El retorno del Movimiento Al Socialismo (MAS) al mando del Estado –con la mayoría absoluta de 55,10 por ciento de votos en las Elecciones Generales del 18 de octubre de 2020– abrió varios frentes para el análisis serio y para la discusión interesada, que son comunes en el ámbito político, más aún en un tiempo de desesperación por el control de los recursos.
El panorama político en Bolivia –mediado por la tragedia mundial del Covid-19– tiene varias ángulos de consideración, los cuales se bifurcan a partir de la salida dl Evo Morales del Gobierno en noviembre de 2019, debido a un (presunto) golpe de Estado organizado por dirigentes políticos y regionales, parlamentarios, representantes diplomáticos de algunos países y miembros de la Iglesia Católica. Todo disimulado por movilizaciones de ciertos sectores ciudadanos.
Este contubernio arrastró a la Policía y a las Fuerzas Armadas, que le dieron la calidad de golpe de Estado, puesto que miembros de estas instituciones ejercieron “suficiente” presión para “pacificar el país”. En esos días, Morales y su vicepresidente, Álvaro García, dejaron sus cargos en vista de la provocación que esperaba un desenlace con muertes para terminar de manchar los casi 14 años de mandato.
Sin duda, la renuncia fue una decisión para que retorne la paz. Sin embargo, en los siguientes días la nueva administración impuesta de forma ilegal decidió reprimir a los ciudadanos movilizados en gran cantidad en defensa del gobierno de Morales.
El tejido creado para provocar este desenlace político está pendiente de aclaración, pues giró en torno al eslogan “¡Fraude!”, publicitado meses antes de las elecciones del 20 de octubre de 2019 y “ratificado” de manera cuestionada por la cabeza de la Organización de Estados Americanos (OEA), que sin demostrar que las irregularidades hayan afectado al resultado de la votación, declaró que los comicios fueron fraudulentos. Como resultado, no se conoció la votación final que obtuvo cada candidato. Así quedó en el firmamento el supuesto elevado apoyo para el postulante opositor, Carlos Mesa.
El informe de la OEA es cuestionado más a nivel internacional que en Bolivia, pues fue publicado sin pruebas ni explicaciones plausibles. Entre las principales observaciones de instituciones de varios países se encuentra un análisis del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), en Estados Unidos, que fue publicado por The Washington Post. El estudio de los expertos del MIT señaló que “no hay ninguna evidencia estadística de fraude”.
Jack Williams, uno de los autores del documento, dijo al periódico La Vanguardia de México (12/03/2020) que “el trabajo de la OEA es muy preocupante” (1), puesto que “utilizaron un método cuyo rigor jamás ha sido puesto a prueba y sin citar a fuentes para justificar esta metodología. En calidad de científicos especializados en procesos electorales, nos inquieta”.
En estas circunstancias, el gobierno “transitorio” instalado en Bolivia tuvo la misión demorada de llamar a nuevas elecciones, en las que se dilucidó una nueva victoria del MAS con ese 55 por ciento. Para el evento electoral, nuevamente fue sobredimensionado el respaldo a la repetida candidatura de Mesa Gisbert, quien volvió a presentarse con la estructura de Comunidad Ciudadana (CC), una organización establecida, es de presumir, por algoritmos y marketing político.
A la sazón, la candidatura del MAS obtuvo más de 26 por ciento de diferencia con el segundo, es decir, Comunidad Ciudadana. Además, quedó en evidencia la posibilidad de que los resultados de octubre de 2020 habrían sido similares a los nunca publicados de 2019. Pese a ello, se intentó retomar el discurso del “fraude”, sin respetar a los miembros del Tribunal Supremo Electoral (TSE) posesionados por el Gobierno de facto.
Debido a que el triunfo del masismo era evidente, varios candidatos se jactaron de dejar su pretensión electoral en espera de que el aspirante de CC incremente votación, sin embargo, en 2020 persistió en la carrera electoral Luis Fernando Camacho, uno de los principales artífices de la revuelta cívico-religiosa-militar de un año antes contra Morales. De este modo, el improvisado político midió su influencia y se posicionó en su región.
Carácter del gobierno de facto
Como en casi toda la historia de Bolivia, el carácter racista y discriminador de las elites fue inocultable desde antes del golpe, así el camino predispuesto tuvo el objetivo de apartar de la Presidencia a un indígena, sin importar los avances alcanzados en el país. Los pretextos ensayados fueron varios, la inobservancia del MAS a los resultados del Referéndum Constitucional del 21 de febrero de 2016, la corrupción y –como para coronar el pastel– la oportunidad de sembrar duda con el discurso del fraude, ensayado también por testaferros en otros países del continente.
De este modo se construyó un aparato combinado con las estrategias del golpe de Estado suave, la guerra de baja intensidad, la idea del destino manifiesto para minorías políticas y –en especial– la manipulación de grupos ciudadanos con la posverdad. A la par, fueron organizados grupos paramilitares de corte racista y otros encargados de enardecer en las vecindades de clase media.
En este escenario, el régimen inconstitucional mantuvo su fuerza con la represión y por varios meses practicó la persecución política de miembros de la jerarquía masista y perfiló el retroceso de las conquistas laborales y sociales de más de una década, hasta que fue frenado por el Covid-19 en marzo de 2020. A partir de este evento, las circunstancias se tornaron veladas y la administración estatal fue una nebulosa, de la cual saltaban irregularidades.
Sin embargo, las elecciones de noviembre de 2020 no detuvieron las arremetidas de los sectores racistas y es muy clara en el ambiente la persistencia para desestabilizar al gobierno de Luis Arce. Desde el principio se busca indisponer entre sí a las tendencias del partido de Gobierno, para ello se utilizó mucho la figura de un Presidente presuntamente dependiente, también la supuesta presencia decisoria de personajes del gobierno de Evo Morales.
Además de ello y del discurso de confrontación, los herederos del neutralizado gobierno de facto encuentran más argumentos para su papel de “intermediarios” de intereses foráneos, como decía René Bascopé Aspiazu en sus escritos. De esta forma, se mantiene como eslogan una frase sin sentido en sí misma, “No fue golpe, fue fraude”, como una afirmación de que lo hecho tuvo un motivo. Algo como “no fue feminicidio, la esposa lo engañaba”.
Fuera del alegato
Más allá del anterior alegato, que pretende ser un contexto, es fundamental establecer que en Bolivia el golpe de Estado fue producto de la rearticulación de tendencias fascistas, aunque se pretendía que ya no existen. Asimismo, puso en vitrina las acciones que a nombre de la democracia y de la fe responden a presiones extranjeras que aspiran volver a controlar los recursos.
También, quedan a la vista los represores en fuga, la corrupción, historiadores y periodistas sin memoria, la iglesia coautora, peligrosos grupos segregacionistas que esperan a la sombra y la OEA accesoria. No obstante, en lo positivo que se encuentra, se hicieron visibles instituciones y organismos extranjeros que analizaron los casos y constaron los hechos de forma profesional e investigativa.
Pero, esto último no parece ayudar contra la maquinación mediática ni contra la provocación que procura la descomposición social y la inestabilidad, que pueden convertirse en nuevos intentos de arrebatar el poder.
Si bien la visión del fraude aún debe ser aclarada para no dejar dudas –pese al cierre del proceso judicial por la Fiscalía General del Estado– es de esperar que las tenciones que la oposición mantiene latentes sean neutralizadas por la población mayoritaria. Por otra parte, el partido en función de Gobierno no debe confundir el apoyo recibido como una licencia, sino como la confianza para acciones acertadas en todo nivel.
Nota:
Oscar Rojas Thiele es periodista boliviano.