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Reseña del libro "Cómo ser feminista y no morir en el intento" de la profesora Alicia Martínez Ea

Cómo ser machista y disfrutarlo

Fuentes: Rebelión

1. Según decía Rafael Sánchez Ferlosio «a veces una clasificación, siempre que se caractericen cumplidamente las diferencias específicas, es ya un paso de la reflexión»1. Eso parece ser, en efecto, la que propone la profesora Alicia Martínez Ea en su libro Cómo ser feminista y no morir en el intento (Barcelona, Ed. Pink Pilot Project, […]

1.

Según decía Rafael Sánchez Ferlosio «a veces una clasificación, siempre que se caractericen cumplidamente las diferencias específicas, es ya un paso de la reflexión»1. Eso parece ser, en efecto, la que propone la profesora Alicia Martínez Ea en su libro Cómo ser feminista y no morir en el intento (Barcelona, Ed. Pink Pilot Project, 2006) respecto de las distintas actitudes que aparecen muy a menudo retratadas con el excesivamente vago término de «machistas».

Así, en primer lugar, la profesora Martínez trata distinguir allí, entre el «machismo» propiamente dicho y la «misoginia», para identificar esta última con una actitud no ya dominante o despectiva respecto de las mujeres, sino de un específico resentimiento. Se trataría, en efecto, de aquel conocido mecanismo según el cual se lleva a cabo la imputación enteramente imaginaria de una responsabilidad a alguien que está sólo pasivamente concernido por una acción. Algo así es lo que hace el ladrón que culpabiliza a aquellos a quienes roba del estado de necesidad que le ha llevado a delinquir, o el amante no correspondido que acusa a la persona amada de su intento de suicidio -como si hubiese podido existir, en algún momento, alguna obligación de algún tipo por parte de ésta de ceder a sus deseos para evitar esas terribles y desproporcionadas consecuencias, y como si el no haberlo hecho fuese una prueba de su maldad-. No es difícil encontrar, en el ámbito de las relaciones entre los géneros, este tipo de actitudes en las de, por ejemplo, los varones que responsabilizan de lo que consideran una tragedia o un fracaso personal o social a su pareja o a quien querrían que lo hubiese sido o a quien ha dejado de querer serlo (real o idealmente), y las consecuencias pueden leerse periódicamente en las páginas de sucesos de los periódicos. Sin embargo, lo que resulta particularmente significativo -como señala Martínez Ea- es el hecho de comprobar, una y otra vez, hasta qué punto se recurre en estos casos, para vehicular ese tipo de actitud resentida, a -como no podía ser de otra manera- diversos arquetipos de profundas, extensas y peludas raíces míticas.

Así, aunque los numerosos ejemplos de entrevistas, declaraciones e informes que recoge la profesora Martínez barren todo el mapa ideológico, pueden verse claramente las mismas constantes adaptándose, en cada caso, a las peculiaridades locales sin tener para ello nada más que ponerse un alzacuellos o una chaqueta de pana. Entre estos testimonios resulta llamativo, por ejemplo, el de un joven estudiante de humanidades que explica cómo a raíz del rechazo sufrido en una reciente relación sentimental había comprobando que, verdaderamente: «en las mujeres la señal del pecado original era más profunda que en los varones» o, en el otro extremo del espectro misógino, el de un maduro profesor de ciencias de ideología libertaria que sospecha -como el Mr. Ramsay de la novela de Virginia Woolf Al faro– que quizás su carrera intelectual hubiera llegado más lejos de no haber sido por que «sus mujeres» -¿Mrs. Ramsays?- la había convertido en algo demasiado cómodo, demasiado ligero y demasiado feliz. En efecto, un resentimiento como el de Mr. Ramsay, que no llegaba nunca a manifestarse en actitudes o declaraciones explícitas, y en ese plano era perfectamente compatible con las mayores muestras de consideración, salía, gracias a la capacidad literaria de Woolf, a la luz desde los estratos más profundos de la división mítico-sexual del espacio, el tiempo, el movimiento y la palabra, de una manera tan reconocible como las plumas en la cabeza y la estaca en la mano.

En este caso, la «profunda señal del pecado original» adopta en el discurso de lo que Kate Miller denominaba la «izquierda freudiana», la forma de una simpleza y superficialidad desoladoras, o de unos comportamientos astutos y calculadores, o de unas tendencias histéricas o de cualquier otra cosa que será, en todo caso, causa de los mayores estragos en el ethos de los sujetos enunciantes y en sus ansias libertarias, fraternales e igualitarias eternamente frustradas por las traiciones o las mezquindades del «Ellas» -que es el auténtico nombre del tercero de los elementos de la tópica (nunca mejor dicha) en cuestión-.

En fin. El caso es que si bien el mecanismo del resentimiento y las múltiples y variadas formas que puede adoptar, son demasiado conocidas para cualquiera (lamentablemente, en muchos casos, por experiencia propia) para que sea necesario insistir más en ello, lo que resulta especialmente interesante en el análisis de Martínez es la capacidad de esa forma particular suya genéricamente marcada, de actuar como «diferencia específica» respecto de esa actitud característica que podríamos identificar, según su propuesta, con algo a lo que podríamos llamar la misoginia.

2.

Sin embargo, a continuación, la profesora Martínez intenta ir estableciendo otras distinciones también muy interesantes -de menor intensión y mayor extensión- dentro del término machista, como lo es, por ejemplo, la de aquello a lo que denomina el «machismo militante«. Se trataría en este caso de aquel que se constituye, propiamente, dentro de las fratrías viriles donde funciona como un potente factor de identificación-exclusión, pero que puede ser, después, profundamente asimilado e interiorizado a título individual por sus distintos miembros hasta llegar a constituir un elemento esencial de su identidad y reconocimiento -e incluso el único que permanece a salvo cuando todas las demás cosas importantes de la vida (estatus familiar, ideología política, trabajo, equipo de fútbol) falla-.

El machista militante puede, obviamente, acabar derivando en misógino, pero lo que le caracteriza como tal no es tanto el resentimiento hacia las representantes del otro género, cuanto la dependencia respecto de los otros varones y de la estimación de éstos. Se trata, no obstante, de una estimación que, muy a menudo, se alcanza, por ejemplo, a través de una pública y manifiesta ostentación de desprecio de la feminidad que hace las veces de rito iniciático y que, en casos no tan infrecuentes como pudiera parecer, implica -a juzgar por los propios testimonios recogidos por Martínez- un sometimiento bastante violento de los propios sentimientos al respecto, un sometimiento que ha de ser llevado a cabo, no obstante, a la manera de sacrificio ritual, para ser aceptado por el grupo. Este tipo de dinámica podría encontrarse prácticamente intacta e igual a sí misma desde la preadolescencia hasta el geriátrico, funcionando en todos aquellos lugares en los que puede observarse una fratría viril en activo, y aunque el análisis de la profesora Martínez expone numerosos ejemplos extremos y cercanos a la patología como la tuna o el futbolismo, llama también la atención, por ejemplo, el relato de un experimentado sindicalista que cuenta de qué manera al tratar de integrarse en alguna de estas comunidades obreras sólidamente cohesionadas en las que se introducía, no tenía más remedio que empezar «diciendo un par de burradas» para que «le dejaran en paz», y sólo después podía ya intentar ganarse su confianza. Un funcionario de un pequeño ayuntamiento relataba, por el contrario, cómo había acabado descubriendo con sorpresa que era considerado gay por todos sus compañeros y compañeras de trabajo por no haber secundado comentarios sexistas en presencia de dos guardias municipales.

La vigencia y actualidad de estas señas de identificación se pone frecuentemente de manifiesto, por ejemplo, en el hecho de que allí donde no queda ya nada más a lo que apelar para descalificar al contrario, se recurre muy a menudo a este tipo de substrato ideológico buscando algún lugar en el que poder dar a alguien «donde más le duela». Según informaba el periódico El Mundo (24-03-06, p. 30) en las primeras frases de un artículo relativo a los últimos disturbios ocurridos en París por el pseudo-contrato juvenil: «El rastro de las manifestaciones se reconoce gracias al olor de los gases lacrimógenos, al jaleo de las sirenas y al rastro de las pintadas. Unos insultan a la madre de Villepin. Otras cuestionan la virilidad de Sarkozy, aunque el ministro del Interior tiene el privilegio de vengar las afrentas con el recurso de los fornidos antidisturbios». Las mismas pintadas contra el mismo ministro francés habrían contenido hace sólo unos años acusaciones como las de «enemigo de la clase obrera» o «siervo del capital», y hace unos siglos las de «enemigo del pueblo» o, más atrás, «hereje», «infiel» o «perro blasfemo». En la actualidad, por el contrario, no basta con acusar a un teniente general de «fascista», sino que es necesario -como hacía recientemente un periodista catalán- cuestionar la virtud de su madre para lograr causar alguna ofensa, pero para lograr ofender no a su madre, ¡sino al teniente general! Por que las madres -como ocurre con el resto de las mujeres para los machistas militantes- son, propiamente, signos del prestigio de los varones con los que estos se comunican entre sí, y no es posible ofender a un fonema.

Ciertamente, es éste el caso más conocido y reconocible de machismo, pero no por ello deja de llamar la atención la capacidad identitaria del mismo que supera la de la raza, la clase social, y hasta la filiación futbolística, tendiendo sobre ellas una suave ala bajo la cual todos los hombres (varones) vuelven a ser hermanos. Así, en efecto, en relación con las diferencias raciales, otro de los sujetos entrevistados por Martínez hacía, al ser interrogado acerca de su grado de colaboración en las tareas domésticas, gran ostentación de ser, a ese respecto, «moro y carpetovetónico» -a pesar de tratarse de un individuo que demostraba ser bastante xenófobo-. En el caso del sujeto anterior, por ejemplo, la profesora Martínez relata cómo el resto de varones de menor edad presentes -en calidad de compañeros de trabajo suyos en una empresa de alta tecnología- y que habían previamente confesado que ellos «no tenían más remedio» que «ayudar» a sus mujeres en esas tareas, experimentaban una visible compulsión a reforzar no obstante su pertenencia a la fratría reconociendo, a la vez, la autoridad del macho dominante -el «carpetovetónico» en cuestión, en este caso- con lo que la profesora Martínez denomina allí «gruñidos aprobatorios» y «agitación de ramas»: síntomas reconocibles de una potencia viril reprimida que pueden observarse también cuando son proferidas este tipo de afirmaciones militantes sin que puedan ser abiertamente consensuadas por los varones presentes debido a, por ejemplo, la presencia de sus parejas, teniéndose que limitar estos a intercambiar guiños, muecas y risas sofocadas.

Por último, y en lo que se refiere a la filiación futbolística, la profesora Martínez señalaba el caso de un famoso periódico deportivo de tirada nacional que mientras que adaptaba todas sus páginas a los intereses locales (destacando en la portada y páginas interiores las gestas de los equipos de la región) mantenía como comunes para todas sus ediciones las páginas finales en las que siempre figuraba la imagen de una mujer ligera de ropa -es decir el, llamado en la jerga periodística: «gancho»-.

Así, si en el caso de la misoginia es una profunda y arraigada creencia mítica la que la sustenta, en el caso del machismo militante es un no menos profundo sentimiento identitario de carácter ideológico surgido de la que es, quizás -como hacía ver con toda claridad el sociólogo Pierre Bourdieu en su ensayo La dominación masculina– la primera y la más antigua de todas las divisiones del campo social: la división sexual del trabajo. Ésta marca unas fronteras genéricas en las actividades humanas que son inmediatamente reinterpretadas en términos jerárquicos y que, hoy en día, pueden encontrarse totalmente calcadas en la división sexual del ocio tal y como aparece reflejada en la nítida escisión entre el terreno varonil e hipervalorizado de la información futbolística y el terreno femenino y continuamente vilipendiado de la prensa del corazón, ambos cuasi imposibles de distinguir tanto en contenido como en (cada vez más) forma, pero extremadamente diferenciados en lo que respecta a su adscripción sexual y a su valoración social (recordemos que el fútbol fue, en su momento considerado como «interés nacional», mientras que lo que sistemáticamente se identifica con la telebasura son, únicamente, los programas de prensa rosa).

Los jóvenes guerreros, los jóvenes obreros y los jóvenes ejecutivos de las modernas empresas tecnológicas pueden seguir, de esta manera, repitiendo en esos lugares reservados para ellos esencialmente los mismos ritos, bailando alrededor de las mismas hogueras y velando las mismas armas que sus antepasados, y así, cuando golpean ruidosamente sus pechos pueden sentir cómo se hermanan con sus nobles ancestros prehomínidos.

3.

Y es que es ahí, en efecto, donde comienza justamente el campo de la tercera de las divisiones que menciona la profesora Martínez Ea en su libro: la del machismo coyuntural o estructural. Se trata, en este caso, de un tipo de actitudes machistas -quizás, las más interesantes- mucho más difícilmente reconocibles como tales y, precisamente por eso, mucho más frecuentes, discretas y socialmente aceptadas. Éstas son las que se encuentran tras la asunción acrítica de roles y criterios de juicio procedentes de la naturalización del patriarcado, de la conversión de una forma de organización social enteramente arbitraria, en la naturaleza misma de las cosas, en algo cuyo puro ser, y cuyo incuestionable llevar siendo así -además- de toda la vida, confirma constantemente ante nuestros ojos algo tan obvio como el que ello es así.

Sin embargo, si hay algo que caracteriza a la racionalidad, al menos de la Ilustración (griega) para acá, es la clara conciencia acerca del hecho de que por más que puedan enunciarse cualesquiera relaciones causales como explicaciones de un cierto estado de cosas, es obvio que éste podrá seguirse considerando siempre como enteramente arbitrario en la medida en que no haya sido el fruto de una decisión tomada por alguien o de una ley establecida por una comunidad política. Así, nadie negará, por ejemplo, que es el caso que los cuerpos caen; tampoco se negará el hecho de que eso ha sido así, muy probablemente, de toda la vida. Pero no por ello deja de ser una arbitrariedad el que alguien se caiga de la torre de Pisa y se rompa tres costillas -por necesaria que siga considerándose a la ley de la gravitación-. En cambio, lo que no lo es -lo que no tiene nada de arbitrario- es el que alguien empuje a otra persona y ésta se caiga de la torre de Pisa y se rompa tres costillas, ni tampoco el que se intenten poner los medios técnicos necesarios (una barandilla, por ejemplo) para que las personas no corran el riesgo de romperse las costillas cayéndose de una torre, o el que se dicte una ley que prohíba el que se las rompan arrojándolas de un empujón de ella.

Este tipo de diferencia entre lo que es arbitrario y lo que no lo es, es la que, a menudo, se pretende cubrir con el recurso a la Naturaleza, considerada como el paradigma de lo necesario, apelando a su autoridad para considerar como consecuencia de sus leyes (ciertamente necesarias) cuestiones que -como el hecho de caerse de una torre o de un andamio cuando no se han puesto los medios para impedirlo, o el de darle a alguien un empujón- no tienen en absoluto la forma de sucesos naturales, sino de obras humanas, de arbitrariedades que, por consagradas que se encuentren, siguen siendo (afortunadamente) revocables, reformables o reafirmables según nos parezca a las sujetas y sujetos políticos que hoy tenemos que pronunciarnos respecto de ellas y aguantarlas. En el caso de las diferencias de género, la autoridad de la naturaleza que tan fácilmente parecía poder afirmarse antes señalando a la visible inferioridad histórica o fisiológica de las mujeres (léanse las ilustrativas citas extraídas por Martínez de la obra del best-seller de Paul Moebius -prestigioso médico y fisiólogo tan admirado por Freud- La debilidad mental de las mujeres) trata de refugiarse hoy en capas más profundas y más difícilmente contrastables del pensamiento científico como son la genética o la psicología. Éstas han llegado a jugar, en este caso, el papel del mito o de la ideología identitaria.

Lo que se consigue con ellas es, por tanto, algo así como correr ante la diferencia que hay entre el hecho y el derecho -entre el terreno de las causas y efectos, y el terreno de las normas y las leyes- lo que el filósofo Heidegger denominaría «un es-túpido velo»: esa especie de burka con que se intenta, a menudo, quitar de nuestra vista todo aquello que nos amenaza demasiado con su injusticia y su inexplicabilidad y que precisamente por eso, por lo mucho que se parece en eso a la Naturaleza misma (que es de todo menos justa y fácil de explicar), intentamos identificar con ella, para poder rendirnos así a su implacable necesidad, liberándonos del trabajo de intentar desvelar qué hay de arbitrariamente admitido por nosotros y nosotras mismas en todo ello.

Así, igual que, antiguamente, se decía que -al menos en este mundo imperfecto de la generación y la corrupción- el fuego se elevaba y las piedras caían «por naturaleza» (o porque se dirigían, cada uno, a «su lugar natural»), hoy sigue asumiéndose con igual llaneza, por ejemplo el hecho de que las mujeres (tanto más cuando han pasado por ciertos estados de gravidez asociados a la generación de descendencia) acaben cayendo más o menos cerca del fuego del hogar mientras que los varones continúan elevándose hacia las cristalinas esferas o los acristalados rascacielos del éxito profesional, como si fueran piedras lanzadas por una catapulta; o bien se ven obligados a realizar los mayores sacrificios y admitir las peores corrupciones para sacar a «sus» familias adelante.

Como todo el mundo sabe un análisis como el llevado a cabo por la mecánica newtoniana -sin ir más lejos- conseguiría hacernos ver, de pronto, a todos y todas, a aquellos «movimientos naturales» como «movimientos violentos» detrás de los cuales podían identificarse ciertas «fuerzas» cuya indudable efectividad tanto en el plano real como en el imaginario contrastan con su propio carácter no perteneciente ni a uno ni a otro. En efecto nadie puede coger una fuerza de un newton por el mango y aplicársela a la resistencia ofrecida por un clavo, sino que, normalmente agarra un martillo real, contrae los músculos reales de su brazo y le golpea en la cabeza para hacer el trabajo de hundirlo en la pared. Pero tampoco nadie (sensato) dirá por ello que la fuerza de la gravedad o que la inercia son cosas puramente imaginarias (como las hadas, las armas de destrucción masiva iraquíes y los enanitos del bosque), y que sólo son eso que son y hacen eso que hacen por que Sir Isaac Newton se las inventó así.

De igual manera, los machistas coyunturales nos sorprendemos, a menudo, identificando -normalmente, cuando alguien nos lo señala- como clara y distintamente perteneciente al ámbito del prejuicio o la práctica machista un comportamiento o una consideración asumida hasta entonces como natural o incluso, a veces, como igualitaria. Uno de los entrevistados por Martínez confesaba, por ejemplo, lo que le había chocado darse cuenta de su interiorizada tendencia a abrazar a las mujeres y su repulsión a verse abrazado por ellas, o cómo nunca se había cuestionado por qué motivo apretaba fuertemente la mano a los varones mientras que sólo rozaba a penas la mejilla de las mujeres que le presentaban, movimientos todos ellos acerca de los cuales no podía dar otra explicación que su naturalidad -como si ciertas fuerzas magnéticas de atracción o repulsión a distancia se le estuvieran imponiendo-, ni otra justificación que la irrelevancia de cualquier crítica al respecto dada la banalidad de ese tipo de cuestiones.

No se trata, obviamente, de que haya nada de malo en abrazar a alguien, o incluso en saludar o comportarse de manera distinta y sexualmente diferenciada con unos individuos u otros, ni de que vaya a haber que poner en marcha alguna forma de puritanismo republicano para reformar las costumbres y poner a salvo la salud pública a partir de una politización de la privacidad, sino que la cuestión está en sacar a la luz la manifiesta incapacidad que a menudo puede constatarse allí con menos resistencia que en otras partes, para reconocer que todo ello no se basa sino en la más pura y dura arbitrariedad.

La profesora Martínez presenta así numerosos casos de este tipo de actitudes entre individuos que participando sólo exteriormente del machismo militante, o incluso manteniendo con respecto a él una actitud de claro distanciamiento, reconocen haberse visto, no obstante, a sí mismos, en el momento en que han comenzado a reparar en este tipo de cuestiones (en el momento, por ejemplo, en el que alguien ha puesto un palo en la rueda de su galopante machismo coyuntural), comportándose de un modo acríticamente machista en lugares como las relaciones amistosas o de pareja, o en las relaciones laborales; en situaciones, además, en las que creían estar actuando de lo más desprejuiciadamente.

4.

Ciertamente, las reacciones ante este tipo de descubrimientos pueden ser de realineamiento con el machismo militante o de encallecimiento de la misoginia, pero no es imposible el que estos episodios puedan llegar a ser capaces de precipitar a alguien hacia el siguiente estadio de la clasificación de la profesora Martínez: la «conciencia de género«, una especie de análogo de lo que fue la «conciencia de clase» cuando pudo, alguna vez, comenzar a haber tal cosa.

La conciencia de género es tan incapaz de acabar por sí sola no ya con el machismo o la dominación patriarcal en cuanto tal, sino con el mero machismo coyuntural, como lo es la simple conciencia de clase para acabar con las diferencias y sujeciones propias de la clase social; pero en ambos casos esa toma de conciencia puede abrir paso a la posibilidad de adopción de una posición política respecto de esta cuestión rompiendo su asunción acrítica y haciendo salir a la luz su carácter arbitrario y, por tanto, técnica y políticamente abordable. Esta adopción queda, en cambio, enteramente bloqueada por una deshistorización y naturalización de las estructuras de dominación como las que llevan a cabo el neoliberalismo en todas sus formas respecto de las desigualdades de clase o el neolibertarismo en todas las suyas respecto de las diferencias de género.

La tan trasnochada noción de emancipación podría invocarse aquí siquiera a nivel de autoayuda, en el sentido de que esta toma de conciencia puede llegar a conllevar -a juzgar por las informaciones aportadas por Martínez Ea- un importante sentimiento de alivio, de liberación respecto de -como cualquier otra emancipación- la naturaleza misma. Descubrir que sentimientos, actitudes u obligaciones que se consideraban naturales son el resultado de una arbitrariedad, por más que no nos libre inmediatamente de ellas nos hace ser más humanos, en la medida, al menos, en que concibamos la humanidad como algo distinto de la mecanicidad y de la animalidad. Y el caso es que -a juicio, al menos, de la profesora Martínez- eso es algo que también puede aprender a disfrutarse -no necesariamente, en términos sado-masoquistas-. Para un varón, descubrir que no tendrá que pasarse la mitad de su vida diciendo tacos ante una pantalla de televisor a menos que le dé la gana hacerlo puede llegar a suponer una revelación tan extática como las de Santa Teresa de Jesús, y puede llegar a abrir ante él todo un profundo y trascendente universo de posibilidades enteramente desconocidas con sólo apretar el botón de off.

Pero al margen de las posibles compensaciones psicológicas o vitales que podrían obtenerse a cambio de la renuncia a prácticas rituales quizás muy queridas para nosotros como las de intercambiar groserías con los amigotes y entonar cantos ceremoniales de diferenciación, lo verdaderamente relevante es la obligación que para cualquier persona responsable y para cualquier ciudadano o ciudadana conlleva esa conciencia (se adquiera como se adquiera y se lleve como se lleve) de enfrentarse a las desigualdades de género como a un problema político (y no como un problema biológico, psicológico o cultural). Es esto lo que la profesora Martínez identifica con el feminismo -de acuerdo con lo que ha sido la tradición de este movimiento político desde sus inicios hasta hoy-. Este no constituye, por tanto -como repetidamente ha señalado la profesora María de los Llanos Fernández Estrada- el otro extremo de una falsa y a menudo malintencionada simetría entre machismo y feminismo dentro de la cual habrían de poder identificarse otros tantos estadios de progresiva radicalización y extremismo en el ámbito de este último, y justamente en la dirección contraria del machismo hasta culminar en algún tipo de «androginia» que sería la actitud propia de ciertas feministas radicales cuya actual victimización y revanchismo no serían sino el resultado de la represión de una tendencias enteramente análogas y opuestas a las de los actuales varones dominantes, algo así como un estatuto de potenciales maltratadoras reprimidas, por que al fin y al cabo -y eso es algo en lo que quizás estarían de acuerdo Sigmund Freud y Carl Schmitt- eso es lo que todos y todas somos.

Lo opuesto al machismo no sería, ciertamente, el feminismo, sino -como afirma la profesora Fernández- algo a lo que habría que denominar, en todo caso «hembrismo» y que sería quizás aquello que podría oscilar desde el hembrismo coyuntural -ese conjunto de extrañamente sistemáticas valoraciones implícitas acríticamente asumidas en las que se encarna una actitud de naturalizada desigualdad y evidente menosprecio hacia los varones- hasta la androginia pasando, naturalmente, por el hembrismo militante -la actitud característica de las fratrías femeninas que refuerzan su cohesión grupal a través de la común experimentación de la dominación del varón tal y como ésta puede ostentarse simbólica o realmente en ejercicios como aquellos que van desde el intercambio de bromas hembristas o el consumo comunitario de espectáculos pornográficos en los que aparecen varones sometiéndose gustosos a cualesquiera deseos expresados por las mujeres protagonistas, a los maltratos o las violaciones colectivas de varones y los varonicidios-. La diferencia está, obviamente, en que el hembrismo es una mera fantasía, un puro lugar vacío en una estructura simétrica abstracta dentro de la cual se pretende defender el machismo coyuntural y hasta el machismo militante como el punto medio entre dos extremos, pero entre dos extremos uno de los cuales es meramente posible, enteramente hipotético y otro de los cuales es, en cambio, entera, verdadera y eficazmente real.

Lo que realmente existe (como puede comprobarse en el artículo de la profesora María Vanessa Ripio también citado en el libro de Martínez Ea) son otras tantas clases complementarias de machismo estrictamente coincidentes con la clasificación de la profesora Martínez Ea, pero específicamente ejercidas, en este caso por las mujeres, con la única diferencia de que, allí, y al contrario de lo que ocurre con los varones, las mujeres, por más que asuman y hasta militen en la defensa de un orden patriarcal, no puede considerarse que tengan la misma responsabilidad en su mantenimiento que aquellos que más se benefician de él y que tienen en sus manos la posibilidad de oponérsele con mucha mayor eficacia y mucho menor coste. Culpar al dominado de su propia dominación y acusarle de ella tras haberle obligado a convertirse en cómplice es, justamente, la lógica que se aplica en las dictaduras, los campos de exterminio y las conductas misóginas.