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Crimen organizado, espirales de violencia y postración del Estado

Fuentes: Rebelión

Dos tesis –que conforman una mirada más sobre este problema público– son necesarias para comprender mínimamente las causalidades, magnitud y alcances de la violencia relacionada al crimen organizado y a otros macroeventos como las guerras o las luchas por la hegemonía en el sistema mundial: en principio, los fenómenos propios de las violencias –especialmente de la criminal, la política o la militar, aunque con sus respectivas especificidades– y la corrupción que le reproduce y perpetúa son relaciones sociales consustanciales al capitalismo y a la configuración del poder –en esencia asimétrico– en cualquiera de sus formas.

En la construcción de mercados, la acumulación del capital y la distribución de la riqueza y el ingreso, subyace un conflicto –una especie de pecado original, diríamos– dado por las relaciones sociales de producción asimétricas y la estratificación social derivada de ellas, y que expresan explotación, dominación, subordinación y antagonismos entre clases sociales. A su vez, las violencias, institucionalizadas o no, le dan forma, reproducen y gestionan dicho conflicto. Existe violencia criminal porque es agravado este conflicto social y, a la vez, dicho conflicto es un catalizador de las violencias y de las disputas protagonizadas por las organizaciones que se posicionan en el territorio para ampliar los espacios de acumulación, rentabilidad, explotación y apropiación ilegal de la riqueza. En ese sentido, las élites políticas y el Estado encauzan la violencia y la corrupción como mecanismos de control social e inoculación del miedo en la población. Aunado a ello, el individualismo hedonista y atomizador de la sociedad y sus mecanismos de cohesión, resulta crucial para afianzarlas a través de la indiferencia y la «normalización» de dichas actitudes y prácticas violentas.  

La segunda tesis supone lo siguiente: mientras persista la moral, la política y la legislación prohibicionistas, ningún Estado se encuentra exento de la producción, circulación, intercambio y consumo de drogas y demás bienes y servicios ilegales. La diferencia entre una sociedad y otra, es el tipo de pacto que se construya entre las instituciones estatales, las élites políticas y el crimen organizado para que estas actividades ilegales deambulen y se profundicen en los márgenes del control –o no– por parte de este Estado y sus mecanismos reguladores formales, informales o no escritos. Se trata de un nivel de compromiso político y estratégico entre el Estado y el crimen organizado, que también se conjuga con la traición. Si existe el crimen organizado en una sociedad es, en última instancia por la acción, la omisión o la colusión del Estado y por las bases sociales que le otorgan legitimidad a medida que las prácticas criminales y la violencia se arraigan en esa sociedad y en su territorio. 

El problema en una sociedad subdesarrollada como México, asediada –cuando menos desde hace tres décadas– por la debilidad institucional y la fragmentación del Estado, radica en que el antagonismo o conflicto social –el mencionado pecado original– radicalizó y acentuó la exclusión social y la marginación. Más aún, el Estado fue desbordado porque, a diferencia del régimen autoritario priísta debilitado desde los años ochenta, las reglas del tráfico de drogas y del reparto del territorio son impuestas por las organizaciones criminales, hasta el extremo de desafiar amplios márgenes del poder del Estado y adquirir vida y capacidad de destrucción propias. Y no solo el Estado es incapaz desde el año 2000 de fundar ese nuevo pacto con las organizaciones criminales, sino que éstas ampliaron su poder (en lo político, financiero, empresarial y paramilitar); diversificaron sus actividades delictivas (secuestro, extorsión, cobro de derecho de piso, piratería, robo de hidrocarburos, tráfico de armas y de migrantes, trata de blancas y prostitución); y avanzaron en el control sobre múltiples franjas del territorio mexicano a partir de las espirales de violencia que le disputan a aquel el monopolio legítimo de la fuerza y que, incluso, desafían la seguridad, integridad y el confort de las mismas élites políticas y empresariales beneficiarias del vigente patrón de acumulación desigual y excluyente. En suma, al ser cooptado y postrado el Estado por el crimen organizado, amplias porciones de los entramados institucionales y de las organizaciones del primero forman parte de las redes ilícitas. 

Cabe matizar que –a diferencia de aquellas narrativas que entronizan la noción del Estado como “víctima” del crimen organizado– la referida postración del Estado es inducida históricamente por amplias facciones de las élites políticas que emplean y dirigen a las organizaciones criminales para segmentar y controlar el territorio y para formar parte de un negocio ilegal de carácter transnacional. Sin el mismo Estado es prácticamente imposible e inviable la vertebración de la economía criminal. De ahí que nos aventuremos a argumentar que la cooptación de las instituciones públicas es desplegada desde adentro del mismo Estado y protagonizada por aquellos agentes que toman las decisiones estratégicas y le controlan en sus distintas jurisdicciones y escalas territoriales.  

Más aún, las espirales de violencia criminal de los últimos lustros se relacionan con la ausencia de ese pacto social para repartir el territorio y establecer reglas no escritas; con el desdén por la ley, la generalización de la corrupción y el inclemente maremágnum de la impunidad; la militarización del combate al narcotráfico; las ausencias de Estado y la proclividad de las poblaciones marginadas a «hacer justicia por mano propia»; y con la ingobernabilidad –a través de acciones y estrategias concertadas para sembrar la inestabilidad sociopolítica– que desean implantar facciones inconformes de las élites políticas, en el contexto de la alternancia partidista de las últimas décadas. Aderezado ello por una división internacional del trabajo criminal –fundamentada en redes ilícitas globales para la producción, comercialización y consumo de psicotrópicos y la financiarización de sus ganancias–, donde el norte del mundo, con su insaciable voracidad por el consumo de narcóticos, reserva para naciones como México el especializarse en una economía subterránea de la muerte que lubrica el proceso económico de las drogas y el tráfico de armas. Es de notar que la mal llamada “Guerra contra el narcotráfico” es un negocio transnacional con implicaciones diplomáticas y geopolíticas, vinculado al complejo tecnocientífico/militar/industrial, que le da forma a esa división internacional del trabajo criminal.  

Esta violencia criminal, a su vez, incentiva –en un contexto social de impunidad y laxitud en la aplicación de la ley– otras violencias en distintos ámbitos y prácticas cotidianas de la sociedad mexicana. Alimenta sin cesar y sin justicia la fosa común en la cual se convirtió México. Ante las ausencias del Estado (https://bit.ly/33WQqVN) en vastos territorios, sus funciones básicas son suplantadas –tras el abandono deliberado– por el crimen organizado y su sofisticada capacidad de cooptación social y de control de territorios.  

Desde la masacre de migrantes en San Fernando, hasta la logística paramilitar mostrada por la empresa criminal del llamado Cártel de Sinaloa para sitiar a Culiacán y someter al ejército; pasando por los narcobloqueos en Monterrey, la masacre perpetrada por Los Zetas en Allende (Coahuila), los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, los cadáveres mutilados y colgados en puentes de Uruapan, la emboscada a fuerzas estatales perpetrada en Aguililla (Michoacán), las ejecuciones masivas en Minatitlán y Coatzacoalcos, entre otras, trazan un paisaje con tintes surrealistas, signado por una epidemia de violencia que alcanza visos de crisis humanitaria. El fondo de todo ello es la tendencia acentuada de un Estado postrado, vaciado y socavado en sus funciones esenciales, que se precipita –cada vez más– por el fatalismo de lo irreversible.  

Cualquier solución a este problema público, si se pretende efectiva y con efectos a largo plazo, atraviesa por el tratamiento de ese conflicto social mencionado al inicio; el desmonte de las políticas prohibicionistas; y por la capacidad política para revertir la crisis de Estado y emprender una reapropiación pública de los territorios perdidos.     

Isaac Enríquez Pérez es investigador, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos

Twitter: @isaacepunam