«Dieu fait pleuvoir dans le dessein de rendre les terres fécondes, & cependant il pleut dans les sablons et dans la mer; il pleut dans les grands chemins: il pleut également dans les terres inégalement cultivées. N’est il pas évident par tout ceci que Dieu n’agit pas par des volontés particulières?», P. Malebranche, Méditations chrétiennes […]
Searching for Sugar Man, el documental largo de Malik Bendjelloul que ganó un Oscar en 2013 es una película sorprendente. En primer lugar, la historia que nos cuenta parece más digna de la ficción que de la realidad, y el personaje que la protagoniza, lleno de realidad, no deja de ser increíble en una sociedad como la nuestra. El documental nos muestra una larga búsqueda, la de un mito. En los últimos años de la Sudáfrica del apartheid, un cantante americano del que solo se conocía el nombre y alguna foto sacada de álbums se convirtió en el ídolo de los jóvenes blancos en rebelión contra el apartheid que no solo era un régimen de explotación y humillación brutal contra los negros, sino que negaba las libertades mínimas al conjunto de la población, incluida buena parte de la minoría blanca. En ese mundo asfixiante sin apenas contacto con el exterior, unos pocos discos o cassettes de un cantante de canción protesta norteamericano llamado Sixto Rodríguez, con un estilo que a veces recuerda al del primer Bob Dylan y otras a Creedence, consiguen introducirse en el país burlando la vigilancia policial. Las canciones de Rodríguez se escuchan, se graban, se copian, se difunden por todos los medios y se convierten en auténticos himnos de desafío al apartheid. El cantante no es blanco como los que lo escuchan, tampoco es negro. es un hispano de los Estados Unidos míticos que los sudafricanos blancos ven como una tierra de libertad.
Mientras tanto, Sixto Rodríguez ha llegado a ser en su país un perfecto desconocido: después de haber hecho dos álbumes y dado varios pequeños conciertos en Detroit y sus alrededores, a pesar de que su voz y sus letras son de indudable calidad, no logra saltar a la fama y regresa plácidamente, sin particular sentido de derrota, a su trabajo habitual de albañil, al que acude, como muestra de dignidad de clase un poco anticuada, impecablemente vestido de traje y chaleco. También se dedica a la actividad política y se presenta a las elecciones defendiendo a los trabajadores de su deprimida ciudad. Mientras, en el otro lado del mundo es un fenómeno de masas a través de sus canciones, en su propio país nadie lo conoce, como descubrimos al principio del documental cuando se pregunta sobre Rodríguez a alguna gente por la calle. Incluso hay quien lo da por muerto. De su éxito en Sudáfrica, Rodríguez lo ignora absolutamente todo, en particular que, tras la caída del apartheid, se grabaron discos suyos y tuvieron una amplia difusión. Su productor norteamericano no le dijo nada, ni tampoco le dió un céntimo del dinero de los derechos de autor que le pagaron religiosamente los sudafricanos.
Hay así dos Rodríguez: el de carne y hueso, un buen cantante que no obtuvo éxito ni fama en su país, y el de Sudáfrica, el ídolo musical y político de un país para el que las canciones de Rodríguez eran un chorro de aire fresco. El Rodríguez de carne y hueso hizo su vida de obrero, tuvo hijas que educó en la dignidad de clase de un trabajador orgulloso de serlo y a las que logró dar gusto por los estudios y la cultura. Los dos Rodríguez, el real y el de vinilo existen en dos mundos que recuerdan los mundos posibles de Leibniz en los que un mismo personaje podía tener existencias enteramente distintas a partir de tan solo un pequeño acontecimiento de su vida. Hay un mundo posible en el que César cruzó el Rubicón y otro en el que retrocedió en lugar de hacerlo. Rodríguez, por una serie compleja de razones no dio el paso a la fama y no le importó nada. Mantiene frente a las fascinaciones del business del espectáculo una distancia irónica, con cierta guasa, sin rencor, sin amargura. Ha tenido la vida que ha querido en las circunstancias sociales que le tocó vivir. Incluso su paso por Sudáfrica una vez «redescubierto», los conciertos masivos, el entusiasmo del público no lo perturban. Agradece al público que «lo mantuviese vivo» en su primer concierto: «thank you for keeping me alive», pero regresa a los Estados Unidos y su vida sigue como antes.
La historia de Sixto Rodríguez es, como otras muchas, la de un «fracaso» social. Un talento que en una sociedad que une el éxito al negocio se ve frustrado. Es como la semilla que en la parábola evangélica del sembrador cae en la roca y no germina o como la lluvia de Malebranche que cae en el mar, en los caminos o los arenales. La particularidad de la historia de Rodriguez es que lo que era un fracaso en un mundo, en ese otro mundo del cono sur de África fue un éxito rotundo. Por lo demás, Rodríguez era, para un sistema que evalúa a los individuos conforme al valor de cambio y al beneficio, un simple residuo.
Tal es la suerte de la inmensa mayoría de los humanos en una sociedad de clases. El capitalismo es a estos efectos un régimen particularmente cruel, pues priva a la inmensa mayoría del mínimo reconocimiento social, sume a casi todo el mundo en el anonimato y la soledad, mientras hace relucir el mito de la fama y la gloria universales asociadas al dinero. El biólogo norteamericano Stephen Jay Gould afirmaba sobre los supuestos «genios»: «En cierto modo me interesan menos los pliegues del cerebro de Einstein que la casi certidumbre de que gente con el mismo talento vivió y murió en los campos de algodón y en las fábricas». La historia de las sociedades de clases es la historia de la producción en masa de restos, de residuos, de talentos frustrados y de vidas truncadas.
Sin embargo esos residuos que son para las clases dominantes los trabajadores, pueden reservarles sorpresas. Pueden encontrarse con circunstancias que les permitan desplegar su capacidad u obtener reconocimiento social. Circunstancias que, como en el caso de Sixto Rodríguez pueden ser perfectamente fortuitas. También pueden construir las condiciones que les permitan abandonar esa condición de residuo, encontrándose con otros y asociándose a ellos en la construcción de otro mundo posible -que está ya en este- donde los iguales se reconozcan en sus diferencias y en sus talentos singulares. En la Sudáfrica del apartheid, el fin de ese espantoso régimen de opresión pareció durante muchos años un sueño, en el que sonaban las canciones de Rodríguez entre los blancos o musicas de otro tipo en la mucho más oprimida y empobrecida mayoría negra. El apartheid cayó. Hoy es posible soñar con el fin de la sociedad de clases, incluso es posible y hasta urgente prepararlo.
Fuente original: http://iohannesmaurus.blogspot.be/2014/02/de-malebranche-sugar-man.html