Tras 6 meses de haberse visto suspendida la estructura usual del sistema escolar (presencial), la educación, como práctica ancestral de construcción de lo común y difusión del conocimiento social, no ha cesado, ni dejará de hacerlo.
Al mismo tiempo, la educación, como práctica hegemónica de disciplinamiento de las conductas individuales y adecuación de los comportamientos colectivos a los intereses dominantes, tampoco ha renunciado a ese objetivo. Aquellos y aquellas estudiantes que cuentan con la fortuna de no verse por fuera de la educación (aun siendo un supuesto derecho universal), por contar con la posibilidad de sufragar todos los gastos relativos a la conectividad, y que cuentan con las condiciones para hacerlo y con el soporte emocional para sostenerlo, están siendo testigos (o víctimas) del nefasto experimento que el sistema escolarizado está llevando sobre su proceso formativo.
Sin entrar en detalles del necesario balance que debe hacerse sobre esta ‘’virtualización’’ de los procesos de enseñanza y aprendizaje, sobre sus falencias, ni sobre el avance del empresariado tecnológico sobre el derecho a la educación en esta etapa de aislamiento pandémico, digamos simplemente que en la generalidad de la docencia se pueden reconocer las magras consecuencias que sobre las prácticas de socialización, problematización de los contenidos, dialogo e interacción humana, habilitación de la duda como motor del cambio conceptual, entre muchos otros aspectos, se están dando tras las ‘’dictaduras’’ de las plataformas virtuales y las redes sociales, como ‘’únicos’’ medios posibles para sostener las dinámicas de la educación.
Ante ese somero señalamiento de problemáticas podríamos preguntarnos, solamente a manera de hipótesis, si existen intereses que apunten a favorecer tendencias a la manipulación de la información y a privilegiar perspectivas parcializadas sobre los saberes, y que puedan proyectar una profundización de sus niveles de penetración e impacto en el presente escenario de aislamiento social, desmoronamiento de la capacidad para la toma de decisiones propias, fragmentación de la empatía con los otros, sobresaturación de las sensaciones de angustia y vulnerabilidad constantes, y miedo al contacto social, entre otros fenómenos típicos de esta coyuntura.
Sin pretender abarcar la complejidad de la duda que se abre con esa hipótesis, si puede reconocerse que una posible respuesta ante la verosimilitud de la misma, la encontramos en gran parte del sector docente que, a costa de su sobrecarga y precarización laboral en forma de teletrabajo, y solo gracias a la destinación de sus propios recursos (tecnológicos y económicos), hace posible que estudiantes de todas las edades y niveles puedan continuar percibiendo el derecho que los Estados deberían garantizar en su totalidad. Esa respuesta se basa cada día más en la argumentada y activa oposición al avance de los discursos irreflexivos que se sostienen sobre un supuesto determinismo tecnológico, que haría que la mera virtualización de los procesos de enseñanza y aprendizaje y la mayor introducción de tecnologías de la información y la comunicación, fueran condiciones suficientes para un mejoramiento en la ‘’calidad’’ educativa o, lo que otros llaman, la modernización de la escuela.
La complicidad de esa perspectiva con los intereses antes mencionados no solo encuentra la oposición de extensos sectores de la docencia argentina. Ese reconocimiento también debe extenderse a los y las estudiantes que sostienen el empeño de no renunciar a las formas de integración social y construcción de lo común que les permita participar como sujetos activos de una realidad que cada vez somos más quienes entendemos como urgente de transformar. Así, hoy por hoy, docentes y estudiantes nos encontramos ante la necesidad de unir fuerzas para oponernos a la precarización educativa que se fragua tras la virtualización que se nos impone; ahora, como supuesta única opción, en el futuro próximo, como promesa del desmoronamiento de los sentidos educativos que defendemos como un derecho colectivo.
Septiembre, mes de la educación
En Argentina, el 11 y 21 de septiembre son días dedicados a conmemorar la educación; el primero, día del maestro, el segundo, del estudiantado. Con sus puertas cerradas, las escuelas no serán escenario de los rituales que suelen acompañar las fechas de efemérides y que, a pesar de su instalación en la cultura escolar, cada día se parecen menos a instancias de enseñanza y aprendizaje y aparecen más como performances constructores de sentidos hegemónicos, acríticos y domesticados. El 11 de septiembre se recuerda por ser el fallecimiento de Domingo Faustino Sarmiento; un expresidente famoso por sus aportes a la construcción del sentido de nacionalidad en sus variantes homogeneizantes, jerarquizantes y racistas. Y, para redoblar ese sentido, el 21 de septiembre se establece como el día del estudiante porque fue en esa fecha que arribaron al país, para ser sepultados, los restos del mismo Domingo Faustino Sarmiento, allá por 1888. A los niños y niñas argentinas se les ‘’enseña’’ que Sarmiento fue un estudiante ejemplar porque nunca faltó a la escuela. Ese dato, por suerte poco conocido e incomprobable, nos hace pensar en el lugar que siempre se ha pensado para los y las estudiantes: los sumisos, las obedientes, quienes deben cumplir las reglas impuestas.
A diferencia de otros países como Venezuela, Cuba, Perú, Colombia, México o Nicaragua, el día del estudiante en Argentina no conmemora la lucha, la organización o la gesta combativa, sino todo lo contrario. Sin embargo, las y los estudiantes argentinos, al igual que en otros países de Latinoamérica, tienen (o tenemos) muchas fechas para recordar la importancia de organizarnos, de luchar por nuestros derechos, de hacer valer nuestra voz. A través de la historia los y las estudiantes han forjado su lugar como protagonistas ineludibles de todas y cada una de las conquistas de los pueblos. Fuimos artífices de la reforma de 1918, sumamos nuestra fuerza al Cordobazo, nos organizamos y combatimos las dictaduras. Tal herencia debe impregnar nuestras acciones del presente. Porque no somos solo una esperanza del mañana, sino que debemos ser referentes en el hoy.
Docentes, maestras y maestros han forjado con igual combatividad su lugar en la historia de la lucha de los pueblos. Y hoy lo siguen (lo seguimos) haciendo. En este año pandémico, una nueva conmemoración del mes del estudiantado y la docencia nos encuentra en unidad luchando, una vez más, por la defensa del sistema educativo, como espacio de construcción democrática y de gestación de un mundo mejor. Las políticas de ataque sistemático a las bases del sistema de educación pública no solo se limitan a su desfinanciamiento, sino que también enfilan hacia el vaciamiento de sus contenidos. Ambos aspectos se deslizan solapadamente sobre el discurso de la ‘’nueva normalidad’’ escolar, o sobre la defensa, totalmente vaciada de argumentación, de la ‘’necesidad’’ de instalar sistemas híbridos de educación virtual y presencial, que solo prometen profundizar la marginación de quienes no van a poder acceder a los dispositivos necesarios y la fragmentación de quienes sí lo logren. Estas políticas, que en Argentina aúnan sentidos autoritarios y asistencialistas en fórmulas inconsultas, improvisadas e inconducentes, son el nuevo punto de encuentro para la necesaria unidad de lucha de todos los actores de la educación. No se trata de una oposición obstinada a la introducción didáctica de las nuevas tecnologías en la escuela, sino de la necesidad de pensar colectivamente sobre los sentidos pedagógicos que se ponen en juego tras esos modelos de ‘’plataformización’’, desestimación del rol docente y simplificación de los contenidos.
Esa lucha, que hoy se avizora como urgente y necesaria es una lucha que debe ser acompañada por todos los miembros de la comunidad educativa, y por toda la sociedad, pues es al conjunto del pueblo a quienes afectará a la larga el avance de las políticas autoritarias que asoman tras sus aspiraciones. El autoritarismo más reaccionario se alza como fórmula legitimada por muchos sectores, incluso de las clases populares, como una forma del sistema de dominación que avanza aparentemente imparable sobre las conciencias domesticadas o resignadas producidas y reproducidas, entre otras, en la escuela. Esa aparente contradicción no nos hace perder de vista la importancia de seguir defendiendo el sistema social de construcción del conocimiento como forma de desarrollo de la subjetividad y de integración en la acción común; esto es, la escuela. Pero, una escuela que, retomando los sentidos de universalidad, organización y democratización, de un paso hacia la profundización de sus potencialidades de concientización, politización y combatividad, en función de la defensa de la mayoría de la población.
Así, es posible concluir que la ‘’crisis’’ pandémica no debe ser solo una oportunidad para los sectores dominantes en el sentido de avanzar sobre sus proyectos hegemónicos de sometimiento y marginación, sino que es un momento potente para que los pueblos oprimidos, aunados en la oposición a esa opresión, pongamos en discusión y avancemos en la construcción de la escuela de ese mundo mejor que soñamos (y vamos construyendo diariamente).
Aportes para la nueva escuela
Queremos destacar dos dimensiones que pueden identificarse como parte de las distintas experiencias organizativas de educación que desde varios movimientos sociales tanto de Argentina como de otras regiones de nuestra América, vienen constituyendo proyectos político-pedagógicos en los que la escuela no solo debe ser defendida sino que además adquiere un claro rol político, clarificando concretamente el lugar específico que tiene la educación en el plano general de la lucha de clases.
En primer lugar, como bien lo sintetiza Georg Lukács, ‘’la misión histórica del proletariado consiste, pues, en apartarse de todo entendimiento ideológico con las otras clases y alcanzar su clara conciencia de clase sobre la base de la especificidad de su situación de clase y la autonomía de sus intereses clasistas, que derivan de aquella’’. Esto lo entendemos como conciencia de clase. Nuestra experiencia cotidiana nos permite concluir que la clase dominante, siendo numéricamente minoritaria, ha sabido sostener su dominación sobre la base de eso que Antonio Gramsci llamó ‘’hegemonía’’, haciendo que la clase dominada, siendo mayoría, asuma como suya la ideología y los intereses propios de sus verdugos, que le son opuestos. Ejemplos de nuestra clase trabajadora replicando como suyo el discurso dominante nos estallan en la cara todos los días (incluso en las aulas de cualquier escuela). Este hecho, que no nos hace tomar como propio ningún discurso populista, por progresista que parezca, nos invita, por el contrario, a asumir con responsabilidad la tarea histórica de aportar lo que podamos a la organización autónoma de la clase trabajadora, precisamente por la necesidad de que esas mayorías se deshagan del influjo que posibilita su opresión. Asumimos de Lenin las tareas de agitación, propaganda y educación, como síntesis de la labor impostergable de quienes soñamos y actuamos por un mundo mejor.
La educación popular se nos presenta entonces como un aporte de la clase trabajadora (no ‘’para’’ la clase trabajadora) nacido y criado al calor de las más combativas experiencias de lucha en nuestra América, sistematizado entre otros autores por Paulo Freire y que, en términos de la primera dimensión, la deconstrucción de la ideología dominante, se nos emparenta con la construcción de una conciencia de clase; reconociendo la dinámica actual de la lucha de clases y, en particular, los resortes sobre los que descansa la dominación en la formación social específica o el territorio en el cual actuamos.
Uno de los pilares de la educación popular se fundamenta en la necesidad de acompañar la renovación de los contenidos educativos que han sido tradicionalmente diseñados por los sectores dominantes de la sociedad, por contenidos flexibles, diseñados colectivamente y que integren dialécticamente las experiencias del estudiantado, sumando a esto una transformación radical de las formas con las cuales estos mismos sectores construyeron el sistema escolar como parte de un esquema de dominio; como transmisor de la jerarquización. Hablar de educación popular debe apuntar a la transformación en estos dos aspectos; formas y contenidos de la educación.
En cuanto a las formas, dos factores cobran meritoria relevancia. Por un lado, la importancia de que la perspectiva de construcción colectiva del conocimiento se vea sostenida por una transformación de los presupuestos tradicionales de distribución de poder dentro de las dinámicas de enseñanza y aprendizaje. La modificación del rol docente hacia una posición de coordinación y acompañamiento del trabajo estudiantil puede manifestarse concretamente en la generación de espacios que superen la exposición magistral. Esto requiere un esfuerzo especial para que las y los docentes escuchen y mensuren las diversas trayectorias de formación que caracterizan a las y los estudiantes, y puedan valerse de ellas para encaminar el grupo hacia una construcción común. Se trata de docentes que lean las diferencias y sean capaces de armar grupalidades a partir de ellas.
Por otra parte, apuntando a la construcción de herramientas analíticas que permitan comprender la sociedad, no en un sentido compartimentado, sino que permitan interpretar las problemáticas actuales a partir de una perspectiva histórica, con un enfoque holístico y proyectando un posicionamiento crítico, resulta esencial que la lectura integradora de los procesos sociales y su formulación en el ámbito docente, se construya con prácticas igualmente integradoras y críticas. Por ello, es esencial la articulación entre las materias, sus programas, los trabajos, las lecturas y las prácticas que se llevan adelante. Se busca generar correspondencia entre las formas que nos proponen para estudiar y los resultados que se esperan obtener. Para educarnos de forma crítica y con una lectura integradora hay que tener prácticas educativas igualmente críticas e integradoras.
Desde la educación popular entendemos que todo proceso de comprensión de la realidad presupone siempre un modo determinado de intervención en la misma, ya que la interpretación de los fenómenos de la realidad no es independiente de una acción/actuación sobre los mismos. Comprender, desde esta perspectiva, no es sólo interpretar sino, sobre todo, «aplicar». La «aplicación» está contenida en la comprensión en la medida en que siempre comprendemos desde nuestra pertenencia a un mundo en el cual estamos ya siendo (‘’nuestro’’ territorio). Repeler el ideal ‘’objetivista’’ de la ilustración, según el cual es posible una explicación distanciada de los acontecimientos sociales, es una necesidad coincidente con el pensamiento crítico y la participación situada. Toda pedagogía considerada «neutral» está destinada a reproducir las desigualdades, al aceptar y legitimar las condiciones de existencia de los sujetos. Por ese motivo, una educación popular no puede desconocer esta dimensión aplicativa de la comprensión y por ello se enriquece desde una mirada específica de la realidad social que se inscribe en la perspectiva del materialismo histórico, ya que es éste una «filosofía de la praxis» que ha sabido condensar el análisis científico de la estructuración capitalista, al tiempo que ha propuesto un marco de intervención para su superación. Contribuir a la construcción de una pedagogía emancipadora que ponga en cuestión la aceptabilidad del actual orden social debe apuntar indefectiblemente a destruir los discursos que han legitimado ese orden. Para alcanzar este objetivo no se trata solamente de ‘’revisar’’ los mismos temas para darle otra lectura. Hay que atreverse a más. Hay que atacar radicalmente el recorte hecho por la narrativa dominante. Toda una historia de lucha del pueblo está ahí para ser contada.
La educación de la clase
Sobre esta base es posible comprender la segunda dimensión del aporte político-pedagógico de la educación popular para una nueva escuela, y el énfasis de estas experiencias en su carácter de organización de clase. Nada de lo anteriormente expuesto puede ser correspondiente con un modelo de organización de tipo jerárquico. Las estructuras administrativas típicas de la escuela tradicional/burguesa deben ser reemplazadas por espacios asamblearios, toma de decisiones democráticas, división de tareas, rotación en los roles de responsabilidad, entre otros. La dinámica de existencia de lo educativo tampoco se limita a los horarios del tiempo áulico, mucho menos a las intermitencias de la conectividad. La inserción de las problemáticas territoriales tensionan los límites entre el adentro y el afuera de la escuela; límites que se borran para ganar en perspectiva política y para que la experiencia educativa se vincule con la realidad material y concreta. La escuela no aspira resolver todos los problemas sociales, pero si se propone generar lógicas de organización autónoma en donde los valores de solidaridad, cooperación y combatividad se impregnen en las subjetividades críticas que, en medio de dinámicas dialécticas de reflexión, práctica y nueva reflexión, se autoeducan como clase explotada para liberarse de las cadenas de su explotación; empezando por donde hoy es posible empezar, pero sosteniendo al tiempo una vocación de construcción futura. Aprender a juntarse como clase para reconocer y luchar por resolver los problemas que nos afectan a partir de nuestra condición. Reconocer la realidad social como contexto complejo, problemático y multicausal. Proyectar un tipo de intervención en favor de la transformación social y los derechos de las mayorías.
Actualmente, las lógicas de individualismo, competición y mercantilización se impregnan en el ámbito educativo, reconociendo la relevancia social de la escuela como espacio del desarrollo humano y las posibilidades de negocio que en este se vislumbran. La privatización neoliberal apunta también al vaciamiento de la educación pública. Esto se vive tanto con la precarización laboral docente, como en las políticas ‘’de reforma educativa’’ de los gobiernos que atentan contra el financiamiento y los contenidos de la educación. La ya mencionada ‘’crisis’’ pandémica, el cierre de las escuelas y su previsiblemente futura reapertura en un escenario de fragmentación y aislamiento social, constituyen un principio favorable para tal avanzada. También, el desmoronamiento de las instancias de discusión entre pares, de cuestionamiento crítico de las fuentes de información y de interacción con la realidad social, se transforman en ideas vacías de contenidos tras la virtualización de la educación.
Por ello, teniendo bien claras las críticas que le tengamos que hacer al sistema escolar heredado de la añeja aspiración de homogenización nacionalista, la educación popular que reivindicamos se mantiene firme en la idea de defender la educación pública. Ello no solo significa la gratuidad, implica además algo mucho más importante; la participación colectiva frente a la construcción de lo común. La educación es la posibilidad de construcción del ser social y, en ese sentido, un espacio concreto de definición de la equidad. Eso debe ser nuestro; una conquista y un derecho, un espacio de participación y un horizonte de lucha.
Mucho se ha escrito para reconocer en la escuela su carácter reproductor de los valores capitalistas que hegemonizan nuestras sociedades. Pero, al mismo tiempo, ese mismo espacio de construcción de lo común puede y debe ser transformado en herramienta para edificar el necesario nuevo orden que se disponga para beneficio de las mayorías. Eso puede empezar a hacerse ahora: reforzando nuestra autonomía organizativa, defendiendo nuestra cultura y valores de clase trabajadora, actuando como docentes que con el ejemplo de la praxis les diremos a las y los estudiantes que educarse no es lograr un éxito personal, pasar de año o tener buenas notas, ¡no!. Mucho menos, tener buenos dispositivos tecnológicos y actuar adecuada y pasivamente mientras se mantiene una video-llamada. La educación con sentido de clase apunta a crear subjetividades críticas. Educarse es formarse para participar colectivamente en la transformación del mundo, por otro en el que, como dicen los zapatistas, quepamos todxs, y vivamos dignamente. No podemos perder de vista que aspiramos a que la educación sea un derecho para el conjunto de la población, pero no para naturalizar el sistema y que llegue el mensaje de la domesticación y la resignación. Es imprescindible que, defendiendo hoy la educación pública, nos preparemos para enseñar que los derechos del pueblo se ganan con la lucha. Educación pública es la que el pueblo construye para liberarse.
Por todo esto, desde la nueva escuela pública popular que muchos y muchas docentes y estudiantes, en unidad y pie de lucha, buscamos anteponer ante esa llamada ‘’nueva normalidad’’ postpandémica, apostamos a que las conmemoraciones educativas de este mes de septiembre sean una nueva excusa para seguir luchando por concretar ese horizonte de transformación revolucionario que está sin duda, como la primavera, por venir.