«Les mésaventures de la critique», de Franck Poupeau, Ed. Raisons d’agir, Paris, 2012.
Merleau-Ponty, en su despedida del marxismo (Las aventuras de la dialéctica: un libro que recomiendo leer y releer, como casi todo Merleau), recordaba: la desilusión del socialismo no mejora las miserias del capitalismo, no las hace más soportables ni nos empuja a reconciliar con ellas. Constatado esto, para oponerse al capitalismo necesitamos algunas propuestas positivas, porque más allá de éste podemos encontrarnos cosas peores que él. Franck Poupeau (Les mésaventures de la critique, París, Raisons d’agir, 2012) recurre a esta idea al comienzo de esta crítica (pero sociológica y fraterna con lo criticado) de la crítica crítica, para recordarnos que otro mundo puede ser posible, o no. Necesita argumentarse mejor que lo es y quizá militar de otra manera para lograrlo. Buena parte del libro constata el fracaso del modelo militante nacido con el antiglobalización, sobre todo por su incapacidad para incorporar gente en la izquierda fuera de ciertos círculos selectos. Poupeau propone varias respuestas.
La primera nos advierte del cierre de un mundo militante. Demasiado contento consigo mismo, comprende mal que la política, incluso la mejor y más progresista, se encuentra desquiciada siempre, como señalaba Bourdieu, por una doble verdad: la de ser lucha contra el poder pero también persecución de privilegios. Todo ello sin quererlo, arrastrados por las inercias dominantes. ¿De dónde proceden esas inercias? Por un lado de las jerarquías existentes dentro de los movimientos. Aquellos con más capital cultural, más visibilidad mediática y mayor experiencia política logran imponer un tipo de acciones y una interpretación de las mismas… por más desadaptadas que se encuentren en otras coyunturas. Poco cuesta encontrar ejemplos del mimetismo militante, resultado de la dominación simbólica que ciertos discursos y ciertas prácticas ejercen en lugares del espacio social donde conducen a la soledad: porque nadie los comprende (pero hacen como si lo hiciera), porque no sirven para movilizar fuera de ciertos ambientes -aunque, eso sí, como efecto de distinción, aunque eso poco tiene que ver con una política con vocación de mayorías. Poupeau recuerda que las movilizaciones existen a menudo al compás de los medias y, cuando estos dejan de prestar atención, se desinflan. No hace falta decir el modelo de militancia que promueve esa sobreexposición mediática: bipolar (pasa de la hiperexcitación a la decepción), concentrada con las acciones y no con tejer cotidianamente lazos con otros grupos sociales, reducida a la iniciativa de pequeños grupos obcecados con la capacidad de movilización permanente, convocatoria y, lo ya dicho, visibilidad mediática.
Vayamos con la segunda inercia. Otro motor fundamental de la minorización de las luchas procede del campo intelectual. Poupeau señala que todo discurso de celebración de los movimientos tiene una ventaja sobre aquel menos prudente y que no entiende confunde la empatía y la solidaridad con la fusión romántica y cegada. En ciertos medios académicos oficiar de amigo del pueblo ayuda en la carrera y, con los descritos/celebrados por el discurso, ayuda a hacerse un mercado. Los discursos proféticos reconfortan, los descriptivos, a menudo, fastidian porque nadie nos parecemos a lo que decimos que somos. Cuando se reivindica la distancia, la acusación suele ser doble: la de ser un pretencioso y la de insultar a los dominados. Respecto de lo primero, una importante corriente científica cuestiona, cada vez más, que el mundo resulte más transparente a los científicos que a los implicados. Apoyándose en ésta, cada vez más intelectuales celebran la visión de sí mismos típica del mundo militante o de alguna de sus fracciones.
Franck Poupeau se despacha con ciertas lecturas populistas de Jacques Rancière y, en ese terreno, incluye también la recepción intelectual de la crítica de Claude Grignon y Jean-Claude Passeron (Le savant et le populaire, París, Seuil, 1999) a Bourdieu. Esa recepción pasa por alto que se trata de perspectivas muy distintas y, de hecho, una crítica que Poupeau hace a Rancière la comparte con Passeron (véase la página 106 de Le savant et le populaire): la de idealizar como capacidades de los dominados lo que solo era factible en fracciones privilegiadas del mundo obrero. Grignon y Passeron hablaban menos de resistencia que de otra cosa: la posibilidad de olvidar la dominación y procurarse un espacio donde vivir sin los recursos de los de arriba y sin verse afectados por las categorías con que juzgan el mundo. Por supuesto, se guardaban de decir que esa resistencia era siempre política. Su posición, de hecho, se encontraba más próxima de Bourdieu que de Rancière. Sigo creyendo que, si se juzga con sindéresis las propuestas intelectuales de Bourdieu y Passeron/Grignon, existen distancias en matices importantes, pero mucha proximidad en tesis muy fundamentales de qué es hacer ciencia y cómo ésta puede (si es que puede o, cabría decir, las veces que puede) ayudar a la movilización.
Más allá de esta disputa intelectual, Poupeau pone dos ejemplos de los disparates del populismo. El primero a propósito de la obra Les sentiers de l’utopie de Isabelle Fremeaux y John Jordan, viaje iniciático por la Europa radical y alternativa en la que los autores se encuentran con gente «formidable», de esa que no se rebaja a comprar en Ikea, que tocan la flauta travesera o la batería y que se proponen como ejemplo de una vida diferente. Muy respetuosamente, Poupeau les recuerda que tanta excelencia no la tiene todo el mundo a mano y que tras la celebración de la diferencia se esconde algo más que un pelín de racismo de clase (alta y asimilada: fracción bohemia). Para poder rebelarse, insiste Poupeau, hacen falta ciertas condiciones sociales y, toda esa literatura de exaltación lírica, las olvida. Por eso, si nos tomamos en serio ofrecer modos amplios y acogedores de producir opiniones distintas, nos falta centrarnos en lo estadísticamente repandido (y que solo es vulgar para la mirada vulgarmente distintiguida) y nos sobra mucha fascinación por la gente extraordinaria.
El segundo tiene como protagonista la Bolivia de Evo Morales, objeto de ensoñación del utopismo de pequeñas comunidades. Pues bien, entre el modelo de Estado redistributivo y el discurso comunitarista hay más de una tensión. La celebrada «economía étnica», basada en las relaciones informales y alérgica al derecho, solo es utópica en la fascinación exótica del militante viajero: a menudo, se parece más al capitalismo desregulado y salvaje que a otra cosa… bien lo sabe el gobierno cuando ha introducido medidas para respetar los contratos laborales o recaudar impuestos. El pueblo no existe ni, obviamente como bloque social unificado y muy raramente lo hace como bloque político.
Poupeau propone una alianza entre un trabajo científico serio y una actividad militante más reflexiva e ilustrada. Por supuesto, y él insiste también, ilustración necesita, y mucha, el académico, atrapado en la vorágine neoliberal de la evaluación universitaria (Publish or perish) y al que la militancia política puede enseñarle mucho. No sobre las mejores vías para ascender académicamente, eso no. Pero sí sobre el sentido de la actividad intelectual. ¿Y qué quiere decirse con sentido? Suena un poco filosófico pero ¡qué le vamos a hacer!, porque pese a ello tiene consecuencias prácticas. Lo sabe quien se arriesga, en tanto que académico, a plantearse esas preguntas tan simples y corrosivas sobre a) qué te preocupa b) a quién le preocupa lo que te preocupa… y, ahora que tanto gusta a los neoliberales la rendición de cuentas: c) qué utilidad tiene para los que existen y los que están por venir aquello que estudias; aquello que escribes.
Fuente: http://moreno-pestana.blogspot.com.es/2013/06/critica-sociologica-y-fraterna-de-la.html