Largamente preparada, la jornada del 1 de julio de 2018 fue, ante todo, un triunfo popular.
No hay duda de que una amplia movilización social fue creciendo de mucho tiempo atrás y desembocó en esa fecha en la manifestación electoral más importante de los tiempos recientes y en grandes expectativas de cambios. Fue también, por su fondo y su forma, una proeza personal de Andrés Manuel López Obrador y también de sus persistentes seguidores que mantuvieron durante por lo menos trece años la confianza en el triunfo y la convicción de su necesidad.
El fenómeno de 2018 tiene varias explicaciones. Una, desde luego, la tenacidad del dirigente tabasqueño en la construcción de su candidatura, su trabajo de años recorriendo el país, tocando todos sus municipios, asumiendo muchas de las demandas populares y ofreciendo un discurso simple (muchas veces simplificador), creíble para los más amplios sectores de la sociedad. También su esfuerzo por remontar sus derrotas anteriores, por el fraude electoral de 2006 y por todos sus recursos del aparato de Estado volcados contra él en 2012, sin dejar de mencionar el haber construido en el breve lapso de cuatro años un movimiento político —más que partido—, el Morena, con vocación de triunfo y una mínima organización para lograrlo.
Contribuyó también el rápido deterioro político y la visible descomposición del régimen construido durante décadas por el Partido Revolucionario Institucional, corroído durante el gobierno de Enrique Peña Nieto por la ostensible y desmesurada corrupción, las represiones, la ineptitud de los gobernantes, el derroche de recursos sobre todo en medios de difusión para generar una imagen que en absoluto se correspondía con la realidad del país, y el fracaso de las llamadas reformas estructurales, anunciadas en el Pacto por México (fracaso que arrastró también al PAN y el PRD, como participantes en éste), y operadas sobre todo en el 2013. Esas reformas, como cartas fuertes del peñanietismo, no lograron el crecimiento económico ni la mejoría social, pero sí promovieron los intereses de la oligarquía financiera e industrial mexicana y transnacional, la privatización de recursos y la confrontación con los sectores en resistencia, señaladamente los profesores agrupados en la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación.
Por todo eso se vive aún, a dos años de distancia, la euforia de ese triunfo y el presidente conserva una elevada aceptación popular que, según sondeos recientes, ronda el 68 por ciento. Más aún, las encuestas indican también que en las próximas elecciones federales y locales hay todavía una consistente mayoría de ciudadanos dispuesta a votar por Morena y sus aliados para refrendar la posición del nuevo grupo gobernante.
Haber expulsado del poder estatal al PRI (como partido; hay mucho priismo en el gobierno y sobre todo una cultura política dominante formada en el antiguo régimen) y derrotado al fraude y el evitar en gran medida la represión contra los movimientos sociales pueden contarse como dos de los grandes logros del movimiento popular contenidos en el triunfo electoral de 2018. También el haber debilitado —pero no erradicado—, no sólo desde el Ejecutivo sino desde la sociedad misma la perversa alianza entre el poder político y los grandes medios de difusión, como una de las columnas del régimen político.
A dos años de la victoria electoral del lopezobradorismo y a 19 meses de instalado su gobierno, que son apenas un poco más de la cuarta parte de su gestión, el saldo parece positivo, a pesar de grandes desatinos, incongruencias y errores. Destacan en primer lugar la iniciada lucha contra la corrupción, pese a que ésta está lejos aún de ser erradicada, la honestidad del presidente como una revalorada virtud de gobierno y los límites al dispendio en los ingresos de los funcionarios y ex funcionarios que había llegado a conformar una casta privilegiada y no un estamento de servidores públicos. No es menor el efecto de la cercanía del mandatario y sus funcionarios con los diversos grupos sociales, ya sea a través de las tan ansiadas por el mismo presidente giras, que lo llevan a los más diversos rumbos del territorio nacional, o a través de los medios de difusión, como en las cotidianas conferencias de prensa. Estas nuevas actitudes contrastan notablemente con las de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, siempre apartados de las masas populares por las densas barreras del hoy extinto Estado Mayor Presidencial, y con la carencia de información emitida directamente por el gobernante en turno.
El combate al huachicol, la ampliación de los programas de asistencia social a los mayores, estudiantes, madres solteras y grupos vulnerables, las escaramuzas con los grandes evasores del fisco, tolerados durante años por los anteriores gobiernos, la revocación de la mal llamada reforma educativa del sexenio anterior, la cancelación del proyecto aeroportuario para la Ciudad de México, el importante incremento a los salarios mínimos en 2019 y 2020 (aunque en el sector público se sigue aplicando el tope salarial), los esfuerzos por rehabilitar a Pemex y la CFE, la reestructuración y ampliación de créditos para vivienda social por el Infonavit, la ampliación de la oferta educativa con las universidades “Benito Juárez”, la reforma laboral para propiciar la democratización de los sindicatos y eliminar las juntas de conciliación y arbitraje, entre otras, se cuentan entre las medidas y políticas del gobierno de AMLO que hay que valorar positivamente. Han sido también grandes apuestas.
Pero hasta ahora, hay también aspectos poco claros en sus resultados. Hay muy pocos imputados por corrupción, pese a las magnitudes del fenómeno en el pasado inmediato, y los nombres de quienes debieran estar al menos bajo proceso están en labios de todos. Los megaproyectos del Sureste, como supuesta vía para el desarrollo y la reactivación económica resultan extraordinariamente polémicos y sin consenso. Las posiciones conservadoras en lo social y abiertamente antifeministas del gobernante evidencian su insensibilidad ante muy diversos grupos y movimientos. El Estado laico se halla amenazado por los espacios que López Obrador ha abierto a sacerdotes e iglesias, particularmente las evangélicas.
La política exterior pretende apegarse a principios y se ha mantenido, hasta ahora, inalterada ante Cuba y Venezuela; pero se ha puesto al servicio de Donald Trump y su discurso homofóbico en el caso de los migrantes centroamericanos. La posible corrupción de Ana Gabriela Guevara en la Conade; las sospechas no desvanecidas sobre el enriquecimiento de Manuel Bartlett y su pareja, el escándalo por el autoritarismo de Sanjuana Martínez como directora de Notimex y el uso faccioso de esta agencia estatal para atacar a diversos periodistas y personajes políticos; y las recientes renuncias de cuatro colaboradoras en áreas sensibles de la atención social como el combate a la discriminación, la salud, la atención a víctimas y la violencia a las mujeres; todo ello pone en evidencia grandes fallas en la administración central, falencias e incongruencias del gobierno morenista.
Pero hasta ahora, son dos grandes fracasos y una amenaza los que pesan y se ciernen sobre el éxito de la administración de López Obrador. La gestión de la economía y la seguridad pública pueden contarse en este primer cuarto del sexenio como verdaderos retrocesos sin una salida visible; la pandemia de Covid-19 y su posible repunte, como acecho a la sociedad, la propia economía y la gestión gubernamental.
Ya en 2019, antes de la pandemia, la economía del país registró un crecimiento cero. El desplome de los precios y la producción de petróleo y la crisis internacional han empeorado la situación y para 2020 la caída de la economía podría llegar a -10 por ciento, según diversas estimaciones. Las medidas procíclicas del gobierno —restricción del gasto y equilibrio presupuestal—, que sólo apuesta a los apoyos asistenciales a la población y a los macroproyectos del sur y sureste como palancas para la reactivación no son, a todas luces, la vía para el crecimiento. Sin una reforma fiscal progresiva para 2021, un programa de impulso a la economía social y solidaria para la creación de empleos, ni un manejo adecuado del crédito y la política monetaria, la recuperación se retardará quizá más de lo necesario. Mientras se requiere poner atención a las políticas macroeconómicas expansivas, el reciente recorte de 75 % a la administración federal —una parálización gubernamental no declarada— acentuará los males de la economía para el segundo semestre de 2020 y el año siguiente.
Por otra parte, la violencia criminal, las guerras entre cárteles y los asesinatos cotidianos no se han abatido, si bien se han concentrado mayormente en algunas entidades. A pesar de la creación de la Guardia Nacional como nuevo cuerpo de seguridad, de los recursos que se le han dirigido y de medidas acertadas como el congelamiento de cuentas vinculadas a las mafias por la Unidad de Inteligencia Financiera, no hay una mejoría visible en la seguridad interna. Las matanzas en Guanajuato, el asesinato de un juez federal en Colima y el reciente atentado contra el secretario de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México dan cuenta no sólo de la persistencia de las bandas criminales en la mayor parte del país sino su florecimiento en cada vez más regiones. Seis de las diez ciudades más violentas se encuentran en nuestro país, y son mexicanas las cinco que ocupan los primeros lugares: Tijuana, Ciudad Juárez, Uruapan, Irapuato y Ciudad Obregón. En este primer tramo de gobierno es claro que la estrategia de seguridad no está funcionando y urge un cambio drástico para reducir la amenazante violencia contra la población civil.
Y si bien el manejo oficial de la epidemia de coronavirus ha sido razonablemente eficaz, sin que se haya disparado, como en los Estados Unidos o Brasil, la tasa de contagios y de mortalidad, no ha estado exento de inconsistencias. Es clara la contraposición entre las recomendaciones del sector salud y las decisiones económicas que han llevado al riesgo de una adelantada reapertura de las actividades económicas, en consonancia con la llevada a cabo por los Estados Unidos y con lo demandado por el sector empresarial en el país. Bastante ha advertido el subsecretario López-Gatell del riesgo de un repunte a corto plazo si la sociedad no sigue aplicando las medidas drásticas de confinamiento, distanciamiento e higiene.
Es muy prematuro hacer, en este aniversario un balance de la inédita gestión de Andrés Manuel López Obrador. Pero algunas de sus tendencias están trazadas y permiten avizorar hacia dónde se dirigen, así como sus limitaciones. Para obtener el triunfo en las urnas de 2018 conformó una gran red de alianzas con personajes del viejo régimen, miembros de la hace unos años vista como “mafia del poder”, grupos religiosos y corporativos, entre otros, que ahora traban una verdadera transformación. A ello habría que sumar el peculiar, personalista y semiautoritario estilo de gobernar, que lleva al presidente a confrontarse con sectores particulares de la sociedad y con los medios, y a tratar, sobre todo en sus cotidianas conferencias, temas secundarios y hasta insulsos como si se tratara de asuntos de Estado. Desafortunadamente no se avizora ni se anuncia, en estos últimos aspectos, ningún cambio, menos aún una transformación.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
Fuente: https://cambiodemichoacan.com.mx/2020/07/03/el-1-de-julio-dos-anos-despues/