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Dragó y la noria que no cesa

Fuentes: Rebelión

Si se mira bien mirado, Fernando Sánchez Dragó es una novela en sí mismo considerado. Novela fuente de tantas y tantas otras obras literarias posteriores: si nos detenemos a leer la obra de Dragó, podremos darnos cuenta de que ésta no suele ser más que un constante dar vueltas en la misma noria bajo distintas […]


Si se mira bien mirado, Fernando Sánchez Dragó es una novela en sí mismo considerado. Novela fuente de tantas y tantas otras obras literarias posteriores: si nos detenemos a leer la obra de Dragó, podremos darnos cuenta de que ésta no suele ser más que un constante dar vueltas en la misma noria bajo distintas formas (o no tan distintas), con un estilo literario bastante digno (con rachas). Una noria que no cesa y que se llama Dragó, evidentemente. Dragó y su familia (familia de alta alcurnia, como él restriega una y otra vez en sus textos). «Amarás a Dragó sobre todas las cosas» o «No tomarás del nombre de Dragó en vano» pueden ser perfectamente mandamientos iniciáticos de un pseudodruismo (si se puede escribir una palabra así, algo que no tengo claro) de la postmodernidad, facción literaria, basado en la obra del sumo sacerdote de la cofradía.

Utiliza Dragó cualquier excusa para terminar hablando de sí mismo, de lo grande que es él, de lo buena que es su cuna («de buena familia», dicen siempre éstos, como si las demás familias fueran ya malas) o de su espiritualidad de diseño, así como para defenderse de los mil ataques cainitas de rojos e infrarrojos que siempre le acechan sólo a él, o para criticar lo mal que está esta presunta España de mierda. Pero todo esto lo hace literariamente bien (tirando a pedante, la verdad: ese «torrente literario» del que hablan algunos es un encabalgamiento de oraciones subordinadas, guiones y paréntesis verdaderamente barrocos). Ya sea en ensayo, en artículos de opinión, en novelas o en lo que sea, todo acaba sonando a lo mismo, a que me persiguen los izquierdistas de mierda con hambre de siglos, y pese a que Dragó escribe bien, al final se te queda una sensación de déjà vu bastante evidente. Con Dragó me sucede como con Jorge Semprún/Federico Sánchez, no sé si estaré en lo cierto: es un tipo con innegable habilidad literaria que ha tenido la suerte de haber vivido una vida intensa (¿suerte?, eso hay que ganárselo), y que ha sabido plasmarlo en sus obras. Múltiples obras, las de Dragó, que comienzan y terminan dentro del mismo círculo, como ya hemos adelantado una y otra vez: la noria del propio Dragó. ¡Menudo karma gasta el tío!

Así como Octavio Paz fue trotskista varios meses y de ello vivió toda su vida, políticamente hablando, Dragó pasó un resfriadete comunistoide y anduvo por la cárcel, lo que le dio caché y la posibilidad de pasarse el resto de su vida recordándolo y matando a ese estúpido yo pasado (como Semprún/Sánchez). Anarcoindividualista, según se autocalifica, es una figurita algo excéntrica en el pesebre cultural del PP, vive de eso desde hace bastante tiempo y pasea su esotérica sombra, hindú y orientalista, por los medios más derechistas de la Patria ibérica («Época», TVE en tiempos de «Ansar», Canal 9, Telemadrid, COPE, etc.). En sus libros e intervenciones arremete reiteradamente contra las izquierdas habidas y por haber, viniendo a cuento o no, pero su obra es importante e interesante, no se puede negar. Vacunado contra los progresismos más variados, cuando quiere provocar más de la cuenta, sin embargo, se desmarca con orientalismos extraños, drogas (de diseño o no), folleteos diversos (tiene buena planta, y así se folla más y mejor en la vida), visiones heterodoxas del cristianismo o del credo que sea, con que el fútbol es para idiotas (como yo), con andaluces aborregados por el caciquismo progre (también debo incluirme, seguramente, aquí), o vete a saber con qué más. Y todo esto escandaliza a las beatas que teóricamente debieran estar a su lado por cuestiones políticas, claro está. Me extraña, sinceramente, tal escándalo: las derechas debían perdonárselo todo gracias a que es un inasequible al desaliento en la lucha eterna contra las izquierdas, gracias a unas relecturas políticas que a veces son la cuadratura del círculo o, quizá, la redondez del cuadrado (Falange le resulta muy roja, «¡José Antonio-Presente!» es un caballerazo político, García Lorca un falangista emboscado, Queipo un anarquista reincidente…). Si no fuera por la cantidad de muertos que hay de por medio, a ratos daría risa todo esto.

Sin ánimo de ser exhaustivo (quien quiera saber, a Salamanca o a la «wikipedia» más cercana, siempre que no esté adulterada), resultan sugerentes sus novelas (quizá, en realidad, biografías noveladas), tales como «Eldorado», «Las fuentes del Nilo», «El camino del corazón» (finalista del Premio Planeta, 1990), o «La prueba del laberinto» (Premio Planeta, 1992). Con «Muertes paralelas» (Premio Fernando Lara, 2006), se desmarca ligeramente de su noria personal eterna, se sube a la noria familiar (buena cuna, barrio de Salamanca, Colegio del Pilar, descendiente del médico de Napoleón; que sí, que ya lo sabemos, que es usted de muy buena familia) y recupera a su padre, asesinado durante la guerra civil española. Para darse más cartel, lo coloca al nivel de «¡José Antonio, Presente!», a quien también mandaron a la casa del Padre por esos días, y él se compara con Truman Capote (quien no se consuela…). Es dura de leer por su abigarrado estilo y sus kilométricas disgresiones: en ella zumba a los rojos más de lo normal y envuelve en incienso a «¡José Antonio, Presente!» (un caballerazo español) y a Queipo de Llano, releyéndonoslo de modo a ratos grosero (nos lo presenta como una especie de anarquista libérrimo que incluso se indignó con el asesinato de García Lorca, lo que hay que oír en esta vida). Así tiene a la Falange auténtica, encandiladita, con tanto incienso a sus vacas sagradas.

Como memorias en sentido más estricto se puede citar «La del alba sería», en la que se cuelga todas las medallas «habidis» y por haber por su lucha contra Franco y descarga nuevamente su conciencia por el pseudo-progre que aparentó ser alguna vez (el descargo de conciencia de Laín Entralgo se queda corto a su lado, es freudiano todo esto). Dragó nos cuenta lo que quiere contarnos, pero está muy bien escrita.

«Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España», Premio Nacional de Literatura, 1979, fue un gran hito esotérico en el que recupera la idea de España, cuando todo el mundo construía patrias chicas en esta triste península. Se deja leer bien, pese al estilo tirando a pedante que caracteriza al autor, como siempre. En este libro se regodea en esoterismos iberos, interpretaciones mágicas de casi todo lo interpretable y dedica atención a gentes como los maragatos o los pasiegos, que siempre me llegaron al alma. Siembra dudas: eso siempre es interesante.

Más libros de Dragó, qué se yo: mucho chiringuito esotérico, me da la impresión, separatas con vida independiente de «Gárgoris y Habidis», libros para vender quemando una ramita de incienso o haciendo rular un petardito místico, para que no decaiga la fiesta. «La Dragontea» («Diario de un guerrero», «En el alambre de Shiva» y «El camino hacia Ítaca»), «El sendero de la mano izquierda», «Historia mágica del Camino de Santiago», «Diccionario de la España mágica» o «Carta de Jesús al Papa», entre otros (consulten listas completas, no estoy por la labor de cortar y pegar de ningún sitio). Este último título, por ejemplo, ha provocado airados desencuentros con algunos sectores de su camada política, tan católica (hasta las cachas) que no les basta con la gran labor «antirojeras» que lleva a cabo Dragó cada vez que abre el pico para perdonarle sus presuntos dislates religiosos. Allá todos ellos.

Allá cada cual, en último término. A Dragó hay que leerle, en cualquier caso, pues regala momentos de gran altura literaria, y eso es lo que yo pido a un literato. Aunque yo quedé saturado, hay que leerle, claro, pero como se hace con todos, eso sí: sabiendo quién es, de dónde viene y a dónde va. No vaya a ser que, como sucede con todos, nos acabe liando, y con éste podemos acabar rastreando nuestro árbol genealógico en busca de dignidades pasadas de las que presumir luego. Y a mí no me gusta andarme por las ramas, al menos por las genealógicas.