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Reseña: “El álgebra de la justicia infinita”, de Arundhati Roy

Conocer para globalizar la resistencia

Fuentes: Rebelión

No he leído la exitosa novela de Arundhati Roy, El dios de las pequeñas cosas, publicada en 1997. Pero sólo por sus ensayos, y en especial los recopilados en esta obra, creo haber descubierto a una de esas escritoras, más que magníficas, necesarias. Sus textos aúnan desde la calidad de una buen pluma hasta el […]

No he leído la exitosa novela de Arundhati Roy, El dios de las pequeñas cosas, publicada en 1997. Pero sólo por sus ensayos, y en especial los recopilados en esta obra, creo haber descubierto a una de esas escritoras, más que magníficas, necesarias. Sus textos aúnan desde la calidad de una buen pluma hasta el rigor, la seriedad y los datos necesarios para convertir en clamorosamente contundentes sus razonamientos. «El álgebra de la justicia infinita», editado el pasado año pero escrito en el 2001, agrupa cinco ensayos esclarecedores sobre el mundo actual.

El primero de ellos da título al libro y se inspira en la resaca del 11-S. «Los abrelatas, las navajas y una fría cólera serán las armas con las que se librarán las guerras del nuevo siglo. La cólera es el arma fundamental. Se filtra por los controles aduaneros y pasa totalmente inadvertida. Nunca aparece en los registros de equipajes». Ese es el triste futuro que se nos avecina, según Roy. Las razones también están claras: «Sólo hay un triste conocimiento que proviene de ser consciente de que quien siembra vientos, recoge tempestades. Los estadounidenses deberían comprender que no son ellos, sino la política de sus sucesivos gobiernos, la causa de tanto odio».

Hasta el título del texto es más elocuente de lo que a simple vista parece: «la tendenciosa distinción entre civilización y salvajismo, entre la matanza de gente inocente, o si lo prefieren, el choque de civilizaciones, y los daños colaterales. A la sofisticada y fastidiosa álgebra de la justicia infinita. ¿Cuántos muertos iraquíes más hacen falta para que el mundo se convierta en un lugar mejor? ¿Cuántos afganos por cada estadounidense muerto? ¿Cuántos niños por cada adulto muerto? ¿Cuántos muyahidín por cada banquero de inversiones muerto?».

Y es que para la autora los paralelismos entre Ben Laden y George Bush son demasiados: «Ahora Bush y Ben Laden han empezado, incluso, a prestarse su propia retórica. Cada uno de ellos se refiere al otro como la cabeza de la serpiente. Ambos invocan a Dios y emplean la desgastada y milenaria moneda del Bien y del Mal como término de referencia recíproca. Ambos están involucrados en crímenes políticos inequívocos. Ambos están peligrosamente armados, uno con un arsenal nuclear de una repulsiva capacidad de destrucción y el otro con el poder incandescente y también destructivo de la más absoluta desesperanza».

En el siguiente texto, «La guerra es paz», escrito en octubre del 2001, se analiza la guerra contra Afganistán. Afirma que «se cargaron en un instante, sin la menor consideración, siglos de jurisprudencia». Quizás Arundhati Roy no imaginaba que menos de un año después, contra Iraq, EEUU y sus vasallos convertirían en polvo la legislación internacional, las Naciones Unidas, la Convención de Ginebra y cualquier otro conato de regulación de las relaciones internacionales y el derecho humanitario. «Primero echan mano de las banderas para embotar la mente del pueblo e impedirle que piense, y luego las usan como mortajas para enterrar a los que dieron su vida por la patria», afirma la escritora. Nuestro país, que, como dijo Aznar, «ya se le tiene en cuenta en el mundo», gracias a nuestro apoyo en la guerra contra Iraq, ya tiene mortajas rojigualdas preparadas por los soldados que están ocupando Iraq.

Desde su perspectiva del Tercer Mundo, Roy tiene claro que «eso de justicia infinita para unos, significa injusticia infinita para otros, y que la libertad duradera para unos, significa sometimiento duradero para otros».

El capítulo más largo de la obra, «El máximo bien común», aborda una de las cuestiones menos difundidas sobre la India y que, en cambio, está siendo fundamental en las movilizaciones de sus ciudadanos al tiempo que representa como pocas el absurdo y criminal modelo de desarrollo que se está implantando en el mundo. Desde hace más de diez años tenía noticias de la depredadora política del gobierno indio de construcción de presas y su connivencia con el Banco Mundial. Ya en 1992, entrevistando a Vandana Shiva, ésta me transmitió la angustia de la población india que se veía obligada a abandonar sus tierras para dejar paso a unas presas financiadas por el Banco Mundial que sólo beneficiaban a grandes multinacionales y funcionarios corruptos a costa de engendrar pobreza y catástrofe ecológica. Pero han sido las poco más de setenta páginas que Arundhati Roy dedica a este tema en el valle del Narmada las que me han conmocionado sobre el grado de impunidad y desvergüenza con la que pueden actuar las instituciones internacionales y los gobiernos corruptos del Tercer Mundo. A pesar de lo árido del tema (políticas hidráulicas, sistemas de regadío, vías de financiación) y de la necesidad del manejo de multitud de cifras y datos, la autora logra humanizar, razonar y clarificar cómo funciona la enloquecida política de construcción de presas en la India. Para empezar hay que saber que «el 40 % de las grandes presas que se construyen en el mundo están en la India. Y, sin embargo, doscientos cincuenta millones de personas, una cuarta parte de nuestra población, carecen de agua potable; y casi los dos tercios de esa población, seiscientos cincuenta millones de personas, no disponen de las estructuras básicas de saneamiento». Sigamos con datos reveladores. «Durante los últimos cincuenta años la India ha gastado unos tres mil millones de dólares sólo en regadíos. Y, sin embargo, ahora hay mayor número de zonas de alto riesgo de sequía e inundación que en 1947».

A pesar de su apuesta innegociable por la construcción de embalses el gobierno indio no dispone de la cifra total de personas desplazadas por las obras. Roy la establece mediante cálculos tendentes al mínimo, ¡entre cincuenta y treinta y tres millones!. Tres veces la población de Australia, diez veces el número de refugiados palestinos. «En estos momentos, el mundo occidental está conmocionado por la suerte de un millón de personas que han huido de Kosovo», recuerda la autora.

La mayoría de los desplazados por la construcción de embalses son intocables y tribus aborígenes, los sectores sociales más pobres y analfabetos. «¿Qué ha sido de esos millones de personas? ¿Dónde están actualmente? ¿Cómo se ganan la vida?. Nadie lo sabe a ciencia cierta». La sentencia de Arundhati Roy es escalofriante: «Los millones de desplazados ya no existen. (…) En su mayor parte, acabarán en los barrios de chabolas que rodean nuestras grandes ciudades, donde pasarán a formar parte de la inmensa reserva de mano de obra barata para la construcción (que construye nuevos proyectos que, a su vez, crean nuevos millones de desplazados). Es verdad que no son exterminados ni llevados a las cámaras de gas, pero puedo asegurar que la calidad de sus viviendas es peor que los barracones de cualquier campo de concentración. No están presos, pero dan una nueva dimensión al significado de la palabra libertad«. Se trata -añado yo- del concepto de libertad en el modelo neoliberal. Libertad para que los analfabetos puedan leer, para tener sanidad quienes tengan dinero, para que viajen los que dispongan de coche, para que se expresen los que sean dueños de periódicos. Libertad de los pobres para irse donde quieran a morirse de hambre después de que les hayan quitado sus tierras, si es que algunas veces las tuvieron. Y todo en aras de «Máximo Bien Común», del «Progreso», del «Interés Nacional». Y esta es la otra cuestión que analiza Roy, hasta qué punto los embalses, con todo su coste social, responden a un interés colectivo que beneficia a toda la sociedad. El 90 % de las grandes presas se destinan a regadíos. Sin embargo estas presas «sólo representan el 12 % de la producción total de cereales de la India». Al mismo tiempo, según el propio gobierno, el 10 % de la producción total de cereales de la India es pasto de insectos y roedores debido al mal estado de las instalaciones de almacenamiento. «Debemos de ser el único país del mundo que construye presas, desarraiga a comunidades enteras e inunda bosques solo para alimentar a las ratas», afirma Roy.

«En 1995 había en los silos del Estado treinta millones de toneladas de excedentes de cereales, y, al mismo tiempo, trescientos cincuenta millones de indios vivían por debajo del umbral de la pobreza», recuerda la autora. Expulsados de sus tierras, «en vez de plantar aquello que necesitan para comer, los agricultores empiezan a cultivar productos que puedan vender. Y, al pasar a depender del mercado, dejan de ser los que controlan su manera de vivir. La conclusión no puede ser más clara: «Los indios somos demasiado pobres para comprar los alimentos que produce el país. Y los indios nos vemos forzados a producir alimentos que no podemos comer porque no los podemos pagar». Habría que añadir que eso es lo que sucede con los indios, los marroquíes, los guatemaltecos, los chinos y tantos y tantos habitantes del Tercer Mundo. Y también con los del Primero. Albañiles que hacen casas de lujo donde nunca podrán vivir, camareros que sirven en restaurantes donde nunca podrán comer, jardineros que cuidan césped en el que nunca se podrán tumbar. Ese es el modelo económico de la libertad. En la India, la democracia más poblada del mundo, como gustan decir los voceros oficiales, «cincuenta millones de personas han servido ya de alimento al horno del desarrollo y han salido de él en forma de acondicionadores de aire, palomitas de maíz y trajes de rayón». Arundhati Roy hace una llamada a la indignación y a la rebeldía: «Es triste tener que decirlo, pero mientras tengamos fe, no tendremos esperanza. Para tener esperanza, debemos perder la fe». Se lo dirá más adelante, en otro capítulo a Bhaiji Bhai, un aborigen al que le expropiaron sus tierras de cultivo: «¿Cuándo te dejarás llevar de la ira, Bhaiji Bhai? ¿Cuándo te cansarás de esperar, Bhaiji Bhai? ¿Cuándo dirás ¡Basta! e irás por tus armas, sean estas las que sean? ¿Cuándo nos mostraras toda tu fuerza, vibrante, terrible, invencible? ¿Cuándo perderás la fe? ¿Perderás la fe? ¿Acaso dejarás que ella te pierda?».

Pero no es el gobierno indio el único responsable de la tragedia de su pueblo. El Banco Mundial juega un papel fundamental. Dos años antes de que se diera luz verde para la construcción de la presa de Sardar Sarovar, el Banco Mundial ya había desembolsado cuatrocientos cincuenta millones de dólares. Se trata de desplazar a miles de campesinos para construir un complejo hidroeléctrico que sólo producirá un 3 % de la energía planeada y que se gastará en bombear el aguan por los canales para producir esa energía. «Los proyectos de Sardar Sarovar acabarán consumiendo más energía de la que producirán». Pero no importa, se enriquecerán muchos funcionarios gubernamentales del Banco Mundial, consultoras medioambientales, organizaciones de cooperación al desarrollo. Lo está haciendo también en China. «La guerra por el valle del Narmada no es, ni mucho menos, una exótica guerra tribal, ni una remota guerra rural, ni siquiera una guerra exclusivamente india. Es una guerra por los ríos y las montañas y los bosques del mundo».

La brillante pluma de Arundahti Roy expresa magistralmente cómo desde el poder se anula y aliena a los individuos. No puedo evitar la tentación de transcribirlo íntegramente: «Para detener a una bestia, le rompes los miembros. Para detener una nación, rompes a su pueblo. Le robas su voluntad. Le demuestras que tienes un poder absoluto sobre su destino. Le dejas claro que, en último extremo, eres tú quien queda sumido en la pobreza. Para demostrarle cuán grande es tu poder, le muestras todo lo que eres capaz de hacer, y con cuánta facilidad puedes llevarlo a cabo. Con cuánta facilidad puedes oprimir un botón y aniquilar la vida sobre la Tierra. Con cuánta facilidad puedes declarar una guerra o concertar una paz. Con cuánta facilidad puedes quitarle un río a un pueblo y dárselo a otro para que se beneficie de él. Con cuánta facilidad puedes volver feraces los desiertos, o talar bosques, o plantar árboles donde no los había. Si se te antoja, puedes destruir la fe de un pueblo en todo aquello en que ha creído siempre: la tierra, los bosques, el agua, el aire.

Y una vez que lo has conseguido, ¿qué les queda a esas gentes? Solo tú. Se volverán hacia ti, porque eres todo lo que tienen. Te amarán aunque las desprecies. Confiarán en ti a pesar de que sepan cómo las gastas. Te votarán en las elecciones aunque las estrujes hasta dejarlas sin aliento. Beberán lo que les des a beber. Respirarán el aire que les des a respirar. Vivirán donde tú les digas. No tendrán más remedio. ¿Qué podrán hacer, si no? No tendrán ninguna instancia superior a la que recurrir. Serás su padre y su madres. Será el juez y el jurado. Serás todopoderoso. Serás Dios.»

El siguiente capítulo analiza las políticas privatizadores mediante una figura del floclore alemán, Rumpelstiltskin. «Un gnomo que ocultaba su índole malévola tras un rostro afable y había recibido el don de convertir la paja en oro». En el mundo actual esa figura no será otra que la del estupendamente bien pagado presidente del consejo de administración de cualquier gran multinacional que controla el mundo. «Cuando todos los ríos, valles y bosques del mundo tengan un precio de mercado y un código de barras, y estén cuidadosamente embalados y colocados en los estantes del supermercado local, y cuando todo el heno, y el carbón, y la tierra, y los bosques, hayan sido convertidos en oro, ¿qué haremos con él?». Ese es el modelo privatizador.

En cuanto al proceso de convencimiento ideológico, se inicia con la «tradicional imagen del funcionario despreciable y corrupto del Tercer Mundo que vende los intereses de su patria a cambio de su provecho personal», una imagen que «le viene de perillas al actual frenesí privatizador». A continuación, «el sector privado alza contra ella su dedo acusador. Las autoridades reconocen avergonzadas su culpa y aseguran ser impotentes para combatir la corrupción de sus funcionarios. De hecho, exageran su propia ineficacia. Con esto se quiere dar la impresión de una enternecedora sinceridad. (…) El remedio para esta situación, al parecer, no es mejorar las medidas del control, no es tratar de reducir al mínimo las pérdidas, no es obligar al Estado a hacerse cargo de sus responsabilidad, sino permitirle que abdique por completo de sus deberes y privatice el sector energético. Entonces ocurrirá algo mágico. Se instaurará la viabilidad económica, y todo funcionará con la precisión de un cronómetro». Sólo añadirle un comentario a la autora. Ese es el proceso del Tercer Mundo y del Primero, de la energía y todas las responsabilidades de los Estados, de la sanidad, de la educación, del medioambiente. El ejemplo del contrato del gobierno indio con Enron es escandaloso, lo dejo para que lo descubran los lectores del libro.

En el último capítulo Arundhati Roy presenta un psicoanálisis de la India y del papel de los intelectuales. Un país en el que los indios subsisten «gracias a una dieta habitual de matanzas por odio entre casta y pruebas nucleares, destrucción de mezquitas y desfiles de modas, quema de iglesias y redes cada vez más amplias de telefonía móvil, semiesclavitud y revolución digital, infanticidio femenino y crac del Nasdaq, maridos que queman vivas a sus mujeres por no haber recibido la dote prometida y una deliciosa colección de ganadoras del título de Miss Mundo».

«Cada noche, al volver a casa, en la calle donde vivo paso entre grupos de trabajadores demacrados que cavan zanjas para tender la red de cables de fibra óptica que acelerará nuestra revolución digital. Trabajan en medio del duro frío invernal a la luz de unas pocas velas». Esta paradójica imagen no es exclusiva de la India, es la imagen del mundo que estamos construyendo, o mejor, que nos están construyendo, o mejor aún, del mundo que están destruyendo.

La responsabilidad del escritor es evidente para esta autora. Una mujer que tras un éxito en el campo de la narrativa ha saltado al ensayo indignada al descubrir que «ser escritor en un país donde hay cientos de millones de analfabetos es un honor más que dudoso».

«(…) puede ocurrirte -como a mí- que, en medio de una supuesta paz, tengas la desgracia de tropezarte con una guerra silenciosa. El problema es que, una vez te hayas tropezado con ella, ya no lo podrás olvidar. Y, una vez seas consciente de que te has tropezado con ella, desviar la vista y callar se convierte en un acto tan político como protestar contra ella. No puedes alegar inocencia. Eres responsable del camino que escojas». Esa es la propuesta y el reto de nuestra autora.

Para adoptarla, los escritores deben superar los cantos de sirena del poder: «Corremos un peligro muy real de que nuestro seductor atractivo en cuanto escritores modernos sea más eficaz que la violencia y la represión para hacernos callar. Tenemos libertad de expresión. No digo que no. Pero ¿tenemos verdadera libertad de expresión? Si lo que creemos que debemos decir no vende, ¿seguiremos diciéndolo? ¿Podremos seguir diciéndolo? ¿O esperará todo el mundo que digamos cosas que se puedan vender? ¿Será posible que los escritores acabemos desempeñando el papel de bufones de palacio? ¿O que nos convirtamos en la versión sofisticada y moderna, del siglo XXI, de los eunucos de la corte, y procuremos satisfacer todos los deseos de los presidentes de nuestros consejos de administración? Ya sabe: pícaros, pero simpáticos. Un poco atrevidos, tal vez, aunque sin pasarse».

Tomen nota escritores, pero también políticos, líderes sociales y, por supuesto, ciudadanos.

Arundhati Roy. «El álgebra de la justicia infinita». Editorial Anagrama. Madrid 2002