No se trata, en sentido estricto, de una crítica a la razón, sino de una crítica a una manera de pensar (que dice ser racional). Porque si nos referimos a razones, estas buscan siempre validar sus certezas de modo intersubjetivo, es decir, no se imponen dogmáticamente; por eso privilegian la argumentación: el que opta por […]
No se trata, en sentido estricto, de una crítica a la razón, sino de una crítica a una manera de pensar (que dice ser racional). Porque si nos referimos a razones, estas buscan siempre validar sus certezas de modo intersubjetivo, es decir, no se imponen dogmáticamente; por eso privilegian la argumentación: el que opta por la razón está dispuesto a escuchar, por eso busca la crítica y el debate, es decir, sus más caras certidumbres las pone a la consideración y revisión ajena. Pero lo que aparece en el autonomismo, a título de racional, es una violencia irracional que agrede y persigue, miente e intimida, no sólo de parte de los secuaces sino de sus propios líderes. Es un discurso cuya eficacia radica en la manipulación que realiza en prensa, televisión y radio, donde aparece cándido después de su desayuno de golpes y atentados. Este discurso recorre todos los lugares comunes que reproduce como calumnia al otro: es demagógico, populista, autoritario, centralista, divisionista, revanchista, etc. Presume lo que no es, y lo que es, es aquello que imputa al otro, por eso escupe su rabia contra todo aquel que no comulga con su credo (incluso contra sus propios paisanos, por eso los tilda de «traidores» y les declara «muerte civil»), porque habiendo devaluado la dignidad de todo aquel que no es él, esa operación le muestra su propia devaluación; persigue a todos porque todos le recuerdan aquello en que se ha convertido, por eso los agrede, porque en el fondo se desprecia y ese odio, que por sublimación, lo exterioriza en el odio al otro, es, en realidad, odio a sí mismo.
Por eso busca su redención mediática y se somete a la estética que vende la farándula. Es puro maquillaje el que le inventa un alma inocente y pura, como virgencita de pueblo. Operación eficaz que no necesita de realidad, pues los medios se encargan se inventarla: maquillan la realidad, le hacen un «cambio trascendental» y, así como transforman «feas» en «bellas», o ponen tetas donde no las hay, así el mal aparece como el bien y el bien como el mal. Inversión necesaria para reordenar toda la realidad como a uno se le antoje. Por eso el discurso autonomista acude a los palos: su letra también entra con sangre; de ese modo, le basta denigrar al otro y enaltecerse a sí mismo: su discurso consiste en reunir a sus reclutados en la creencia de que los demás son enemigos y estos enemigos no son seres humanos.
Una vez privados los demás de su condición humana, todo se justifica. Se convierte al otro en monstruo. Pero esta operación no es impune, pues quien convierte al otro en monstruo, se convierte a sí mismo en monstruo. Lo cual desata, irremediablemente, la violencia (del tamaño del monstruo que se ha creado). Un discurso de esta naturaleza necesita inventar un enemigo para depositar en éste el descontento de sus convocados; estos son reunidos en torno a la identificación del enemigo: mientras más concreto más sólida la aglutinación y más contundente la violencia que se aplique. Por eso el autonomismo se construye en base a antagonismos: «Santa Cruz versus La Paz», «oriente versus occidente», «autonomía versus centralismo», etc.; cuya discrepancia es absoluta por las identificaciones maniqueas que produce: «el centralismo es colla», «el indio es revanchista», «el altiplano es el atraso». Se enfatiza lo que divide, se acentúa la oposición. No hay posibilidad de reconciliación. Por eso se frustra el diálogo y todo acercamiento es excusa para generar un nuevo enfrentamiento. Una vez que el antagonismo ha hecho nido en lo profundo de este discurso, se ha amputado a sí mismo toda posible reconciliación. El diálogo se hace imposible. Por eso insultan a la Federación Internacional de Derechos Humanos, a la misma OEA, y a todo aquel que no avale sus dislates; todos se convierten en masistas, o sea, en enemigos. Hasta la misma iglesia, a la cual invocan, se cuida de no meter la pata y pecar de imparcialidad (porque en Santa Cruz ser imparcial significa ser masista); por eso buscan a un mediador «conveniente» (no en vano el padre Pérez fustiga a diario al gobierno, hace méritos como los hizo antes, pues bendijo tanto al neoliberalismo como a la capitalización) para que la mediación sea imposición y cuente con el aval sagrado de una obligación divina (no se trata sólo de poder manejar a la iglesia a su antojo sino a Dios mismo).
Este es el tipo de confrontación que, en el caso del autonomismo camba, reproduce una lógica que hace de la oposición una devaluación absoluta del oponente; denigrando todo no se salva nada y el oponente queda a merced sólo del odio. Por eso el problema no es tanto de las personas sino de una determinada manera de pensar. Esta manera de pensar, expresada ahora como autonomismo, es la que merece su desmontaje, para comprender por qué la confrontación no es, en sí misma, irreconciliable, sino lo irreconciliable es un modo irracional de concebir al otro que no soy yo como mi enemigo, cuya libertad es amenaza de mi libertad y cuya felicidad es peligro para mi felicidad (una forma de vida que consiste en negar la vida de los demás). Entonces, es este tipo de mentalidad el que provoca ese tipo de oposiciones sin reconciliación posible; es decir, la iracundia de los comités cívicos, los prefectos, la oligarquía y, en general, todo el sector conservador, no es producto de una locura sino que es el despliegue de una forma de ver y concebir el mundo. Porque, además, no se trata sólo de expresiones retóricas, al calor de concentraciones y cabildos, sino que está presente, de modo evidente, en la arena mediática, en boca de analistas y periodistas, que reproducen discursivamente esta mentalidad, como si se tratase de «la razón». Una consecuencia maniquea de esto es que todo otro discurso aparece como irracional y queda descalificado de antemano, antes de siquiera poder pronunciarse. Entonces, lo que se advierte, en una aproximación más crítica, es que el autonomismo es sólo una expresión más de este tipo de mentalidad, que se concibe absoluta, es decir, dogmática, cuyo único criterio de verdad radica en ella misma, o sea, es tautológica, auto-referente; por eso, no salir nunca de sí misma, ni poner nunca en duda sus propias certidumbres (irracionales, como el racismo) logra, en última instancia, amputar toda posibilidad, ya no sólo de aceptar otra palabra, sino de escuchar siquiera lo que tienen que decir los otros. Esta manera de pensar es el prototipo de todo tipo de absolutismo y despotismo, y es adonde se devuelve aquel que nunca ha tenido ni tendrá pretensión honesta de verdad. Sino que su pretensión última es de dominio, de modo que todo uso discursivo que manifiesta es pura retórica instrumental: no busca la comunicación sino la imposición, es decir, no busca comunicar la verdad (que es intersubjetiva) sino imponer por la fuerza su propio parecer.
Mostrar esto es necesario para advertir que el autonomista reproduce, en última instancia, la perspectiva del cínico. Todo el historial que podemos reconstruir del autonomismo camba muestra una lógica que describe muy bien al fascista nazi: aquel que se aprovecha de la buena voluntad y la honesta pretensión democrática del adversario. «Una verdad debe estar construida a base de mentiras», era la consigna de Goebbels y es, ahora, el padrenuestro de los autonomistas. Su grandilocuencia y pomposidad es necesaria, porque una mentira necesita primero convencer al que la emite, por eso el espectáculo y la seducción estética son los medios que adopta para convencerse a sí mismo; la verdad se reemplaza por el volumen fuerte y los argumentos por las gigantografías. Pero ello no quiere decir que trivializa sus certidumbres, porque la amenaza, el chantaje y la violencia es lo que sigue operando; necesita de la estetización porque así encubre sus verdaderos propósitos e inventa la imagen que le conviene. Por eso necesita de prensa, radio y televisión. Es la recomposición de su poder de modos virtuales. Inventa su propia realidad aquel que no necesita de verdad alguna, sólo la que él mismo inventa. Por eso no le importa alterar la realidad, porque ella, en una mentalidad egotista y auto-referente, desaparece en la invención que se haga de ella. La realidad es un puro objeto del que se puede disponer como se venga en gana. Es una mentalidad que se especifica en la mentalidad empresarial: todo radica en el beneficio y el interés privado; la realidad acaba siendo lo que a uno se le antoje, entonces seres humanos y naturaleza no tienen dignidad alguna, son lo que el apetito privado dispone que sean. Por eso la verdad se relativiza: todo depende del interés particular. Por eso es una mentalidad que no acepta ley, juez ni razón, pues todo lo estima según su conveniencia. Tampoco hay patria ni Dios que respete, porque su única fidelidad la expresa en aquello que le permite disponer de todo y de todos: el dinero.
Por eso decíamos que esta mentalidad es también una forma de vida que, por cinco siglos, ha venido globalizando su apetito prometiendo igualdad, libertad y fraternidad, pero produciendo absolutamente lo contrario; arribando, hoy por hoy, a un desenlace que muestra las consecuencias de su apetito de riqueza: sólo sabe desarrollarse socavando las dos únicas fuentes de riqueza, como son el ser humano y la naturaleza; es decir, su desarrollo no es sólo el no desarrollo del resto sino el suicidio general. Pero la evidencia de su insensato derroche no le preocupa; terminando con la humanidad y la naturaleza, su poder se enceguece en la apoteosis de su soberbia. Se da cuenta que tiene el poder de acabar con todo, ese poder le nubla la razón y le provoca deificarse a sí mismo. La iracunda altanería de los autonomistas es la misma iracundia del imperio. Mientras el esclavo se «somete voluntariamente» (Weber dixit) todo está bien: la democracia funciona, la libertad es perfecta y la ley impera; pero cuando el esclavo dice ¡basta!, entonces: la democracia está en peligro, la libertad está acorralada y la ley está siendo pisoteada. El amo ya no duerme tranquilo y su impasible serenidad de caballero estalla en la exasperación típica de matón barato; la prepotencia de Bush y Uribe es el modelo que siguen los prefectos y cívicos del oriente: todos se imaginan que su dios les premiará por acelerar el Apocalipsis. Si el mundo se rebela ante ellos, dicen en su fuero interno (que es el único tribunal que su conciencia acepta), que el mundo perezca, que no quede piedra sobre piedra.
La patología del poderoso es su hambre de absoluto. Por eso su última justificación es teológica. A una política de dominación le corresponde una teología de dominación. Por eso los términos del imperio no son gratuitos: se trata de una guerra del Bien contra el Mal. El maniqueísmo es absoluto. No hay lugar para el perdón. Se trata de una confrontación absoluta que los patrones asumen como lucha de vida o muerte. Es la lógica del asesino, que concibe su vida como la muerte de los demás (muerte rápida para el rebelde, muerte lenta para el sumiso), que prefiere terminar con todo antes de perder algo. Esa es la lógica que manifiesta el «estatuto autonómico» de Santa Cruz. Los cuales no reproducen tanto la autonomía catalana, sino más bien el famoso «Acuerdo de Rambouillet», por el cual USA y la OTAN, en 1999, acaban con la soberanía de la ex Yugoslavia y, ¡qué casualidad!, la autonomía les sirve de pretexto para despojar al Estado yugoslavo de sus competencias fundamentales. Ata cabos que todo se relaciona. La presencia del embajador gringo Goldberg no es casual. Él fue uno de los artífices de la desmembración de Yugoslavia. Ahora es uno de los articuladores de la oposición boliviana. Oposición que es la misma en Ecuador y Venezuela, también en Argentina, que fue el lugar (la ciudad de Rosario) que escogió hace poco el imperio para articular a las oligarquías sudamericanas (fracasada la intentona bélica de provocar un conflicto entre Colombia y Venezuela, ahora se intenta, abiertamente, colapsar las economías de la región y provocar la balcanización sistemática de nuestros países). Por eso el «estatuto autonómico» no reconoce ninguna normativa nacional anterior o superior, e invoca, como único sostén legal, la «Carta Democrática Interamericana de la OEA»; semejante arbitrariedad jurídica concibe el absurdo de que una legislación nacional queda condicionada a «no contradecir los estatutos». Se trata, en definitiva, de crear las condiciones para la balcanización.
La autonomía es la excusa del separatismo. Por eso su exaltación asume tintes fundamentalistas. Su lucha ya no reivindica aspiraciones democráticas sino la codicia típica de una oligarquía servil: su desidia por el esfuerzo y el desamor por su tierra siempre le condenó a traicionar a su propia patria. Su conducta mendicante y subordinada al capital trasnacional la retrata como lo que siempre ha sido: antinacional. Es la misma casta (de apellido largo y rimbombante) que conspiró contra Bolívar, intentó matar a Sucre, traicionó al mariscal Andrés de Santa Cruz (cuando Bolivia era potencia), mató a Belzu, a Villarroel, vendió el Matto Grosso, el Litoral, para después regalar el petróleo y el gas por unas cuantas monedas. Si la historia se repite, entonces los actores no son casuales, y el sentido de la repetición consiste en la confirmación del hecho: mientras los bolivianos enfrentaban una guerra impuesta, Gabriel Rene Moreno, el «ilustre patricio» camba, y Aniceto Arce, el «celebre empresario de la plata» sucrense (único beneficiado del tratado de 1904), se paseaban en Santiago a invitación del enemigo; no es de extrañar que estos personajes sean reverenciados por la actual idiosincrasia servil (que ahora se aglutina en Santa Cruz y Sucre para frustrar una nueva independencia) que clama ayuda afuera para acabar con lo que siempre ha despreciado: su propio país (Moreno y Arce preferían ser chilenos o argentinos, antes que bolivianos, los autonomistas preferirían anexarse a cualquier país antes que seguir siendo bolivianos). El trauma del que nunca supo valorar su propia tierra, ahora se expresa como autonomismo, y actualiza esa misma mentalidad de aquellos que aprendieron a gobernar tocando la puerta de los cuarteles. Por eso ahora refrendan lo único que saben: mantenerse por la fuerza y el terror.
El terrorismo mediático les sirve para eso. Sea cual sea el desenlace de este proceso, la intelectualidad boliviana, el periodismo, los medios de comunicación y la misma clase media, alineados en contra de la Asamblea Constituyente y el gobierno del Evo, quedarán tristemente en la historia como quienes, ingenuamente, traicionaron a su propia patria (al apoyar ciegamente a una oposición también ciega de la destrucción que provoca). Pretenderán atribuir la culpa de todo al gobierno y a los indios, pero aun esa condenación no podrá esconder su complicidad efectiva con la retórica del sector más reaccionario y fascista de este país, porque esa retórica también los expresa a ellos de cuerpo entero: el racismo crónico de una sociedad constituida sobre la desigualdad humana.
Cuando la sesión de congreso de 28 de febrero, del presente año, es «cercada» por organizaciones obreras, sociales, campesinas e indígenas (y se logra la aprobación de la ley que llama a referéndum para aprobar, por voto universal, la nueva constitución), lo que muestra este «cerco» es el carácter enclaustrado y recluido de una democracia raptada por la oligarquía (que es la democracia que ahora defienden los autonomistas, porque esa democracia asegura y defiende sus privilegios). Los «cercos» han sido en la colonia el modo de resistencia a la conquista; en la época republicana la protesta contra un Estado excluyente; y desde octubre de 2003, los «cercos», han sido el modo de presión popular para sacar a la democracia de su confinamiento. El mismo sentido del «cerco» constituye una interpelación radical al Estado de derecho; es el modo cómo la memoria histórica ha venido recuperando el sentido real de la legitimidad (a su vez, esta memoria, del otro lado, perturba la postiza estabilidad política del ámbito urbano y le provoca constituirse en bloque enfrentado a aquel identificado como perturbador de su «orden instituido»: el indio); es el estado de rebelión que, en situaciones críticas, ha mostrado siempre la ilegitimidad de un «orden instituido», construido sin la participación simétrica y digna de las grandes mayorías. Los «cercos» han sido siempre acumulación histórica de lucha y han sido la mostración del contenido real nacional-popular de este país. «Cercar» la sede del poder entonces fue siempre un acto simbólico de sacarle a la ciudad de su autismo y mostrarle el origen de su identidad y cultura, la fuente de donde se alimenta y proviene toda su riqueza, que si niega aquello acaba negándose a sí misma. Por eso es, también, otro «cerco», lo que empieza a acontecer en Santa Cruz. El «cerco» de los cinco pueblos del oriente boliviano que, acudiendo a la unidad nacional, a las leyes aun vigentes, a la «Nueva Constitución Política del Estado», y a la «Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas», descubre y manifiesta el carácter ilegal, ilegítimo y antinacional de los «estatutos autonómicos». Los «cercos» son, en ese sentido, el modo de visibilizar y evidenciar el carácter reducido y excluyente de la democracia de los poderosos, es mostrar el autismo que caracteriza a una democracia que se expropia de su propio demos y se convierte en una pura apariencia sin contenido alguno.
Por lo general la izquierda confunde el poder con la meta de sus propósitos, y confunde la política con la mera administración vertical de una entelequia; por eso opone, ingenuamente, reforma o revolución, lo cual describe un enclaustramiento mental que reproduce una suerte de determinismo historicista que, lo único que logra, a la larga, es la anulación misma de la política. El asunto es más complejo. Pese al triunfo del MAS en las últimas elecciones, el senado continúa estando en poder de la oligarquía, así como el poder judicial, la fiscalía, las cortes departamentales electorales, cierta jerarquía policial y militar, los colegios de abogados, médicos, el transporte, las cámaras de comercio, etc. El «cerco» último al parlamento es la respuesta popular ante el chantaje de la oligarquía; esta responde con un invento mediático: «imposición autoritaria» del «totalitarismo del MAS»; argumento que utilizan para desencadenar a sus huestes y desatar la violencia contra la nueva constitución. Esa complejidad es reducida por los analistas como una pulseta de fuerzas, cuando debiera ser, más bien, el motivo para evaluar los límites de la democracia liberal moderna, que es una pura abstracción sin contenido real, por eso el «cerco» la delimita como lo que es: el juego de unos cuantos que expropian las decisiones de todos. La intención del «cerco» es sacarla de esa trampa; es devolver su legitimidad al lugar de su procedencia: una democracia real es ampliación popular de la decisión. Entonces la política se intensifica y complejiza, que es el modo de despliegue democrático de la emancipación humana.
El poderoso reniega de esta emancipación, por eso reniega de la política, y persigue, hasta su eliminación, a todos los desobedientes a su «orden», denunciándoles de «políticos», «terroristas», «transgresores del orden». Lo que anhela es el «orden» (que es la expropiación de la decisión popular), porque cuando hay «orden» su poder no resiente ninguna desobediencia y puede dormir tranquilo, aumentando constantemente su fortuna. Pero cuando no hay «orden» entonces debe acabar con el «desorden», para devolver trágicamente todo al «eterno retorno de lo mismo»; por eso no puede ofrecer nada nuevo y todo se resume a preservar el «orden establecido». Para ello le sirve su concepción instrumental de la política: el fin justifica los medios. Por eso acude a la lógica del rapto y chantajea con todo aquello que constituye las propias banderas de lucha de las víctimas y los excluidos que produce su «orden». Esta lógica también se expresa en el autonomismo. Al raptar las banderas de lucha del pueblo lo que se rapta es la propia vida. Por eso el precio que exige el raptor es impagable. Supone renunciar a todo, es decir, dejarse morir. El que se deja morir ya no es sujeto. Se es sujeto desde la vida y si la vida es lo que se pide a cambio, entonces el precio del rescate es impagable. El discurso autonomista es un discurso del rapto: toma como rehén a la propia democracia y, como rescate, nos pide renunciar a ella. Por eso amenaza: el que no diga sí a los estatutos, le espera el palo de la Juventud Cruceñista.
El conflicto no es entonces por una mayor descentralización, pues los «estatutos autonómicos» son más centralistas que el Estado que critican (del cual se sirvieron para enriquecerse y manejar como su feudo a Santa Cruz). El conflicto real es histórico y expresa la sedimentación última, irracional, de una mentalidad que ha producido una política como devaluación de ella misma; porque ha producido un Estado, un derecho y una democracia liberal (ahora neoliberales) como sinónimos de dominación. Es una mentalidad que, si quiere ser algo, tiene que buscarse a quién dominar. Por eso no puede cumplir lo que promete. Porque su pretensión de dominio es el fundamento último que justifica todos sus fallos. Por eso es racista, porque el mito de la raza le brinda la posibilidad de creerse superior y devaluar al otro como inferior, del cual se sirve como objeto de sus apetitos.
El autonomismo entonces no es algo nuevo, tampoco es algo que reivindique aspiraciones históricas; aunque manifieste una oposición profunda, no lo hace para superarla sino para exasperarla aun más. Lo que hemos hecho, en esta crítica, es también un «cerco», porque hemos ido recortando el discurso autonomista para definirlo en su fundamento. Nuestras maestras han sido las Naciones Originarias. «Cercar» es entonces el modo de identificar dónde está el núcleo del problema, cuál es el origen del conflicto. Una crítica tiene que realizar esta operación para poder mostrar con entendimiento en qué consiste esta apuesta que, aunque con atavío nuevo, expresa la misma idiosincrasia colonial que se debe más a los intereses ajenos que a los propios. A la cual debemos oponer no otra fuerza semejante sino la responsabilidad política de mantener, asegurar y desarrollar la vida de toda la comunidad política. Esto significa trascender la política liberal moderna, que entiende el poder como dominación, para proponer una nueva política: el «hacerse cargo» de las necesidades de toda la comunidad; lo que señala el presidente Evo, como el poder que obedece al pueblo: el «poder obediencial». Porque si la política es sólo dominación, entonces no hay salida y todo lo que se haga conduce, inevitablemente, al enfrentamiento. Esta es la aporía que no sabe ni puede resolver una mentalidad que se constituye a partir de oposiciones y antagonismos irreconciliables. Esta manera de concebir la política no la desarrolla sino la anula, porque eliminando al oponente se acabo eliminando uno mismo (porque uno solo no constituye comunidad y la unión de semejantes es una ficción útil para un mundo virtual pero funesta para la realidad humana), y así se elimina la política, la comunidad y la vida.
Pero la política puede ser también responsabilidad: el imperativo ético del deber-vivir de todo sujeto, incorporado en el imperativo político del debemos-vivir en comunidad. Lo cual supone reconocer al adversario como a un hermano. Porque desde la cosmovisión indígena, ya sea aymara o guaraní, no se concibe la eliminación del oponente; el oponente es necesario para la constitución de una comunidad, porque una comunidad nunca es homogénea, su riqueza consiste precisamente en la diversidad de quienes la componen. De ese modo la política es posible, porque no supone la eliminación de nadie, sino el reconocimiento de la dignidad de todo oponente, como parte de la comunidad; la política no es entonces dominación sino participación real y efectiva que, por persuasión racional y coherencia práctica de vida, nos exigimos normativamente el consenso democrático en todo lo referente a la producción, reproducción, ampliación y desarrollo de la vida de toda la comunidad; último lugar real de toda legitimidad.
Autor de «OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA» y «LA MEMORIA OBSTINADA» Editorial «Tercera Piel», La Paz, Bolivia [email protected]