Vimos en estos once meses cómo cierta prensa hegemónica buscó encasillarnos en una postura maniquea: violentos o democráticos, salvajes o probos, masistas o activistas. Refutamos ello al comprender que el tejido social se urde en más sentidos que tal polarización, mediante la cual quisieron secuestrar nuestra voluntad.
Fuimos presa del relato perseguidor proferido por las autoridades interinas, calado por diversos medios. Hoy, el pecho se destraba, poco a poco el temor se diluye. Desde noviembre pasado y bajo una épica libertaria de “reconquista democrática”, sufrimos la omnipresencia de una agenda mediática rabicunda, burda e irrespetuosa, que estigmatiza a un sector mayoritario, más heterogéneo de lo que suponen.
Sistemáticamente, mancillaron la gestión precedente, desdeñaron la institucionalidad, mancharon nombres por doquier, mellaron a quienes consideraban minoría. Derramaron toneladas de basura, ensuciándonos el espíritu. Tienen una deuda con nuestra paz, nuestro entendimiento común, nuestro ansiado reencuentro. Atestiguamos su esmero por calificar a una colectividad como horda salvaje e ignorante, caricaturizando dicha representación. Tal violencia ofende nuestra lógica y autodeterminación ciudadana, genera zozobra y vulgariza el sentido de lo público.
Como si temieran a la palabra limpia, redujeron a un partido la reacción popular por el agravio a la Wiphala, criminalizaron al conjunto de movimientos sociales, racializaron la protesta, animalizaron lo indígena, descalificaron voz y presencia de las mujeres parlamentarias, minimizaron la talla de actores incómodos con denominaciones sosas, obviando sus nombres.
No escatimaron en difundir datos personales de quienes ocupan el banquillo de acusados, y sus allegados, empañando la dignidad de un sinnúmero de personas, vulnerando sus derechos. Permanece fresco el recuerdo de esa exautoridad a quien difamaron aún tras haber fallecido. Fueron copartícipes al reproducir calumnias sin disculparse por sus versiones desacertadas, amplificando la violencia estatal. En última instancia, naturalizaron el escarnio público, lo cual trasciende a los afectados inmediatos.
Ha de ser difícil realizar una fe de erratas estructural. En aras de contribuir a la reconciliación nacional, dichos medios debieran propiciar espacios para rectificar las mentiras vertidas en los planos institucional y personal. Mellar la dignidad es indigno, moralizar agraviando es inmoral.
El Estado garantiza el derecho a la libertad de expresión e información, a la rectificación y réplica, a opinar libremente sin censura. Las autoridades interinas quebrantaron esto, mas, corresponde dar cabida a quienes, carentes de defensa, fueron difamados. El Código Nacional de Ética Periodística contempla tal derecho.
Sin ir lejos, un “diario nacional independiente” llegó al extremo de nombrar República al Estado Plurinacional de Bolivia (23/09/2020), desconociendo su actual esencia, amén de intentar manipular la opinión pública con un sondeo descaradamente errado y otras falsedades acotadas. Exijamos un periodismo coherente, respetuoso de su labor y sus lectores. Merecemos información honesta del acontecer nacional. La prensa debe autorregularse bajo principios éticos para mejorar su ejercicio.
Cabe reparar en el sinfín de medios que dieron cobertura a un “periodista” español –cuya trayectoria en su país natal refleja su escasa profesionalidad– a quien usaron como megáfono de una campaña satanizadora. Meses después, este reportero insulta de modo ruin a la población boliviana en términos que no solo afectan a ese sector social vilipendiado, sino que nos tocan hebras transversales frente a nosotros mismos y frente al mundo “civilizado”.
Por consiguiente, urge cuestionar el andamiaje colonial y patriarcal de nuestra prensa para que represente a los diferentes estratos de la sociedad. Urge un estudio crítico de su labor, sus efectos y que sean responsables del peso de la palabra dicha.
Finalmente, la histórica participación en las elecciones ratifica nuestra profunda convicción democrática. La coerción estatal y permanente difamación mediática contra esa mayoría, hoy representada en las autoridades electas, fortaleció nuestra participación masiva. Depositar nuestro voto en el ánfora significó la voz que nos censuraron. En la privacidad de la urna, el voto simboliza nuestra apuesta individual por el bienestar colectivo, como respuesta digna a la descarnada narrativa con la cual quisieron neutralizarnos.
Natalia Rodriguez Blanco, lingüista e investigadora social