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Crónica de una inserrucción señorial

Fuentes: Rebelión

Una oligarquía que ve seriamente resentida su hegemonía, acude primeramente a recomponer esta de modo discursivo; es decir, retóricamente busca recomponer su hegemonía cooptando a su favor una situación revolucionaria. Subsumiendo el discurso revolucionario (que cuestiona explícitamente la dominación y la injusticia) subsume toda crítica y la instrumentaliza para perfeccionar de mejor modo su dominación. […]

Una oligarquía que ve seriamente resentida su hegemonía, acude primeramente a recomponer esta de modo discursivo; es decir, retóricamente busca recomponer su hegemonía cooptando a su favor una situación revolucionaria. Subsumiendo el discurso revolucionario (que cuestiona explícitamente la dominación y la injusticia) subsume toda crítica y la instrumentaliza para perfeccionar de mejor modo su dominación. Cuando el discurso revolucionario queda atrapado en los esquemas conservadores entonces asistimos a una recomposición de la hegemonía dominante. La nueva situación y las nuevas perspectivas se diluyen en la aceptación inevitable de lo establecido; toda esperanza queda aplazada y las utopías son denunciadas desde el realismo cínico del beneficiario de la dominación. Por eso las oligarquías salen siempre de sus crisis robando a los oprimidos sus banderas de lucha y apareciendo después como sus redentores. La lógica de la inversión es la lógica que adopta el que transforma la liberación en justificación de la dominación; así se subsume lo nuevo que aparece y se lo domestica bajo los esquemas establecidos: nadie derrama vino nuevo en odres viejos, pero un discurso de dominación siempre hace eso. Pertinente a este discurso actúa también una política que instrumentaliza toda rebelión, de modo que todos sus propósitos se diluyen en una simple «resolución de conflictos» (donde la justicia y el hambre son asunto de beneficencia, no de ciencia). La performatividad del sistema es la que opera en toda esta suerte de praxis política instrumental y así el sistema se sigue recomponiendo por la «domesticación» de la crítica y la rebelión.

Así opera una oligarquía cuando tiene capacidad, no sólo de retórica, sino de argumentación; la subsunsión es posible si las argucias intelectuales todavía funcionan, si pueden todavía aglutinar en torno a ella misma (y a sus valores) al conjunto de la nación que dice representar. Porque la oligarquía pretende siempre fundar todo proceso de liberación bajo su perspectiva histórica; de ese modo, todo proceso de liberación lo subsume como producto de su propia emancipación. Por eso la oligarquía boliviana trató infructuosamente de cooptar la Constituyente como fruto de su emancipación criollo-racista-eurocéntrica y derivar las transformaciones de sus estructuras políticas y jurídicas en la conservación de su legalidad y su sistema institucional. Como procedió el MNR, derivando la revolución del 52 en un nuevo y más refinado sometimiento; desde entonces nuestra dependencia se hizo tácita y siempre tuvimos que golpear las puertas de la embajada gringa para pedirles permiso si podíamos tener algo de lo nuestro (hace poco el embajador Goldberg tuvo que retractarse ante el gobierno boliviano, cosa inédita en nuestra historia, lo que demuestra que las cosas sí están cambiando, y en serio).

Pero cuando la oligarquía pierde la capacidad de cooptación, es cuando opta por desenmascarar lo que en realidad es: fascismo. Porque una hegemonía ficticia (la estatua de bronce con pies de barro) tiene siempre como último recurso la violencia, que demuestra la imposición nunca legítima de su presencia. Eso es lo que aparece en Santa Cruz y Sucre. Aunque la ceguera es evidente en la sedición camba, en Sucre sucede todavía una suerte de aglutinación simbólica, donde el provincianismo de plazuela acude, de modo ignaro, a cruces inquisitoriales y «cédulas reales», para justificar pretensiones de nuevo rico. Esa asunción simbólica muestra el pasado que reclaman y la clase de ley que prescribe su inconsciente: es la ilusión monárquica que pide la devolución de sus títulos, la santificación de sus fracasos históricos y la regresión de toda aspiración nacional-popular a sus propias aspiraciones mezquinas de balcón y apellido rimbombante. Por eso el nuevo rico que aparece en el espectro político adopta los símbolos monárquicos realistas del dominio español que sufrimos, porque su afán es también dominar y por eso adopta el pasado del dominador para reivindicar sus afanes provincianos. Por eso vuelve, de modo retrógrado, a las cruces potentadas de la inquisición (aquellas que perseguían en el Nuevo Mundo a marranos, conversos, indios y todos los «herejes» que perseguía la cristiandad española, limpiando la «pureza de sangre» que reclamaba el primer racismo mundial, el que se produjo en el primer imperio moderno: el cristiano español).

El nuevo rico que aparece abraza el neoliberalismo como forma de vida y hace de su moral el credo que justifica acabar con todo y con todos. Es un individuo de-formado en el egoísmo, presentado como interés privado, que establece su derecho como el único posible; mal-educado en la acumulación y la ganancia extraordinaria, no sabe otra forma de perder sino haciendo perder a todos, es decir, si él pierde algo los demás deben de perder todo. Esa es una moral propia de la mafia: destruir todo, que no quede piedra sobre piedra. Por eso opta por la desintegración y la desaparición del país, y para eso se apoya en intereses extranjeros (como siempre se apoya aquel que no tiene respaldo interno): clama por la intervención extranjera, que es, en definitiva, la que sostiene una hegemonía construida a partir del visto bueno del imperio y el capital transnacional. Por eso este nuevo rico jamás podrá constituirse como burguesía (aunque pretenda, su dependencia es la que hace imposible este proyecto), porque no es ni siquiera consciente de lo que eso significa; adoctrinado en la dependencia sistemática, estima como lo único conveniente para sus propósitos, servir del mejor modo posible al capital transnacional, no sabiendo que eso mismo significa el no desarrollo de su propia independencia. Por eso vive pendiente de lo que se le ofrezca al capital extranjero, para brindarle todo lo que contenga esta tierra, como sucede con los madereros del oriente (entre ellos el dueño de la red UNITEL), que no les preocupa deforestar inmensas extensiones de tierra boliviana, mientras sigan cumpliendo la demanda de carbón vegetal que reclaman empresas, como la EBX del Brasil. Este nuevo rico no tiene ninguna proyección nacional, porque sus mezquinas pretensiones no conciben algo que no sea su propio beneficio; por eso se atrincheran ahora, de algún modo, defendiendo los espacios que se asignaron ellos mismos en una disgregación político-administrativa de este país, sobre todo prefecturas.

Desde esa descomposición, preparada en los gobiernos del Goni y su pupilo Mesa, operada por los actuales prefectos de la «media luna», atentan a la integridad nacional y preparan la destrucción de un país que ya no es más su hacienda (por eso amenazan con declarar su independencia, es decir, la autonomía de facto). Esta mentalidad es la que pervivió en la idiosincrasia de quienes gobernaron este país, por eso Víctor Paz decía que Bolivia se nos muere, cuando el moribundo era él y su proyecto. El país moría para ellos porque se les escapaba de las manos, y el remedio (que ni siquiera imaginaban ellos, sino sus asesores gringos) era prometer todo de nuevo para seguir robando siempre; su dependencia les imposibilitaba imaginar otra suerte para este país que no sea abrirle las puertas al capital transnacional, ya que nunca fueron actores reales y siempre persiguieron la subordinación como forma de vida. Deslumbrados por el mito de la conquista, nunca se propusieron el esfuerzo como mediación para conseguir sus ambiciones, de modo que todo consistió en extender la mano afuera. Su quimera siempre consistió en el mito del excedente sin el menor esfuerzo, en esperar que todo les sea entregado en bandeja de plata o de gas (para correr la voz y que vengan los de afuera y premiarles la presteza); por eso nunca imaginaron un patrón de desarrollo, nunca una política exterior de Estado, nunca una independencia económica, nunca una soberanía digna (hasta en el fútbol, la desidia y desamor de las dirigencias corruptas arrastraron a nuestro fútbol al último lugar de la región). Por eso no es raro que los neoliberales cívicos de Sucre conciban que el desarrollo de su región consista en una pura acumulación burocrática, en tener el poder en sus manos. Afán típico de patrón que, látigo en mano, cree que la superioridad se mide ostentando poder y títulos; prejuicio propio de caballero medieval, cuya ostentación de su rango consistía en la cantidad extravagante de servidumbre que ostentaba y en el gasto irracional que hacía alarde de su posición. Los cívicos de Sucre no quieren desarrollo sino ostentación de poder; pero no lo quieren porque sí. Quieren el poder para hacer imposible cualquier cambio.

Pero el poder no es algo que se posee. Es, en última instancia, la voluntad de vivir que expresa el pueblo en tanto sujeto histórico. Por eso el pueblo (reunido como un conjunto de naciones originarias) es el sujeto constituyente, que se brinda las constituciones que crea necesarias, para producir, reproducir, desarrollar y ampliar la vida de toda esta comunidad política llamada Bolivia. Reconociendo al sujeto, reconocemos su memoria y reconocemos lo que proyecta: la emancipación criolla es nada frente a la liberación real de los oprimidos (oprimidos por los criollos). Cuando la oligarquía muestra su cara fascista, es cuando ya no hay posibilidad de cooptación, y es cuando apuesta por el «todo o nada», curiosamente la misma consigna de los «capitalistas» de Sucre: lógica del que ha tenido siempre todo (cuando hablan los cívicos de Sucre, ¿hablan ellos o la «media luna»?). El «todo o nada» es una consigna sin moral, que busca el que apuesta al suicidio colectivo: la única forma de perder es que todos pierdan. Y es la cara fascista hecha discurso. Frente al cual no hay argumento posible, porque el «todo o nada» no escucha nada ni acepta nada, sólo el todo. Si no hay todo para el inconforme, entonces que todos se conformen con la nada que procurará este. La dilatación en la Asamblea Constituyente y, ahora, el franco atentado contra ella en Sucre, evidencia una intransigencia dispuesta a la destrucción de todo. Esta intransigencia muestra la verdadera cara de una idiosincrasia que gobernó este país en los últimos veinte años; irresponsable y ciega de las consecuencias que desata sus fallos: si destruye a todos no sobrevive nadie para demostrarle su error.

Es lo que produce la globalización moderna, con su expansión destruye a la humanidad y al planeta; y como acaba también con quienes le señalan su injusticia, acaba amputándose toda posibilidad de remediar aquello que en verdad produce: destruyendo todo, como es la tendencia del desarrollo moderno, se destruye ella misma. De modo que, el desarrollo moderno o la actual globalización, en el mediano plazo, significa una carrera por el suicidio colectivo. Por eso no es raro lo que acontece en Sucre y demuestra una mentalidad que está dispuesta a acabar con todo, antes de perder algo ella. Es una mentalidad que tiene 2000 años de historia, por eso el tamaño de su ceguera es histórico; permanece escondida en el inconsciente colectivo y se activa cuando las crisis remueven la estabilidad de sus certidumbres y creencias. San Agustín, ya en el siglo V, decía a propósito de la frase cristiana «y Dios se hizo hombre» que, por voluntad divina, «fuéramos dioses por participación y no por rebelión». El teólogo del imperio justifica al imperio, pues este siempre busca la obediencia vía sometimiento, demonizando toda rebelión y divinizando al imperio. Cuando el imperio toma el lugar de Dios y la religión se hace su portavoz, lo que la religión declara ya no es palabra de Dios sino retórica del imperio. Se invierte, de ese modo, una religión de los pobres y los desposeídos. Una teología de liberación (como fue el cristianismo de los primeros siglos) aparece justificando al imperio. El Dios que «se hizo hombre» es ahora servidor del imperio y, como servidor, no puede rebelarse, sólo someterse; por eso las crucifixiones no acaban con el Mesías, sino que siguen a lo largo de la historia de la cristiandad (tanto en el viejo como en el Nuevo Mundo). La iglesia es la que administra la «ciudad de Caín» y es la que interpreta y justifica las acciones del imperio, siempre en nombre de Dios. Como imperio, busca expandirse, dominar, y la justificación que sostiene esta voluntad de dominio es que se hace siempre en nombre de Dios. El Mesías declaraba que su reino no era de este mundo, ahora el reino de este mundo somete al Mesías como garante de su dominio. La gloria de Dios es ahora gloria del imperio y consiste en la conquista de todo el mundo. El Dios del bien se transforma en Dios del mal y su apetito cobra como 50 millones de víctimas en su primera expansión fuera de Europa: la conquista del Nuevo Mundo; porque la gloria de Dios también se mide en riquezas, de modo que se conquista para Dios los lugares donde haya riquezas (así como antes se llevaba «la civilización» a lugares ricos en plata u oro, ahora se lleva «libertad y democracia» a lugares que preferentemente tengan petróleo o gas).

Este tipo de mentalidad interpreta que la conquista de la tierra para Dios es recompensada por las riquezas que se obtiene en dicha conquista; sus actos se justifican porque al perseguir la gloria de Dios, el premio a recibir es siempre todo, por eso no se persigue algo sino todo. Una vez devaluado el Mesías en el Kristos del imperio y secularizado el Dios medieval por medio de las ciencias y la filosofía modernas, la conquista ya no necesita justificarse teológicamente, ahora la conquista se justifica retóricamente, pues es en nombre de los valores de la sociedad moderna que se comete crucifixiones de pueblos enteros: en nombre de la libertad se persigue, en nombre de la democracia se financia dictaduras, en nombre de los derechos humanos se los viola, en nombre del libre mercado se cierran las fronteras a la humanidad, etc. La recompensa es inmensa para el que comete esta violencia y esa recompensa la interpreta como retribución divina. Este tipo de mentalidad es la que imagina un «choque de civilizaciones» o un «eje del mal». En nuestros lados, la defensa intransigente de la legalidad neoliberal, adopta inconscientemente un maniqueísmo imposible de enfrentar de modo racional y argumentativo. Una situación de diálogo es sólo posible desde el respeto soberano de la dignidad de la humanidad del otro. Esto supone una honesta y seria pretensión de comunicatividad; es decir, de no usar el dialogo para instrumentalizar al oponente, sino para escuchar y aprender y ceder («ceder es entender», dice el canciller Choquehuanca). Pero esto es imposible si el diálogo está digitado por el racismo criollo propio de la oligarquía boliviana (capitaneada ahora por el sector más fascista del país: la oligarquía camba) y por un encubierto interés en destruir todo intento de revisar siquiera las estructuras jurídicas y políticas de este país. Como ya dijimos en un artículo anterior, se trata de una lógica del rapto: se rapta todo el proceso de cambios y como pago nos exigen renunciar a todo cambio.

Nuestra situación es por eso difícil: padecer un orden de cinco siglos de exclusión y negación sistemática y el renacimiento irrevocable de las aspiraciones más justas de todas nuestras generaciones. Por eso, desde el lado del pueblo, lo que se argumenta no es una mera retórica (a la cual nos tienen acostumbrados los doctorcitos de los medios de comunicación) sino que muestra la profunda esperanza de restaurar una base significativa para una nueva forma de vida donde todos «vivan bien». Lo que vemos en Sucre o Santa Cruz es, como en la época nazi, la refutación radical de todo aquello que es esencialmente digno y sagrado: la humanidad de todo ser humano. El racismo declarado de la oligarquía (y sus reclutados, por los medios) es la negación de la humanidad del otro, y es antesala de toda la destrucción que desate la derecha política, en su afán de acabar con todo, siempre en nombre de todo aquello que socava ella misma.

El racismo manifiesto que estalla en contra de la Asamblea Constituyente y en contra del presidente indio no es un desvarío fascista sino que expresa la experiencia original de la dominación moderna. La experiencia del conquistador europeo es constitutivamente racista y es su formalización, expresada en las ciencias y la filosofía, que clasifica a la población mundial, con la consecuente división mundial del trabajo; de ese modo nunca fuimos sino tierra a disposición, mano de obra sobrante, hasta deposito de desechos y, ahora, población prescindible, cuya desaparición es un costo más que puede asumir el capital trasnacional. Estas víctimas que produce el capital, gracias a la categoría de raza, son transformadas en inferiores; de modo que la violencia cometida contra ellos ya no es violencia sino «un bien que se les hace»: si el inferior no reconoce la autoridad del superior es por barbarie e incultura, lo cual merece un castigo ejemplar, que se realiza por el propio bien de su raza, para que aprenda a someterse a la autoridad de su señor (que viene del latín dominus, o sea, señor es quien domina, de modo que los domingos, el dominus dei, con la mediación de la iglesia, en realidad hacemos un culto a los señores que nos oprimen).

El fascismo nazi, en realidad, no negó al Kristos; sino que, en su nombre, desató una violencia de tal magnitud, que hace necesario buscar, en la sedimentación histórica que constituye a la subjetividad europea, el origen de esa violencia. Lo que hay detrás de esa violencia son 1500 años de odio cristiano a los judíos. Odio que se expresará después en la primera experiencia de dominación real (gracias a su superioridad sólo bélica) que tendrá Europa en el Nuevo Mundo (imposible ante árabes o hindúes o chinos que, hasta el siglo XVII, eran superiores en todo, a comparación de una Europa atrasada y marginada del comercio mundial); realizando un proceso de subjetivación de ese dominio que se formalizará en las categorías básicas de la filosofía moderna. De modo que ese odio se transforma en odio a todo lo que no es europeo; con el aditamento de que, desde el siglo XVI, Europa se convierte en centro del sistema-mundo moderno (con el robo acumulado del Nuevo Mundo), desde donde reorganiza a la humanidad, expandiendo su economía militarmente, destruyendo las economías mundiales y subsumiéndolas en torno a la lógica del capital: el excedente no es más propiedad de la humanidad sino del capital y la división mundial del trabajo consiste en suministrar al mundo moderno europeo (después norteamericano) de todo aquello que se le apetece. Por eso, Adam Smith analiza como último capítulo de la economía liberal, la defensa de la riqueza. La imposición y la defensa del sistema-mundo moderno fue siempre bélica, que es la instancia siempre presente en la conservación de este sistema de cinco siglos.

El señor es siempre magnánimo si el esclavo se somete voluntariamente, que es el modo como entiende su política: «la dominación legítima sobre obedientes» (así lo expresa Weber, el teórico de la dominación). Como ninguna dominación es legítima, pues se realiza por coacción, del mismo modo, si hay legitimidad no hay obedientes, pues la obediencia es sólo sumisión (esa definición weberiana es un puro contrasentido). Por eso el señor puede parecer hasta simpático, sobre todo cuando hace de la caridad espectáculo (mientras, por otro lado, apoya políticas que condenan a las grandes mayorías a la miseria); pero cuando aparece la rebelión es cuando empieza a sacarse la máscara y mostrar su verdadero rostro. Es cuando 2000 años de negación de toda otra humanidad, que no sea la suya, le empujan a desatar un odio milenario que le exige sacrificios: los «herejes» deben ser quemados en las hogueras para expiar el pecado de todos, porque se han atrevido a rebelarse, y la pena por la rebelión es la condena eterna, de modo que él se vuelve un «escogido» y 2000 años le dan la razón, él es el héroe que devuelve la paz a la «ciudad de Caín», el orden al «reino del milenio»; el capital reclama sacrificios y él está dispuesto a ofrecérselos. Por eso aparece la insurrección señorial y en el éxtasis que le provoca resurgir como cruzado (bajo la misma consigna de Bernardo de Clarabal: «si ya no existe la misericordia tampoco se dará el sentimiento de la compasión»), portando las cruces que también llevaban los templarios (de quienes decía un sultán otomano: «es inconcebible esa sed que tienen de sangre y muerte, al grado de desear con los ojos abiertos la propia muerte»), no puede estimar ni ser consciente que acabando con todos acaba consigo mismo. La conciencia de que asesinato es suicidio es imposible para una racionalidad que no es capaz de hacerse responsable de las consecuencias que provoca. Cuando la racionalidad moderna formaliza aquel odio milenario y encubre este fundamento ideológicamente, es cuando la negación y exclusión del otro, su constitución histórica en despojado, aparece como natural: los pobres son porque así lo quiso Dios. El robo queda justificado y ya no aparece como robo sino como «aprovechamiento de oportunidades». Los piadosos del Dios de este mundo (del «In Gold We Trust»), fieles a su tradición sacrificial, milenarista, no temen a la destrucción de todo, es más, la desean, porque así creen que su salvador aparecerá desde el cielo e impondrá la tierra nueva (no es de extrañar que Reagan confiara en cristianos fundamentalistas para activar las bombas nucleares); creencia que aparece en la edad media europea y resurge cada vez que el orden se siente amenazado.

Pero la palabra no habla de un Dios de la muerte sino de la vida, y el Mesías recuerda los Salmos cuando declara: «misericordia quiero no sacrificios», es decir, la palabra se realiza en la justicia, por eso las bienaventuranzas son dadas a los pobres, no a los ricos, porque estos quitan al pobre su jornal y eso entregan como ofrenda. En los profetas eso es abominación, es como sacrificar al hijo en vista del padre; la exhortación es clara: «si quieres seguirme abandona tus cosas y dáselos a los pobres», porque la vida en torno de la riqueza no redime a nadie sino que maldice a todos. La ética moderna es anulación de toda ética. Por eso la apuesta por los necro-combustibles no considera la vida del planeta y la humanidad, sólo las ganancias que se estiman por la demanda creciente en el primer mundo. Si sólo el acuerdo entre Bush y Lula ya provocó el alza del precio de los alimentos en toda la región, ¿qué pasará cuando el acuerdo sea producción acelerada, en desmedro de la alimentación de nuestros países? Sumado a esto los desastres que ocasionará una producción masiva y acelerada, en el frágil ecosistema de la región. La ciencia moderna primero pretendió desligarse de la teología, luego las ciencias humanas pretendieron desligarse de la filosofía, ahora la economía y la política desterraron de sus dominios a la ética; si esto es así, no es raro que un ideólogo del neoliberalismo, como Hayek, afirme que: «demandas de justicia son sencillamente incompatibles con cualquier proceso natural de carácter evolutivo». El mercado moderno neoliberal se presenta como «natural», de modo que el que se oponga a este resulta estar en contra del «proceso natural de carácter evolutivo». La racionalidad moderna expresa de este modo su propia lógica: subordina no sólo la historia y la humanidad, sino también la naturaleza a sus propias exigencias. Agravando la cosa, subordina a la realidad, por eso anula toda ética; porque si la ética (desde Aristóteles hasta Habermas) es la relación práctica que establecen entre sí los seres humanos, acabando con estos y con lo que hace posible la vida de estos, la tierra, se acaba con lo que hace posible toda ética. Si no hay vida no hay nada; y una ética que no considera la miseria del 80% del planeta y la crisis medioambiental producida por una racionalidad que sólo estima sus beneficios y no se responsabiliza por las consecuencias que provoca, no es ética. Se trata más bien de la moral del ladrón y del asesino. Es Caín contra Abel. A este le persiguen los gritos de la muerte del hermano, por eso no deja de matar, para acallar los gritos que viene desde la tierra. Por eso construye ciudades y les pone murallas, como sus leyes, para defenderse de los gritos del hermano; por eso insulta y calumnia, por eso hace hogueras e intimida la memoria de las víctimas anunciando otra inquisición, otro holocausto. Por eso acude a sus símbolos amenazadores, a su tradición sacrificial, y ese peso histórico hincha su soberbia en improperios altisonantes, propagados por todos sus medios de comunicación.

«Dice el insensato en su corazón: no hay Dios»; por eso no teme escupir al cielo y a la tierra con sus mentiras, por eso destruye la democracia en nombre de la democracia, se burla de toda ley en nombre del imperio de la ley, pisotea los derechos de los demás en nombre del derecho de todos, en nombre de la paz y la libertad persigue y golpea. Ayer fueron indígenas en Santa Cruz, luego en Cochabamba, hoy son constituyentes (representantes elegidos democráticamente) los agredidos. La sedición empezó siempre así. El gobierno de Allende fue el laboratorio donde aprendió el imperio cómo desestabilizar una democracia desde adentro; la especulación y la subida de precios son parte de una estratagema de erosión de la economía (sobre todo cuando, como en nuestro país, el Estado se encuentra imposibilitado del control de precios de la canasta familiar y todo está diseñado para que el mercado regule estos, es decir, para que el empresario haga su agosto); lo mismo sucede con el boicot parlamentario, imposibilitando al gobierno de realizar cambios estructurales (hasta el colmo de acusarlo constitucionalmente, como hicieron con Allende) y privarle de todas las atribuciones que gozaron los gobiernos de derecha (no otra cosa fue la inconstitucional elección de prefectos, para desarmar el aparato político del Estado).

Desarmando política y administrativamente al Estado, juegan a la desintegración de este, pero eso no les importa, su ceguera es la misma en 180 años, así desmembraron la unidad territorial de este país, quedando reducido a menos de la mitad en su vida republicana; otra escisión más no les importa a quienes jamás tuvieron conciencia nacional (menos a la oligarquía camba, que es más chilena, brasilera o croata que boliviana). Como en el Chile de Allende, les queda el golpe, auspiciado siempre por la embajada gringa (el nombramiento del embajador Goldberg es estratégico; se dice que este fue uno de los artífices de la desmembración de la ex Yugoslavia), que es lo que viene después de toda esta antesala de conflictos digitados desde las prefecturas, los comités cívicos, las universidades, y gozando siempre con ingentes cantidades de dólares que se reparte adonde se pueda comprar conciencias para acentuar más los conflictos. En esta hora crítica nuestro pueblo debe de saber mostrar cuánto ha acumulado como capacidad histórica. Porque el pueblo no se constituye de una vez y para siempre, la forma de su constitución es su constante autodeterminación. Enfrentado a la intransigencia señorial, que siempre tratará de desarticularlo, se enfrenta siempre a la capitulación. Por eso su aglutinación no puede ser efímera sino firme e inquebrantable. Si en el proceso de resistencia eso era necesario, lo es más en el proceso de constitución de un orden nuevo. La oligarquía, en el «todo o nada», ya ha apostado a la destrucción total. Consciente de que no puede recuperar el gobierno de todo el país, opta por la escisión, para eso moviliza a sus contingentes, a su reserva de reclutamiento (sus nuevos sayones, que dan la cara por otros), para provocar y justificar la insurgencia. Después de la concentración de los abuelos y abuelas en Santa Cruz, no le queda sino la confrontación directa, promovida ya en la última reunión autonómica, donde los prefectos ya calculan sus intereses; de modo que (cosa ya maquinada por la embajada gringa) lo que se perfila no es ni siquiera otro país, sino seis republiquetas, enfrentadas después las unas a las otras. El laboratorio de los Balcanes hace ver ya un modelo de lo que sería todo aquello. La última declaración de los senadores, exhortando al gobierno a no permitir la injerencia del presidente Chávez, es otra de las estrategias, pues representa el colchón congresal que le brindará justificación posterior a una intervención gringa. Provocada la insurgencia, sobre todo en Sucre o Santa Cruz, se buscará el enfrentamiento (en Sucre esperan que La Paz se movilice para derramar sangre), lo cual justificará una intervención (diplomática primero), y el senado (vacío el tribunal constitucional) acusará de inconstitucionalidad al gobierno, haciendo una sucesión constitucional para que el poder ejecutivo recaiga en manos de la derecha (PODEMOS, UN y MNR, donde se prevé que se pelearan, como de costumbre, y tendrán que «pactar», repartiéndose el patrimonio nacional); tendrán que disolver el congreso, pero sí disolverán la Asamblea Constituyente, después derogarán el decreto de nacionalización, la ley de tierras y todas aquellas medidas que estuvo realizando el gobierno de Evo Morales. Pero todo esto presupone una derecha por lo menos compacta y consistente (ya que inteligencia no le sobra), así que la primera instancia, la más descabellada, es la más probable. No hay peor contrincante que el más predecible. Y la oligarquía boliviana, además de fascista, nunca ha poseído las virtudes de la prudencia y el tacto, por eso su historia política está llena de traiciones y vilezas; por eso ha arribado a este desenlace abanderando la soberbia y la ignorancia, como único patrimonio en el baúl de sus evocaciones. Por eso ofrece, como única perspectiva suya, la disgregación de su propio país.

La Paz, noviembre de 2007 Rafael Bautista S. Autor de «OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA» y «LA MEMORIA OBSTINADA» Editorial «Tercera Piel» [email protected]