Un lector me escribe unas palabras amables a propósito de mi artículo de la semana pasada -«Anzuelo rojo»-. Se muestra escéptico ante la posibilidad de que un espía del FBI sea un burócrata que puede apretar un botón en su oficina y enterarse tranquilamente de lo que hablan dos personas a miles de kilómetros de […]
Un lector me escribe unas palabras amables a propósito de mi artículo de la semana pasada -«Anzuelo rojo»-. Se muestra escéptico ante la posibilidad de que un espía del FBI sea un burócrata que puede apretar un botón en su oficina y enterarse tranquilamente de lo que hablan dos personas a miles de kilómetros de distancia, mientras saborea impasible el bocadito de mantequilla de maní que le preparó su mujer para el almuerzo.
Hollywood nos ha educado en la idea del espía aventurero, el tipo duro y elegante que, a lo Humphrey Bogart, entra subrepticiamente en lugares imposibles y se lía a trompadas, sin que se le ladee el sombrero, con un matón de una etnia de preferencia no caucásica. Lamento contrariar al lector. Desde hace tiempo -más de lo que podríamos imaginarnos- ese prototipo es solo de celuloide. El espía norteamericano en boga es un personaje anodino, padre de familia o quizás el amoroso dueño de un gato amarillo, alguien que jamás ha corrido riesgo alguno porque apenas necesita rodar el mouse de la computadora para contemplar nuestras costas y relieves con una perspectiva más exacta que las que tendría una flota invasora ubicada en nuestra geografía. Si la CIA decide infiltrar a alguien en una célula de Al Qaeda, en las selvas colombianas o en una organización social, usa los servicios de una empresa de mercenarios -conocidas por el eufemismo de «contratista» independiente. Abarata los costos de todo tipo, incluidos los políticos.
He leído con retraso un libro que publicó en el 2004 el ex secretario de la Fuerza Aérea norteamericana, Thomas C. Reed, y casi me caigo de la silla cuando hojeé el capítulo dedicado al Dossier Farewell, una operación ejecutada por la administración Reagan contra la Unión Soviética. En pocas palabras podría resumirse el asunto: desde principios de la década del 80, los Estados Unidos ya eran capaces de introducir códigos espías en los softwares que compraba la URSS, para manipularlos a distancia.
At the Abyss: An Insider’s History of the Cold War (En el abismo: Historia de un protagonista de la Guerra Fría), el libro de Reed prologado por George Bush padre, relata con lujo de detalles cómo vendieron a la Unión Soviética chips de computadoras diseñadas para pasar los controles de seguridad soviéticos, pero que colapsaban poco tiempo después de empleados.
«Les vendimos seudosoftwares que dislocaban las fábricas; ideas convincentes pero fallidas para la aviación de guerra y la defensa aeroespacial encontraron cabida en los ministerios soviéticos», dice Reed, quien fue miembro del Consejo de Seguridad Nacional y estuvo al tanto de la operación.
El plan más brillante -añade- consistió en introducir dentro del software del principal gasoducto soviético un programa malicioso, conocido como troyano, capaz de alojarse en la computadora y permitir el acceso a usuarios externos para obtener información o controlar de manera remota la máquina anfitriona. «En vez de atacar el suministro de gas soviético, es decir sus ganancias monetarias de Occidente y la economía interior soviética, creamos el software principal del gasoducto que llevaría el gas natural desde los campos de Urengoi, en Siberia, a través de Kazajstán, con destino a Europa Occidental. El sistema que operaba las bombas, turbinas y válvulas estaba programado para enloquecer. Después de un intervalo de tiempo indicado, resetearía la velocidad de las bombas y la configuración de las válvulas, para producir una presión muy por encima de la que las juntas de la tubería podrían soportar…»
El resultado fue la explosión no nuclear y el fuego más grande visto desde el espacio. Partes de las gruesas paredes del gasoducto fueron encontradas a más de 80 kilómetros del lugar. A pesar de que no se registró ninguna víctima humana, el daño económico fue terrible, hasta el punto de que los expertos consideraron este desastre como una de las causas principales de la crisis económica soviética. Y no solo por la explosión, que en última instancia no fue el peor daño. Cuando se dieron cuenta de que la razón por la que colapsaron los sistemas fue el software contaminado, los soviéticos se enfrentaron a la terrible pesadilla de que les sería imposible saber cuáles equipos, de la gran cantidad de componentes comprados en el mercado occidental o copiados de los modelos norteamericanos, estarían contaminados y cuáles no.
Reed, un hombrecillo de cara bonachona que sonríe desde la solapa de su libro, termina el capítulo que le dedica al Dossier Farewell con unas líneas que seguramente suscribiría el Diablo, en caso de ser ingeniero electrónico: «Para los soviéticos toda la tecnología empezó a ser no confiable, momento que aprovechó Reagan para jugar la baraja de la Guerra de las Galaxias. Sabía que la industria electrónica soviética estaba infestada con virus, bichos y caballos de Troya impuestos por nuestra comunidad de inteligencia. Fue una operación brillante. Pusimos todo bajo sospecha.»