI convierten en una quimera la pretensión de que podrá renegociarse con el organismo presidido por Christine Lagarde para relajar las metas de austeridad, como promete Kicillof. Esto es prepararse para ser los gestores del «déficit cero», siguiendo el camino de Syriza en Grecia y Dilma Roussef en Brasil después de iniciar su segundo mandato en 2014.

El plan de guerra con que Macri y el FMI quieren enfrentar la crisis, produciendo un nuevo saqueo contra los trabajadores y el pueblo pobre, exige un plan de lucha para enfrentarlo que esté al altura del ataque. Tal como empiezan a mostrar hoy en Francia los chalecos amarillos, no está dicho de ningún modo que estos ataques puedan pasar si se los enfrenta. Es el primer paso para pelear por un programa para que la crisis la paguen los capitalistas, empezando por el no pago de la deuda, fraudulenta y usuaria, la ruptura con el FMI y el fin de las políticas de ajuste contra el pueblo trabajador, la nacionalización de la banca y el monopolio estatal del comercio exterior, expropiación de los grandes terratenientes e impuestos a las grandes fortunas.

Fuente: http://www.laizquierdadiario.com/Cambiemos-de-la-revolucion-de-la-alegria-al-gobierno-del-FMI

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.