Presentación Estamos ante una obra que despierta una fuerte emoción. Hablo en primera persona, desde mi historia, de lo que me provocó leer el presente libro de Luis Martínez Andrade. Este libro -escrito desde la pasión y desde una apuesta política de pensamiento-, despertó en mí un sentimiento que hace mucho no sentía al leer […]
Presentación
Estamos ante una obra que despierta una fuerte emoción. Hablo en primera persona, desde mi historia, de lo que me provocó leer el presente libro de Luis Martínez Andrade. Este libro -escrito desde la pasión y desde una apuesta política de pensamiento-, despertó en mí un sentimiento que hace mucho no sentía al leer una obra escrita. ¿Por qué? ¿Cuál es la razón? Por el argumento central, y de base, que recorre todo el libro: la furiosa crítica al eurocentrismo, al racionalismo conservador, y a cierta historia de las ideas en la filosofía de occidente como hegemonía: Europa y su pensamiento como una tiranía de las ideas, o para decirlo más claro, como ideología de opresión sobre la periferia que es Latinoamérica. Mientras avanzaba en la lectura de este libro no pude no recordar mis años de estudiante y mis clases con el profesor Enrique Dussel en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, hace ya algún tiempo, en el aula 005. Kant, Hegel, Marx, Nietzsche… mis ídolos, los pensadores que he estudiado y admirado, sí… pero ellos se olvidan (se olvidaron, o quizá no les importó) del asunto de América Latina. Se dedicaron a sistematizar, a metaforizar conceptualmente, otras cuestiones y otros temas. Todos estos «héroes filosóficos», que han sido punta de lanza en la historia de la filosofía, no reflexionaron nunca en la figura del indígena, por poner sólo un ejemplo, quizá porque no les correspondía o porque estuvieron más preocupados en abordar y escribir sobre otras figuras conceptuales, otras ideas que correspondían más bien a otro tipo de problematización cercana a sus posturas ideológicas o a su temperamento argumentativo. Ante esta perspectiva habría que buscar en otros autores, como hace Luis Martínez Andrade. Buscar en una metafísica de liberación, o mejor dicho, en una teología de la liberación. Llevar a cabo un nuevo puente entre filosofía y sociología, un nuevo tipo de reflexión que se ajuste al estudio de la «problemática» más reciente al respecto de la identidad latinoamericana. Llevar a cabo una literatura emancipadora, pues. La propuesta de Martínez Andrade también puede ser entendida como un arriesgarse -como un encontrar un proyecto contra-hegémonico e incluyente en autores como Frantz Fanon, Theodor W. Adorno, Ernst Bloch, Leonardo Boff, Frei Betto, Maurice Merleau-Ponty o, incluso, el creador de una poética profética-liberadora: el poeta latinoamericano Ernesto Cardenal; entre muchos otros autores geniales- hacia una potencialidad emancipadora. Justo esto es algo que sorprende (y enciende) del libro: la cantidad de autores, el entretejido de pensadores, filósofos, sociólogos y hombres de religión que a lo largo de toda la obra van apareciendo junto a sus respectivas propuestas de contestación a la hegemonía. Estamos aquí ante una muy rica estructuración textual, llena de energía, que permite una mirada otra de Latinoamérica.
Lo que sigue a continuación es una reseña «teórica» (si se me permite esta expresión académica), sobre el libro de Luis Martínez Andrade, Religión sin redención: contradicciones sociales y sueños despiertos en América Latina. No me dediqué a escribir una reseña general sino una reseña específica, particular, sobre lo que más me conmovió y fascinó de esta escritura radical.
En lo que sigue, me guía el entusiasmo.
1. Paradigmas civilizatorios
El capitalismo, la modernidad y la colonialidad son un mismo resultado, el producto de la misión civilizadora de la cultura europea. Este acontecimiento, esta misión civilizadora, fue iniciada por los imperios marítimos de España y Portugal. Estos países ampliaron sus dominios y su poder gracias al financiamiento de sus monarcas, posicionándose así como las primeras grandes potencias coloniales de América. Con el surgimiento de este enloquecido sueño de conquista, las «relaciones de dominación, diversos mecanismos de control y múltiples patrones de explotación a favor de los intereses de las élites» comenzaron a desplegarse por los, hasta ese momento, inexplorados territorios del planeta presentándose entrelazados de diversos modos y sirviendo de ideal, y de ejemplo a seguir, por otros países europeos menos poderosos pero con la misma voracidad y anhelo de poderío. Al mismo tiempo que se expandió este deseo de dominación y conquista, entre el siglo XVI y el siglo XVII, nos dice el autor, surge también la modernidad. Es a partir del «Tratado de Tordesillas» y con el acuerdo del reparto de las zonas conquistadas del nuevo mundo, situado en este mismo corte temporal, que los indígenas sometidos debían convertirse a la religión colonizadora: el cristianismo. El imperativo de esta «nueva religión» proveniente del viejo y duro corazón de Europa será en realidad la nueva imposición ideológica inscrita en los pueblos recién conquistados a fuerza de opresión y violencia. Se funda una civilización bajo pulsiones sádicas que tendrán como meta la crueldad sobre lo diferente. Éste es el inicio, el surgimiento del primer conflicto: una lucha de imaginarios que devendrá en una nueva identidad formadora de los pueblos del nuevo continente. Para Martínez Andrade, estos acontecimientos, estas microfísicas, siguen ordenando y estructurando los diversos discursos e ideologías que se concretizan en muchos de los modos de actuar (de hacer) y de pensar (de saber) en la población latinoamericana de hoy.
2. El surgimiento de la primera figura negada de la modernidad: el indígena
No será sino hasta el siglo XIX en donde las sociedades latinoamericanas sufrirían la influencia de otras potencias emergentes como Inglaterra, Alemania y Francia. Nuevos países imperiales infestados de una ferocidad reprimida y lista para ser descargada en la población de América. He aquí un segundo período de desangre en el cual se consolida, también, una nueva lógica atroz: la lógica del capital. Si en el siglo XVI los indígenas debían convertirse al cristianismo, nos dice Martínez Andrade, en el siglo XIX los habitantes -indígenas y mestizos-, tenían que convertirse en ciudadanos de las nuevas ciudades emergentes. ¿Qué tenía que hacer el indígena para convertirse en un «ciudadano normal» de la nueva ciudad? Tenía que someterse a las reglas industriales impuestas por el capitalismo, tenía que insertarse en la lógica de la mercancía. El indígena tenía debía transformarse en el ciudadano, dentro de una norma social (el hombre blanco, cristiano y civilizado, de la gran ciudad), que debía regirse bajo las reglas del capital. El indígena ya no podía seguir existiendo ni siendo tal como era hasta ese momento: su cuerpo y su alma tenían que sufrir una metamorfosis: el objetivo era ser semejante a aquél por el cual era detestado u odiado, el conquistador europeo. Tenía que adaptarse, por medio de duros métodos de disciplina y corrección, a un molde que no comprendía. El castigo ante el desacato era el fuego, el asesinato, la muerte. Si bien Luis Martínez Andrade está de acuerdo con Michel Foucault cuando este último sugiere que «la modernidad no debe pensarse como emancipación sino como otra forma de represión, ya que su modus operandi es la constante negación de una alteridad determinada», discrepa con él cuando éste afirma que la locura es el primer discurso negado de la modernidad. Para Foucault, en su Historia de la Locura en la Época Clásica, 1656 es un momento importante en el imaginario moderno pues no sólo es el año en el que se construye el hospital general de París sino que a partir de ahí «la locura se encuentra excluida y separada de la narrativa discursiva hegemónica.» Según Jacques Lacan -otro pensador francés, psicoanalista y filósofo, que atendió al llamado «almuerzo estructuralista»-, toda exclusión y separación violenta del discurso del Uno genera una alienación (y enajenación) contundente al goce del Otro. Es un pacto mortífero. Para Martínez Andrade, siguiendo la línea teórica construida por Enrique Dussel, no es el loco (ni la locura, como anormalidad) la primera figura negada por la modernidad, sino el indígena en 1492.
3. Racismo y capitalismo en América Latina
Desde el siglo XIX la misión colonizadora de los pueblos europeos se regirá no sólo por una moral cristiana, sino por una lógica industrial que estará constantemente impulsada por la idea de «progreso» y alimentada, sobretodo, por un racionalismo conservador, llegando así a su punto más alto de fabricación cruel en la ideología colonial. Desde ese entonces América Latina se convirtió en un territorio maltratado por la industrialización del capitalismo. «La lucha contra el capital es la lucha por la vida en todas sus manifestaciones. No claudicar, ni ceder en el campo político así como en el terreno teórico debe ser muestra de nuestra intolerancia ante dichas ideologías», nos dice Martínez Andrade. La lógica del capital, el sistema-mundo y la colonialidad del poder forman el saber y el hacer actual del logos hegemónico occidental que ha dado como resultado -como plus-de-jouissance-, todos aquellos imaginarios de la subjetividad moderna. El tiempo de la subjetividad moderna, en Latinoamérica, es un tiempo de negatividades dolientes y de cuerpos dóciles que viven en un territorio catastrófico, descentrado, periférico y marginal, pero sobretodo excluido del pensamiento europeo. Para Martínez Andrade, 1492 fue el momento fundacional en el imaginario colectivo de la subjetividad occidental moderna puesto que implicó no sólo el descubrimiento del otro sino la negación de ese otro recién alumbrado (más radical, linterneado), descubierto como aparición maldita: la negación de lo distinto. Hubo en el inicio un borramiento de toda una civilización… el origen se da como negación de lo diferente, como un rechazo que sólo hace semblante y simulacro de una aceptación humanista del otro, el indígena. He aquí la herida trágica, en el origen. Nace Latinoamérica como un gesto de repulsión por parte de Europa; como un golpe, como un desgarramiento que produce un gemido que aún se escucha y le da «sentido» a nuestro presente. El momento fundacional se da como un movimiento de exclusión, como un acto de violencia sobre la vida misma. Ante este panorama nuestro autor hace un señalamiento importante al reactivar la propuesta de un pensamiento-otro (pensé-autre), proveniente del crítico marroquí Abdelkebir Khatibi -continuador del proyecto teórico de Frantz Fanon- que implica, principalmente, una crítica y un descentramiento del logocentrismo occidental. Nos dice Martínez Andrade: «El pensamiento-otro tiene que ser plural, abierto a todas las culturas que tengan como horizonte la liberación política, social, y epistémica de la periferia.» Este pensamiento de liberación, de potencialidad emancipadora, es central en la propuesta textual de Luis Martínez Andrade.
4. El territorio del capital y el flujo semiótico de los mercados
El centro comercial es uno de los principales escenarios del siglo XX. El lugar del objeto como mercancía, y en medio de este vínculo, el sujeto ante la realidad. Si en el siglo XVI la colonización fue llevada a cabo por las potencias de España y Portugal, principalmente, y en el siglo XIX, por Inglaterra, Alemania y Francia; en el siglo XX, el lugar del imperio hegemónico corresponderá a los Estados Unidos. El centro comercial es lugar de culto al capital en este país, la periferia ha copiado este modelo. El centro comercial es un territorio cuya función principal es la de producir el discurso central de la narrativa hegemónica colonial. «El Centro Comercial es la catedral de nuestro tiempo, en el que desfilan lustrosas y brillantes mercancías», se menciona en el prólogo. Es la zona en donde resplandece el brillo mágico de los objetos del mercado. Pregunta: ¿qué es el capitalismo? Necesitamos responder pronto a esta cuestión pues en la obra de Martínez Andrade es a partir del siglo XIX que el capitalismo funciona justo como este discurso central de toda narrativa hegemónica colonizadora. El capitalismo es aquella idea, dominante y hegemónica, que produce el lazo social más importante de la modernidad y que cree que el mundo puede ser dominado plenamente por el capital. ¿Y qué es el capital? Entidad dinámica, elemento dinamizador del mercado, aquel flujo que logra activar el sistema social convirtiendo al sujeto en mercancía. ¿Cuál es la fórmula del capital? Una metonimia sin fin, dinero que se cambia por mercancía que a su vez se cambia por más dinero y que tarde o temprano volverá a ser mercancía: dinero, mercancía, dinero, mercancía… Es voraz, no tiene límite y absorbe al hombre. El hombre deja de ser hombre para convertirse en sujeto del capital. Es ésta la fórmula matriz de la riqueza moderna que deriva de la fórmula de la riqueza mercantil. ¿Qué es la mercancía? El objeto mercantil; el objeto «más importante» de los tiempos modernos: el objeto que le da posición e identidad al sujeto en cierta coordenada, discursiva e imaginaria, del mapa social. Para Marx este objeto tiene una doble presencia, una doble función: según su valor de uso y según su valor de cambio; el consumo y su intercambio, el movimiento del signo. Toda mercancía está constituida por una doble forma, tiene dos niveles de objetividad, dos modos de estar presente en la realidad. Por un lado, la mercancía existe como objeto y producto concreto que ha surgido gracias al proceso de un trabajo específico y que sólo adquiere valor a partir de su utilidad y su uso concreto, de su practicidad y su forma objetiva; por el otro, de esta utilidad que se le da a dicho objeto, surge otra cosa, surge la «expresión» de un valor, una idea, un pensamiento, un imaginario: una fantasmagoría. Un aspecto abstracto que es en realidad la presencia más real del objeto. Es la cantidad de energía que se manifiesta más allá de la materialidad de dicho objeto. Lo real abstracto más allá de la realidad concreta y objetiva de aquella «cosa» llamada «objeto». De esto está constituida toda mercancía. Esta es, para Marx, la característica principal de la modernidad: la doble presencia del objeto en la cual se aliena el sujeto. Lo real de la mercancía se da como un valor abstracto a partir de la fantasmagoría, el espectro afectivo que de ella emana. El objeto mercantil tiene, en su interior, un valor espectral que está configurado para desbordarse más allá de sus límites y sus fuerzas; cargada de «sutilezas metafísicas» y de «caprichos suprasensibles» en los cuales se pierde -se aliena- el sujeto, la mercancía, demarca un nuevo territorio y un nuevo tiempo en el mundo. A partir del siglo XIX el hombre queda atrapado y fascinado ante el objeto, fetichizado, subsumido a él; el sujeto sufre una metástasis: no dejará de estar plenamente afectado por una naturaleza artificial de la cual no logrará escapar jamás. El sujeto deviene objeto del mercado. El sujeto deviene objeto; el hombre, mercancía. El sujeto como una mercancía concebida a partir de criterios europeo-norteamericanos. Se concreta así la disminución ontológica del hombre. ¿En dónde, principalmente, sucede esto? ¿En qué región? En el centro comercial. Dispositivo, mecanismo de control. El territorio del mercado erigido por el capital es capaz de crearse él mismo como un sistema de signos, como un cosmos, como un Absoluto. «En los malls existe un proceso de disciplina y control social», escribe Martínez Andrade. En medio de las marcas, «se esconde un discurso de control y dominación occidental e imperial que propone un proceso civilizatorio como meta a llegar, en sentido corpóreo, ontológico y lingüístico.» No hay marcha atrás: el sujeto (que ha sido cosificado) no dejará de llevar una vida obediente al destino que le marcan las cosas desde su geografía específica que es el espacio del centro comercial. «El individuo es una estructura ideológica, una forma histórica correlativa de la forma/mercancía (valor de cambio) y de la forma/objeto (valor de uso). El individuo no es más que el sujeto pensado en términos de economía […] y que no es ya hoy ni propiamente mercancía, ni signo, sino indisociablemente los dos, y donde los dos se han abolido en tanto que determinaciones específicas, pero no en tanto que forma, este objeto es quizá simplemente el objeto, la forma/objeto, sobre la cual vienen a converger, en un modo complejo que describe la forma más general de la economía política, el valor de uso, el valor de cambio y el valor/signo», nos dice Jean Baudrillard en la Crítica de la economía política del signo. Se industrializa la vida y a partir de ese momento la sociedad no dejará de plasmar su identidad en los signos, en el torbellino de marcas que ella misma produce: necesidades, sueños, deseos, ideales que encontrarán un referente en los productos mercantiles que de ella emergen. Valores, códigos, respuestas, certezas, son parte de la estructura creada por el mercado que a su vez se sostiene por un aspecto abstracto. Para Martínez Andrade, en la lógica colonial impera la relación del sujeto con el territorio del centro comercial: cual tablero de espejos y paredes-vitrina, deviene la concretización de la ideología capitalista como una mercancía que le refleja su propia existencia como un pulso nervioso ante los veloces flujos semióticos del capital. En la Tesis 4, de sus 20 tesis de política, Enrique Dussel menciona que «el joven, bombardeado por la mediocracia, por la moda, por la totalidad del mundo cotidiano inmerso dentro del horizonte de una sociedad capitalista, que impone por el mercado sus ideales de ostentación, superficialidad, difícilmente puede superar las exigencias de aumentar su riqueza para poder comprar y mostrar esos signos caros (monetariamente) de diferencia […] Por el contrario, habrá que luchar para el nacimiento y crecimiento de una nueva generación de patriotas, de jóvenes que se decidan a reinventar la política, la otra política…» El siglo XXI exige gran creatividad. Hoy los centros comerciales representan lugares de colonización; son espacios simbólicos orientados a un consumo alienado, desmedido y voraz, y en los cuales el cuerpo juega un papel importante como un organismo-receptáculo de la ideología imperial. La lógica colonial impera y determina la interacción de los sujetos en estos espacios. El cuerpo real del sujeto se convierte aquí en un objeto simbólico de valor imaginario. «No basta el dinero», nos dice Martínez Andrade, «se requiere fundamentalmente la cercanía al modelo estético occidental.» Complicada (y perversa) rotación del signo. Los signos deben consumirse ellos también.
5. La corporeidad hegemónica produce corporalidades sufrientes
«El cuerpo es portador de procesos filogenéticos celulares específicos y de historias culturales.» Dentro del centro comercial existe un proceso de selección racial, de disciplina clasista y de control social que incide directamente sobre el cuerpo del sujeto. El capital somático, el capital corpóreo del sujeto, determinará su lugar específico en la periferia y, además, será fundamental para designar sus relaciones sociales y su vínculo con el otro. Corporeidad e identidad del ser, como representación del sujeto social. «En suma, entendemos por capital corpóreo: características fenotípicas y rasgos somáticos que determinan un lugar de enunciación en las relaciones sociales-culturales geopolíticamente específicas.» El capital corpóreo limita, distingue, clasifica, discrimina, excluye o potencializa. Martínez Andrade trabaja con algunos ejemplos concretos: para ser prestigioso en la periferia se requiere, además de pertenecer a un núcleo social con solvencia económica, un capital primero corpóreo y luego simbólico que refuerce y logre encajar la imagen en el estereotipo colonial hegemónico. Raza, color de piel y cuerpo son determinantes en las relaciones sociales de la periferia. Este argumento es central y digno de ser perseguido hasta sus últimas consecuencias. Nuestro autor trabaja con la idea de «corporeidad», según Theodor W. Adorno. «Analizar la corporeidad hegemónica en América Latina permite observar la interiorización de los cánones de belleza y las prescripciones de lo estéticamente válido en un contexto de colonialidad continua», nos dice Martínez Andrade. La corporeidad hegemónica es lo estéticamente válido para el sistema vigente; representa lo bello, atractivo y canónico del «ser», en oposición a lo que no es bello, a lo feo… ¿Qué será lo bello y atractivo en este contexto, el de la periferia? Lo más aproximado, en apariencia física, al canon del hombre blanco europeo. ¿Qué será lo grotesco y desagradable? Aquel cuerpo que más se asemeje en fisonomía a la figura «primitiva» del indígena. Aquí se encuentra el establecimiento y la reproducción de una asimetría de poder que produce otro modo de desigualdad social. Si estamos de acuerdo con Enrique Dussel se reproduce así una «corporalidad sufriente»: la de los excluidos y marginados. Líneas más adelante, siguiendo a Sigifredo Marín, escribe Martínez Andrade que «en la calle o la televisión se puede percibir la dictadura de una serie de cánones de belleza y estética corporales que estructuran (al tiempo que desestructuran) nuestra subjetividad.» Queda claro, después de leer el capítulo Corporeidad y socialización -que es un importante apunte sobre los aspectos sociales de la corporeidad-, que en el contexto colonial de la periferia, el capital corpóreo de los individuos blancos es superior al de los mestizos e indígenas. En este plano de «estratificación somática-racial» el hombre blanco encuentra un lugar de privilegio mientras que el indígena, en tanto cuerpo del otro, del diferente (primeramente como oprimido), es «la irrupción de una historia, de un pueblo.»
6. La pólvora del enano
El siglo XXI anuncia un estado de catástrofe. «Un significativo aumento de la pobreza y unos altísimos niveles de exclusión social que de manera radical ponen en cuestión nuestro paradigma civilizatorio […] La herida colonial sigue estando presente en el imaginario social latinoamericano y se expresa no sólo en la transferencia del valor hacia los países centrales sino en el racismo cotidiano.» ¿Cuál es la propuesta textual de Martínez Andrade ante este panorama? Confiar en la teología y en la filosofía crítica. Sí, encontrar la unión entre el núcleo subversivo de la religión y la potencialidad emancipadora de la filosofía crítica para llevar a cabo una lucha contra la parte más letal de la ideología capitalista, la cual «nos hace participes de la dinámica neurótica del sistema al tomar distancia y ser indiferentes a la violencia estructural.» Su propuesta -que es el capítulo final del libro-, se dirige hacia un proyecto emancipador y contra-hegemónico que pueda incluir a las víctimas de la modernidad «decodificando la paradigmática discursiva del sistema imperante.» La teología como una conceptualización epistémica, como un pensar teórico unido a la filosofía de la praxis, que logre realizar un proyecto político emancipatorio y que implique la convergencia de los grupos que han estado en el exterioridad de la totalidad. «La historia es lucha y movimiento», nos dice nuestro autor a unas cuantas líneas antes de finalizar el libro, «no hay nada establecido y el cambio histórico será resultado de la relación de fuerzas.» Se trata de proclamar, de combatir, de llevar a cabo una rebelión de los pueblos oprimidos y excluidos de la periferia. Se trata, además, de una nueva articulación de movimientos sociales detrás de las barricadas, de una nueva relación de fuerzas, de nuevas estrategias políticas, radicales, como el Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra (MST) en Brasil o como la lucha contra la minería que actualmente acontece en España, o el Movimiento Mesoamericano contra el Modelo extractivo minero en Perú y en México… o en la selva, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN)… Transformar los postulados de la Revolución burguesa europea de «¡Igualdad, Fraternidad, Libertad!», por el postulado: «¡Alteridad, Solidaridad, Liberación!» Por tanto, con ayuda del enano -y su pólvora- podremos lograr la emancipación humana, implantar el verdadero estado de excepción que será, finalmente, no un sino divino, sino una cooperación entre Dios y los seres humanos…
Fuente: http://circulodepoesia.com/