La figura de Elisa Carrió se ha torneado, moldeado y reformulado en la escena mediática al ritmo cíclico de cualquier artista con disco nuevo y estética de lanzamiento. Trata de reinventarse a sí misma pero los temas terminan sonando siempre a más de lo mismo. Sin embargo, su presencia vende. Son cantos de protesta y […]
La figura de Elisa Carrió se ha torneado, moldeado y reformulado en la escena mediática al ritmo cíclico de cualquier artista con disco nuevo y estética de lanzamiento. Trata de reinventarse a sí misma pero los temas terminan sonando siempre a más de lo mismo. Sin embargo, su presencia vende. Son cantos de protesta y una nota de color que la ubica en las primeras páginas de la agenda política de la prensa impresa, radial y televisiva.
Su fondo está construido en pilares valorativos sobre ciertos principios morales, muy apropiados a su origen cívico, seguidos de infinidad de acciones de denuncia con temple heroico pero nunca triunfal.
He ahí la paradoja que atraviesa a la por segunda vez candidata a presidente, que resultó absuelta días atrás después de una querella por calumnias e injurias iniciada por el empresario pesquero Héctor Antonio.
Este caso resultó la antinomia perfecta, pues ambas figuras son herederas directas de las dos tradiciones partidarias que dominaron la historia argentina durante el siglo pasado.
Según cuenta la propia Elisa, por su casa paterna pasaron de visita Arturo Frondizi, Ricardo Balbín y hasta Raúl Alfonsín actuó de cortesano en uno de sus casamientos. En tanto, el padre del querellante acompañó a Juan Domingo Perón en su ascenso, caída y retorno en 1973.
Conocido como confidente y amigo, Jorge Antonio también era considerado un ariete del PJ en temas comerciales y de financiamiento de la caja política. Curiosamente, su hijo Héctor pasó a ocupar el lugar de villano para la alguna vez presidenta de la Comisión investigadora de lavado de dinero y la de Asuntos Constitucionales, en tiempos de diputada nacional.
La acusadora convertida en acusada y luego en fiscal del funcionamiento integral del actual sistema de gobierno, sugirió que el asesinato a balazos de un pequeño productor chubutense, Raúl Espinosa, perteneciente al mismo rubro de Héctor Antonio (representante de la española Pescafina), había ocurrido luego de que Espinosa le prometiera datos sobre la trama de la mafia pesquera vinculada al kirchnerismo.
Por no retractarse ni presentar pruebas, Elisa estuvo en las puertas del infierno y aprovechó el caso para promocionar su candidatura por la Coalición Cívica. Su amparo en el derecho a preservar «libertad de expresión» no la llevó al martirio pero estuvo cerca. Tan cerca como de ese 40 por ciento de intención de votos en la previa a las presidenciales de 2003.
Un número que, probablemente, no hubiera espantado electores a tropel si Elisa, aquella extraña tarde en el Congreso, no hubiera insistido en recorrerlo con inciensos y una cruz bajo su cuello.
Luego del reciente fallo, la acusada, absuelta y fiscal de la Justicia aseguró hasta el cansancio que se trató de un sacrificio (eucaristía cristiana).
Nunca se develará si en aquel 2003 el ARI tenía un plan de gobierno claro o si su reciente paso en falso de acercamiento al conservadurismo radical, encarnado en Ricardo López Murphy, son estrategias piantavotos de último momento para no asumir responsabilidades programáticas concretas. Lo cierto que es que para Elisa es fácil sonar en los medios y asumir un papel de víctima y denunciante; aún a riesgo de terminar tras las rejas.
Las coincidencias a veces resultan extrañas para la suerte de algunos. Como en el caso del partido del líder carismático del villano de esta historia y, parafraseando el otro lado de la genética partidaria de Elisa, el ritual parece repetirse. La candidata aparece como la misa de todas la mañanas en los principales titulares. No es periodista ni artista. Está en el candelero… pero eso no significa que cuando todo suena a Elisa, su permanencia en los medios evite que suene Elisa.