Cuando Zavaleta expone la «paradoja señorial», no sólo describe la contradicción de una casta sino de toda una subjetividad que se expande al todo social: aquella que se constituye «en contra del indio». Por eso produce un Estado aparente, porque no tiene contenido propio, porque lo propio es aquello que niega para poder afirmarse a […]
Cuando Zavaleta expone la «paradoja señorial», no sólo describe la contradicción de una casta sino de toda una subjetividad que se expande al todo social: aquella que se constituye «en contra del indio». Por eso produce un Estado aparente, porque no tiene contenido propio, porque lo propio es aquello que niega para poder afirmarse a sí mismo; porque es antinacional, su legitimidad tiende siempre a la nulidad. Por eso necesita de una sociedad, también aparente, que se haga a imagen y semejanza de ese Estado; ambos se corresponden, pues en ambos se encuentra arraigada una cuestión de fe. Por eso señala Zavaleta, sin miramiento alguno: «la única creencia ingénita e irrenunciable fue siempre el juramento de su superioridad sobre los indios, creencia en sí no negociable, con el liberalismo o sin él y aun con el marxismo o sin él».
Vale la pena subrayar lo último. Porque incluso la asunción de banderas revolucionarias no supone la superación de esta creencia que es, como bien dice, «ingénita e irrenunciable». Por eso se producen las recaídas. Por eso a la revolución del 52 le sucede la contrarrevolución y al actual «Estado plurinacional» le viene sucediendo la reposición del Estado colonial. La «paradoja» consiste en que la dirigencia gubernamental del proceso no logra reunir, ni las condiciones subjetivas ni las institucionales, para auto-transformarse, y menos, para hacer posible la transformación del Estado. Esta «paradoja» se sostiene porque aquella creencia permanece inamovible.
Por eso en el mismo discurso revolucionario anida esta «paradoja»: la dominación se reconstituye bajo nuevas banderas; porque si la creencia no es posible se ser superada, entonces los propios revolucionarios producen la contra-revolución. Por eso hasta la izquierda puede ser la nueva derecha. Porque a ambos les une una creencia también irrenunciable; principio nodal de un mundo que se globaliza desde la conquista, en contra, siempre, del indio.
Pueden renunciar a todo, menos a su fe ciega en el «progreso» moderno. La riqueza del mundo moderno les enceguece, de tal modo, que ya no tienen ojos para ver lo más evidente: que esa riqueza es sólo posible por la acumulación sistemática de miseria. Para que el primer mundo sea «desarrollado» tiene que producir el subdesarrollo del tercer mundo (para que haya centro tiene que haber periferia). La conquista no cesa y, con el añadido del racismo congénito moderno, se lo racionaliza hasta como un imperativo categórico: ahora se llama «desarrollo».
La «paradoja» aparece en el dominado, cuando aspira a ser un nuevo dominador. Por eso el socialismo fracasa: critica la dominación del trabajo humano por el capital, pero la liberación del trabajo no libera al ser humano, pues sigue inamovible la dominación de la naturaleza. Y en eso consiste la Modernidad: en dominar. La «riqueza», el «desarrollo» y el «progreso» modernos, son sólo posibles en términos de dominación. Las mercancías modernas que nos enceguecen y seducen, chorrean sangre humana y sangre de la Madre tierra, desde hace cinco siglos. La economía que promueve este famoso «desarrollo», sólo sabe producir riqueza, destruyendo las dos únicas fuentes de riqueza: la humanidad y la naturaleza, Marx dixit. La crisis ecológica no es una maldición divina sino consecuencia de la irracionalidad de la racionalidad económica moderna; que comparten tanto capitalistas como socialistas.
Las creencias económicas modernas son también «ingénitas e irrenunciables», y parten de una clasificación dicotómica que se origina en el mito fundacional del mundo moderno: el racismo. Las categorías de desarrollo-subdesarrollo, son emanaciones lógicas de la dicotomía inicial que legitima la conquista del Nuevo Mundo: superior-inferior. La naturalización de esta clasificación es el racismo. Por eso el indio aparece, en el Estado señorial-moderno-colonial, como obstáculo del «progreso» y el «desarrollo». En nombre de estos se producen los genocidios a la humanidad y a la naturaleza, desde la conquista, la colonia y la república, y en nombre también de estos, ahora, un Estado plurinacional, lejos de proponerse un contenido propio, auténtico, liberador, no hace sino volver a su forma anterior, y de modo más acabado.
Por eso la «paradoja» continúa, y recompone lo que se pretendía superar. No hay verdadera transformación: quienes pudieron convertirse en los abanderados de un proceso de liberación, no saben ni pueden entenderse al margen de un Estado al que desprecian y, sin embargo, lo restituyen; porque las estructuras de ese Estado, estructuran su propia subjetividad. Parafraseando a Zavaleta: pudieron ser los conductores de un gran acto revolucionario; pero sus cabezas mismas, no eran libres todavía de aquel Estado.
El primer mito de la subjetividad moderna es la creencia en su superioridad. Es en la conquista, donde se constituye aquel mito; necesita constituir a la víctima en «inferior», para legitimar su dominación: donde no hay indio No hay «señor». Por eso las repúblicas nacen formalmente «independientes», pero siguen siendo esencialmente coloniales. No pueden siquiera constituir nación, porque lo nacional mismo es excluido. La nación es clandestina, porque el Estado es colonial. Su soberanía es pura ficción; por eso se convierte en mero administrador de intereses que, ni siquiera, son los suyos.
En este contexto, la coyuntura crítica que atravesamos, revela el carácter constitutivo de un Estado, cuyo relevo de mando, no hace sino reponer ese carácter: el Estado boliviano, incluso con wiphala, no sabe constituirse sino siempre, «en contra y a costa del indio». El MAS reedita al MNR; por eso no es raro el movimientismo de ambos y el nacionalismo, como ideología, que une ambos fracasos: modernizarnos a toda costa, o sea, «a costa siempre del indio». Es un aborrecimiento que no tiene fin, Zavaleta dixit.
Incluso con marxismo, hasta con discurso de descolonización, el indio sigue siendo el obstáculo para modernizarnos. La conquista se actualiza: «siendo por naturaleza siervos los hombres bárbaros [indios], incultos e inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos; imperio que les traería grandísimas utilidades, siendo además cosa justa por derecho natural que la materia obedezca a la forma, al cuerpo al alma, el apetito a la razón, los brutos al hombre, la mujer al marido, lo imperfecto a lo perfecto, lo peor a lo mejor, para bien de todos». Ginés de Sepúlveda resucita con rostro «plurinacional», pero sigue diciendo lo mismo: el indio no puede ser sujeto sino objeto de la autoridad (quien es «más prudente y perfecta»). Él no puede reclamar derechos, es el Estado señorial-moderno-colonial quien se los otorga; por eso es considerado un «menor de edad»: «influenciado por ONG’s», «usado por la derecha», etc. Y si éste no tiene derechos, peor la naturaleza.
La modernidad mata a Dios para erigir a sus ídolos, nuevos fetiches hambrientos del sacrificio constante de la humanidad y la naturaleza. La riqueza moderna no tiene límites, por eso la economía se mide por cifras, siempre en aumento; por eso «progreso» significa, en definitiva, destrucción. La subjetividad que legitima ese «progreso», no cree ni en su camisa, como Melgarejo. Son jacobinos. Si no creen en Dios, ¿cómo van a creen en la Pachamama? Sólo creen en su propio poder, por eso son soberbios. Por eso entienden la política como lucha por el poder: en lo único que creen es en el poder; por eso, cuando lo tienen, viven ello de modo hasta insensato. Por eso ya no escuchan, porque asaltan literalmente aquello que idolatran. El poder ya no es facultad propia del pueblo sino expropiación ilegítima de éste; por eso, cuando asaltan el poder, es un literal asalto del propio pueblo. En nombre del pueblo asaltan al propio pueblo.
Si hay alguna enfermedad infantil en la izquierda es su jacobinismo. Por eso hasta se interpretan, a sí mismos, bajo los códigos de la revolución francesa; por eso también la replican: a la revolución le sigue el reino del terror. Aquella revolución, que postula la «declaración de los derechos del hombre», no sólo guillotina a la realeza sino también a los no considerados en tales derechos. Cuando mata a Babeuf y a Olympe de Goughes declara, que aquellos derechos, no son, en realidad, universales: los obreros y las mujeres están al margen. Son derechos exclusivos del ciudadano burgués. En consecuencia, la revolución de los «derechos del hombre», en nombre de esos «derechos», le hace la guerra a la primera nación de esclavos libres, Haití, y mata a su líder, Toussaint l’Overture.
El que, en este gobierno, alguien se declare jacobino y bolchevique no es casual. En abril de 2006, ya habíamos expuesto la contradicción que aparecía al interior del propio gobierno, en un artículo en internet: «El Asalto Jacobino del Gobierno del MAS»; donde decíamos: «El proyecto de nuestro vicepresidente siempre fue moderno. Su modelo de ‘capitalismo andino’ siempre buscó el desarrollo de las economías informal y tradicional desde la inocente asunción del patrón de acumulación capitalista (fiel al modelo ortodoxo de izquierda: ‘hay que cumplir las tareas que la burguesía dejó pendientes’). No dándose cuenta que tal proceso de acumulación está pensado a partir del desarrollo de los centros económicos, cuyo crecimiento depende de la postergación de las colonias; es decir, el supuesto ‘desarrollo’ está prescrito por un modelo que ha constituido al centro en eje del ‘desarrollo’, de este modo debe adoptarse un patrón de acumulación que acaba siempre postergando a la periferia, porque esa lógica consolida un sistema-mundo que ordena el mercado mundial en torno a la maximización económica del centro. Condición de la imposición de la economía capitalista en la periferia es la destrucción paulatina de sus economías tradicionales. El capitalismo no es sólo extracción de excedente; es, en primera instancia, des-estructuración de la economía tradicional y de la sociedad para re-ordenarlos en torno a la producción de excedente (exportadores de materias primas). O sea, la sociedad en torno a la producción de excedente es posible porque primeramente se destruye la base económica tradicional para hacerla dependiente de otro patrón de acumulación, en este caso, la maximización del capital. En tales condiciones no hay convivencia ‘normal’ de estas economías; una vive a costa de la otra, la competencia de capitales en la globalización es una lucha donde quien no acumula más valor muere, por ello la explotación en la periferia es más despiadada, porque la desigualdad tecnológica y la subordinación política (deuda e inversión extranjera) condena a los países pobres a transferir plusvalor extraordinario (explotación humana al infinito) al centro, siempre en ascenso. La tesis del ‘capitalismo andino’ buscaría intervenir en la economía tradicional para impulsar su ‘despegue’, o sea, a subsumirse en la lógica de acumulación capitalista. Esa es la falacia desarrollista: el único modelo a seguir es el seguido por Europa. Pero no es la economía informal y menos la economía tradicional las que imposibilitan el ‘desarrollo’. Es, más bien, el sector burgués de la economía el que arrastra a toda la sociedad al subdesarrollo; porque su existencia depende de la mantención de una estructura (nacional y mundial) que hace posible su dependencia sistemática. Por ello, el moderno-sistema-mundo corrompe a las elites de los países pobres para asegurar la estructura económica mundial; beneficia a sus elites a costa del subdesarrollo de sus sociedades, o sea, son ellas y la economía que patrocinan y ejercen la que arrastra a sus sociedades al subdesarrollo. Entonces, la intervención estructural debe hacerse a ese sector: el sector burgués. Para ello, son los principios (filosóficos, económicos y políticos) de la sociedad burguesa los que merecen el des-montaje y su re-consideración desde criterios ético-políticos de defensa de la reproducción de la vida de las víctimas (no del capital). La explotación despiadada de hombre y naturaleza es posible por una lógica que devalúa ambos a la condición de objeto. El sujeto que concibe esta lógica ha pasado del yo-conquisto al yo-pienso y al yo-domino. Se postula universal y portador absoluto de la verdad, devaluando todo pasado e imponiendo su proyecto (estar en la riqueza) como el adelante al que todos deben de someterse. Su libertad es libertad de propiedad, su propiedad es su derecho natural y su derecho es ley sobrehumana. Si estos principios no se ponen en suspenso, entonces todo proyecto, incluso los supuestamente alternativos, caerán en la reproducción de una lógica que, no en vano, lleva más de cinco siglos sofisticándose».
Aquel «capitalismo andino», ahora se llama «socialismo comunitario». Pero el cambio de nombre no cambia su contenido: la fe ciega en el «progreso» moderno. En nombre del «progreso» se interpreta que toda oposición a éste es irracional, entonces, en nombre de «la razón», se la elimina. En consecuencia, la creencia «señorial» se reafirma: el enemigo es el indio. El racismo desata una nueva «cruzada». El Estado señorial-moderno-colonial se recompone. Que la derecha critique la represión a la marcha indígena en defensa del TIPNIS, es puro oportunismo, exclusivo cálculo político. Si ellos volviesen al poder, no sólo violarían el TIPNIS sino que lo ofrecerían, con indios y todo, de modo abierto, al capital transnacional, también en nombre del «progreso» y «la razón»; los ídolos a los cuales se postran hereditariamente.
Lo que hace el jacobinismo gubernamental es reponer la «paradoja señorial». No logra reunir las condiciones subjetivas ni institucionales para hacer efectiva una real trasformación, porque no sabe ni puede enfrentar su propia subjetividad, presa de los prejuicios «señoriales» y modernos que le enajenan de su propia realidad. Y, en situación crítica, no halla mejor modo de descubrirse, que mostrarse en el más puro estilo colonial: la represión desnuda.
Si no hay transformación subjetiva, es imposible una transformación objetiva. Si no se produce al sujeto de la liberación, la liberación se queda como pura retórica y, de ese modo, el pueblo es reducido a la condición de objeto sumiso, apto para su dominación. Todo empieza con la segunda gestión gubernamental, cuando se arrasa con el 64% de la elección. La consigna fue ganar «como sea»; y ese «como sea», fruto del cálculo político, empezó a carcomer una legitimidad ya contaminada (los advenedizos no tardaron en trepar y los dirigentes históricos tampoco se quedaron atrás); en las elecciones municipales, eso costó una merma electoral considerable. Ese cálculo interesado, típico en una lógica instrumental de la política, iba constatando que los nuevos actores gubernamentales no habían cambiado nada, pero pretendían dirigir el proceso de cambio.
Fundan entonces el Estado plurinacional sobre bases irreales; porque si ellos pretendían mostrarse como la dirección del proceso, presentándose como quienes ya saben el sentido de éste, entonces el pueblo estaba de más. La verdad era expropiada como patrimonio exclusivo del sector jacobino del gobierno; pues si se dice que el pueblo está equivocado, se quiere decir que el gobierno tiene la verdad. Por eso el presidente Evo ya no necesitaba escuchar. Por eso el sector jacobino podía prescindir del pueblo y direccionar el proceso de cambio al margen del propio pueblo, independiente de si le guste o no al pueblo el sentido que iba adquiriendo el proceso. Desde la visión autista y auto-referente de quien había expropiado, para sí, el ámbito de las decisiones, el proceso sería lo que su imaginación decidía.
Ya no es ningún secreto que, en esta segunda gestión, el presidente Evo había perdido la capacidad de decisión en aspectos vitales y que ésta había recaído en la segunda figura de gobierno. Por eso se entendía que, en los momentos críticos, como el gasolinazo, mientras el presidente estaba curiosamente fuera del país, quien daba la cara, era el vicepresidente. El mismo celo de los ministros, de recluir al presidente en un distanciamiento hasta penitente, mostraba que aquél acataba (no sabemos si entusiasta o resignado) lo que ya había sido dispuesto. Frente al panorama que le presentaba el círculo llamado q’ara, él no podía más que consentir todo aquello; por eso, como lección, no basta en un líder sólo la buena intención sino que precisa de una formación intelectual sostenida, para no quedar embaucado en la retórica hábil de sus interlocutores. Creía que su constitución sindical le bastaba, pero eso le está costando caer ya no sólo en los errores sino en una traición a todo aquello por lo cual había luchado. En política no puede haber inocencia.
El rechazo al gasolinazo no sirvió para la reflexión porque no se trataba de un error sino de una apuesta que, de modo consciente, había adoptado ya este gobierno, y que es la misma apuesta por la carretera que atraviesa el corazón del TIPNIS. La apuesta por el «desarrollo» moderno. Pero esa apuesta no es nuestra sino a costa nuestra. Y el indio es el testimonio viviente de lo que ocasiona esa apuesta. Humanidad y naturaleza quedan reducidas a simples medios para los fines del «progreso» moderno. Frente a aquél, nuestras culturas, tecnología, medicina, religión, conocimiento, ciencia y filosofía, no sirven, son obsoletas, atrasadas, premodernas. Lo único valioso es el «desarrollo» moderno.
La «paradoja» reafirma la tozudez colonial: asume como propio un ideal que no le corresponde y, en consecuencia, creyendo «desarrollarse», no hace sino desarrollar a otros a costa siempre nuestra. La contradicción desarrollo-subdesarrollo, es una contradicción al interior de la lógica moderno-capitalista; si mi marco de interpretación de la realidad es sólo lo que la modernidad me muestra, entonces las transformaciones que pueda operar en ella ya no son tales sino simples reformas. Por eso el vicepresidente es etapista, porque se ha creído el cuento jacobino-bolchevique de que hay leyes fatales de la historia, a las cuales debe someterse el ser humano; por eso no sabe sino proponer metas cuantitativas a un asunto cualitativo: la transformación del mundo (los socialistas creyeron que la revolución era la culminación del «desarrollo», cuando debieron comprenderla -si hubiesen sabido algo de la crítica de Marx-, más bien, como un freno al «desarrollo», porque se trataba del «desarrollo» moderno-capitalista). Entonces, lo que se hace, ya no es cambiar al mundo sino afirmarlo del modo más contundente. Porque si persigo el «desarrollo» es que concibo mi realidad a partir de los criterios del «desarrollo» y, como no coinciden, entonces hago que mi realidad se comporte según los patones del «desarrollo»; es decir, de modo irreflexivo, argumento contra mí mismo, porque precisamente somos las víctimas de ese «desarrollo», desde hace cinco siglos. El precio de ese «desarrollo» es la producción sistemática de miseria y la destrucción, cada vez más acelerada, de la naturaleza.
Ahora que las cosas, en esta coyuntura crítica, se muestran no como son en lo cotidiano sino como son verdaderamente, nos damos cuenta que la descolonización es algo mucho más que un discurso, y que el gobierno no tiene ni la más mínima idea de lo que significa descolonizar el Estado. Por eso, para pretender ser la vanguardia del proceso tienen que arrebatar ese lugar a la verdadera vanguardia. Por eso interviene el gobierno la marcha indígena en defensa del TIPNIS. Se trata de un rapto. Sólo pueden ser vanguardia, poniéndose ellos como vanguardia. El pueblo no los puso para que decidieran al margen del pueblo sino para que obedezcan las decisiones del pueblo. No viven el proceso pero pretenden dirigirlo, desde aquella «iluminación» que creen infalible.
El kananchiri había sido el sobrenombre intelectual del vicepresidente en su etapa insurgente. Desde la «guerra del agua» se puso de moda junto a otros «iluminados», de una supuesta izquierda renovada. Esta izquierda nunca reflexionó sobre la colonialidad de sus categorías, al grado de adjetivar este proceso con una mixtura de conceptos que abrazaban sin criterio alguno, sólo porque estaban de moda o porque respondían a sus gustos estéticos. Para el vicepresidente el pueblo siempre fue «multitud»: una masa informe a la que había que dar forma. Relación sujeto-objeto. La «potencia plebeya» es sólo potencia en su sentido bruto, aristotélico digamos: es pura potencia, pero nunca acto; el objeto es pura potencia en sí, el acto es un añadido que le viene de afuera. Lo epistemológico precede a lo político. El conservadurismo ya era compromiso epistemológico, cuando se comprendía lo político desde el punto arquímedo de toda dominación: la relación sujeto-objeto deviene, en política, en la guerra por otros medios. La concepción de la cual se parte establece qué política, en definitiva, se sigue o se produce.
Por eso, cuando el vicepresidente se llamaba «el último jacobino» no era casual. Tampoco era casual que el presidente, ya en la primera gestión, decía convencido: «gobernar es hacer buenos negocios». No en vano ambos coquetean ahora con el sector empresarial (para colmo con el más reaccionario: el ganadero y agroindustrial del oriente). La introducción de los transgénicos en la ley productiva es, entre otras cosas, una concesión al sector soyero exportador. Y el apoyo de ciertos colonizadores, cocaleros y hasta campesinos, a la nueva carretera, es una apuesta al «desarrollo»; todos ellos quieren ser empresarios privados. Por eso no les interesa afectar a la naturaleza, porque para el afán de riqueza, la tierra es puro recurso, objeto, cosa a explotar, en beneficio privado.
Por eso decíamos, la «paradoja» no es sólo de una casta sino que contamina al todo social. Por eso el nuevo «señor» no tiene necesariamente que provenir de la casta oligárquica sino hasta puede serlo un pobre y hasta un ex guerrillero insurgente. El poder no cambia a nadie, su único poder consiste en mostrar cómo uno es verdaderamente. Por eso no es nunca primero el líder, primero es siempre el pueblo; cuando éste actúa a la altura de lo que se propone, el líder emana de su propio seno. Pero actuar de ese modo, requiere que el pueblo se haga sujeto; de lo contrario, el poder delegado es raptado con la connivencia del propio pueblo. Por eso, para que exista dominación tiene que haber, también, un cierto grado de inocencia para que la dominación se haga posible.
Vaciada la legitimidad, hay que inventarla; si ya no hay hegemonía democrática, viene la dominación pura. Lo que, en codificación revolucionaria francesa quiere decir: el 18 brumario: el coup d’Etat. Si el pueblo es el equivocado entonces se justifica la represión que se le hace, y ésta es justa porque «se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos». Ginés regresa sabiendo muy bien la lógica indígena; lo que se propone es una nueva «extirpación de idolatrías». El respeto a la Madre tierra es la nueva «idolatría» que hay que extirpar, en nombre del verdadero ídolo: el «progreso» moderno. Si ya no hay legitimidad, el cálculo político opta por lo más funesto: generar las condiciones para la recaptura absoluta del poder.
El 18 brumario estaría precedido por la vertiginosa pérdida de legitimidad. Todavía se esperaba una última autocrítica, pero los ministros prefieren ser Pilatos y lavarse de toda responsabilidad. Hasta la wawa ministra mostró más dignidad que todos los tata ministros juntos (la renuncia de la ministra de Defensa declaraba, en un arrebato de lucidez, que es el gobierno el que posibilita un retorno de la derecha -si hay infiltrados, ¿no estarán en el propio gobierno?).
El conflicto de Caranavi y el de Potosí, ya habían mostrado no sólo la inoperancia de los ministros sino, lo más grave, la soberbia y el desprecio -que van siempre juntos- que habían ido adquiriendo en el ch’aqui del poder. Ya se creían «señores»; igual que los hidalgos, como Cortez y Pizarro. El que se cree «señor» sin serlo, sólo sabe imponer su «señorío» a la fuerza. Es lo que les queda. Por eso, la intervención a la marcha no fue algo improvisado. El último discurso del presidente ratifica la decisión gubernamental de construir la carretera, sólo que se la aplaza. Se propone una discusión nacional al respecto, pero la discusión se la quiere reducir a lo técnico, cuando lo que está en juego es nuestra propia política de Estado. Porque las razones que arguye el vicepresidente (que curiosamente no apareció para nada) para dorar de magnanimidad al proyecto de la carretera son falaces: lo que supuestamente integra, ni siquiera vincula a todas las comunidades; el «desarrollo» que promete es desarrollo inmediato de ganaderos, expansión de su mercado, no de las comunidades; y, el argumento más colonial: cuando hace una historiografía de la carretera y señala que fue hasta propuesta en tiempos del Mariscal Sucre, olvida que esos propósitos eran paralelos a los propósitos de los nuevos conquistadores, que veían en el oriente una nueva reconquista.
El discurso no deja de ser «señorial» porque se aduce justicia social. Si una carretera fuera, en sí, sinónimo de «progreso», entre La Paz y Oruro, todos los campesinos serían ricos. Ahora bien, que la OAS haya o no financiado al MAS, descubre que hay ciertos compromisos adquiridos que le están costando a este gobierno más de lo que suponía. Por eso no se trataba de ganar «como sea»; en ese «como sea» se estaba jugando con el diablo; por eso, el cálculo político es lo menos calculable, porque en política se trata con personas, no con cosas. Seguramente, desde la visión de gobierno, este conflicto no es más que otra de esas «tensiones creativas» que le gusta reiterar al vicepresidente, ¿cuál fase será ésta en su lectura matematizante del proceso?
Si no hay autocrítica, entonces se reafirma la posición jacobina: la revolución se hace al margen del pueblo: Robespierre condena a Dantón. Y el nuevo Saint Just que goza de más poder (pese a que su presencia influyó mucho en el fracaso de todos los «diálogos»; entre mudos -los indios- y sordos -los ministros-, porque ante la orden del sí o sí, no había razones en contra que valgan; cómplice anterior del recorte de los escaños indígenas en la nueva Asamblea plurinacional), completa el cuadro. ¿Qué decía Saint Just?: «ne pas de liberté pour les enemies de la liberté» (nada de libertad para los enemigos de la libertad). ¿Qué dijo hoy el ministro de la Presidencia?: «no hay más razón para marchas, el que lo haga, es que tiene afanes políticos». No hace falta leer entre líneas lo que es una amenaza, secundada por el ministro de Gobierno (que sacrifica a su viceministro para quedar impune). Si los indios vuelven a la marcha, la amenaza ya ha sido clara. El cuco de la conspiración genera la reclusión en un gobierno que se vacía, paulatinamente, de opciones, y sólo opta por los llunq’us (los que trepan rápido, quienes se humillan antes para humillar después). En tales condiciones no hay mucho para escoger porque, además, quienes deciden no lo hacen ya por ética sino por puro cálculo político; los honestos son excluidos o arrinconados, viendo cómo el instrumento político reedita todo aquello que se criticaba.
Se esperaba, después de reprimir la marcha indígena, una vez más, un reencauce; lo que produjese una necesaria -y esperada- recomposición ministerial; pero si el presidente ya ha dejado de tomar la iniciativa, entonces se entiende que los ministros de la Presidencia y de Gobierno, enfrenten el conflicto desde una absoluta irresponsabilidad. A los «señores» no se les puede objetar nada. Por eso el conflicto no mengua sino se lo atiza más.
Después de dejar Cuba (para continuar la revolución en otros lados), el Che estaba escribiendo una crítica al Manual de Economía Política de la URSS; en el prólogo mencionaba que la crítica de Marx, no sólo que no fue comprendida sino que, en ese manual, se consagraban las aberraciones que condujeron al burocratismo y a la dictadura estalinista; que el sindicado de haber tergiversado el marxismo original era alguien por el cual sentía una profunda admiración, pero ello no impedía señalarle como responsable de la decadencia posterior: Vladimir Lenin. Cuando Marx decía a Engels que no vaya a pasarles a ellos lo mismo que a Hegel, indirectamente se refería a él; pues los primeros difamadores de las ideas revolucionarias son sus propios apologistas (los Judas salen siempre de entre los escogidos). Engels no comprendió a Marx y sus metidas de mano en «El Capital» son, en realidad, metidas de pata. Lenin ya es la culminación de una visión «científica positivista» del socialismo (lo mismo que Trotsky). Los marxistas rusos persiguieron a los llamados «populistas», a quienes, curiosamente, apoyaba Marx. Hasta el maestro estaba equivocado. La «infalibilidad» jacobina no perdona nada.
Ahora los «infalibles» no perdonan disidencia alguna, les llaman «resentidos», con ellos no habrá perdón. Por eso no queda otra; vaciada la legitimidad inicial, necesitan producir una nueva. Barrientos, siendo vicepresidente, le hace el golpe a Víctor Paz y, ¿cómo se legitima?, produciendo un nuevo pacto: el militar-campesino. Este pacto «señorial» es posible porque el campesino cooptado reniega de su condición india y se propone, como proyecto de vida, ser como el «señor», es decir, se moderniza. Proyecto que abrazan ahora ciertos colonizadores y cocaleros, sobre todo. Por eso el MAS se recluye al Chapare. Todos ellos aspiran al famoso «desarrollo» moderno, por eso quieren la carretera, para expandir fronteras agrícolas y mercados para, en definitiva, generar más ganancias. Un nuevo pacto es posible y la sombra de Barrientos también anida en la Llajta, Cochabamba. La historia no tiene casualidades. El 18 brumario es una posibilidad que saborean los «iluminados»; por eso hasta le tienden la inocente trampa al canciller para justificar la agresión posterior (y él se presta a aquello).
Si el presidente no tiene ya iniciativa, otros la tienen. Se reproduce el síndrome Kennedy, lo que aquí sería el episodio de Siles Suazo: el propio sistema político se recompone al interior del gobierno. El «Estado señorial» cambia de forma pero no cambia en el fondo: cambia para no cambiar nada. Si ya no hay legitimidad y el propio presidente no da muestras de una recomposición urgente, entonces hay que inventarse legitimidad. El golpe ya no viene de afuera sino de adentro; así queda beatificada la misma oposición. El 18 brumario es un auto-golpe que se impone el cesarismo para preservar el orden y el sistema.
Reducir el conflicto a lo técnico es lo que no permite advertir todo lo que está en juego. Lo que destapa el TIPNIS es el proyecto tecnócrata que ha triunfado en el gobierno y ha rodeado el discurso de los derechos de la Madre tierra, haciendo imposible su realización como política de Estado. El gasolinazo fue una decisión tecnócrata que articula a los ministerios de Planificación, Economía y Hacienda, como lugar de recomposición de la estructura neoliberal. Que el vicepresidente dicte ese decreto, no es casual; como tampoco es casual que se rumoree un nuevo gasolinazo. El gobierno requiere de más ingresos, por seguir una política que le hace prisionero del capital externo (mantener la balanza fiscal también tiene que ver con equilibrar la deuda que se adquiere). La carretera por el TIPNIS es un acceso de capitales (no siempre nacionales) a la conexión bi-oceánica; la integración no es entre pueblos sino entre capitales. Pero el ingreso al corazón del TIPNIS tiene que ver con la exploración de lo que se supone hay allí. Es cierto que los cocaleros no tienen tanto poder para lograr el empecinamiento del propio presidente. Las razones hay que buscarlas en otro lado. En definitiva se trata de proyectos de vida. No dudamos que el gobierno tiene las mejores intenciones para su país; pero de buenas intenciones está lleno el camino al infierno. El petróleo, gas y otras riquezas que se hallan en el TIPNIS, supone una gran tentación; algo que la lógica instrumental ve sólo como utilidades. El asunto es: ¿cuál es el verdadero costo de esas utilidades, a la larga? Eso es algo que la racionalidad instrumental no sabe ni puede calcular; por eso suena, hasta risible, el que algún viceministro estime que el daño al TIPNIS será sólo del 0.3% (hasta por lo del efecto mariposa, la ciencia actual ya se cuida de hacer previsiones exactas).
El proyecto moderno abraza el «progreso» como una cuestión de fe. Se lanza a él sin importar los costos ni las consecuencias; en su adelante sólo existe la infinitud de un «progreso» que promete el cielo en la tierra. Es una tentación fáustica. Por eso hace del «progreso» su nuevo fetiche y le ofrece, a cambio del futuro prometido (que nunca llega), todos los sacrificios que le exige. Si el TIPNIS tiene riquezas entonces hay que conquistarlo; si los indios no lo hacen es porque son atrasados y salvajes, hay que enseñarles a ser civilizados, es decir, a aprovecharse de las riquezas, a explotarlas, para ser ricos. Pero, más allá de una visión moderna, el TIPNIS es algo más. Para ello precisamos desvelar nuestros ojos y trascender el reino de las apariencias.
Sólo habita lo espiritual en una relación armónica entre ser humano y naturaleza. Si toda la naturaleza es conquistada (violentada) entonces lo espiritual no tiene lugar. Así como el amanecer necesita de la oscuridad para nacer, así también necesitamos de lo desconocido para conocer; hay que preservar el misterio, la pachaMama es sujeto, es persona, necesita preservar su intimidad, como ser femenino que es. Lo otro es pura violación. No en vano Francis Bacon, describe así el método de la ciencia moderna: «debemos extraerle sus secretos a la naturaleza, así como el verdugo le saca la verdad a la víctima». La Madre tiene lugares donde se recompone, adonde se retrae. Esos lugares se llaman sagrados y contienen el núcleo de espiritualidad desde donde el ser humano se recompone espiritualmente. Si desaparece eso, lo que desaparece, en última instancia, es el ser humano. Son lugares de energía ancestral, milenaria, que están allí, no para saquearlos sino para honrarlos. La medicina qulla conoce los efectos benéficos de un sinnúmero de plantas que se originan en lugares como el TIPNIS; hasta se dice que hay plantas medicinales aun no descubiertas y hasta alimentos nuevos (cosa que la tecnología moderna no puede hacer, sólo sabe alterar los alimentos, para generar ganancias, produciendo muerte). El TIPNIS es un lugar rico, no por lo que piensa la mentalidad moderna, sino por la vida que contiene.
Los guaraníes, cuando sienten que han empezado a producir relaciones de dominación, abandonan lo que han construido y se lanzan a un nuevo éxodo, en busca de «la tierra sin mal»; el concepto de «tierra sin mal» quiere decir: tierra no mellada por el hombre. Es decir, necesitan saber que hay una tierra virgen para saber que hay un mundo mejor. ¿Qué pasa si ya no hay más tierra virgen, que todo ya ha sido colonizado? Es el fin de la cultura (mito que comparten casi todas las culturas y naciones de Tierras Bajas y hasta de todo el continente; ¿será por eso que abandonan su civilización los tiwanakotas y los mayas?). Si se mata al TIPNIS, se mata también la cultura, es decir, la humanidad. El TIPNIS es sagrado porque la espiritualidad indígena encuentra allí uno de los núcleos de su emanación.
Pero a los jacobinos no les importa aquello; como no creen ni en su madre, menos van a creen en la pachaMama y menos que el Gran Espíritu habite en su interior. Sólo creen lo que ven y lo que ven son cifras: economía de los negocios, de la rentabilidad, de las ganancias. La vida les es algo demasiado abstracto para tomarlo siquiera en cuenta. Pero no se levanta impunemente lo sagrado. A los neoliberales no se les podía reclamar la defensa de la Madre, porque nunca se comprometieron con ella; pero el actual gobierno no sólo hace bandera de la pachaMama sino que se declara, frente al mundo, defensor de sus derechos. Entonces, dónde radica la aporía.
Volvemos a la «paradoja señorial». El cacique Seattle decía que, para comprender al hombre blanco había que entrar en sus sueños y ver de qué están hechos. Los sueños del «señor» son lo que le impide una real liberación; si el siervo adopta esos sueños como suyos, entonces aprende a dominar, porque quiere ser también «señor». No es una cuestión teórica sino existencial: pensar un nuevo proyecto no es tasar sus magnitudes o describir sus etapas; pensar un nuevo proyecto es producir al sujeto de ese proyecto, es decir, transformarse en sujeto. Pero no me hago sujeto haciendo objeto al otro. Sólo se es sujeto en relación a otro sujeto. Y si todo tiene alma, todo tiene vida. Por eso este nuestro momento es revolucionario, porque en el grito del sujeto están presentes los gritos de la pachaMama y de los achachilas, de las huacas y de los ajayus. Del Gran Espíritu, del Wirakocha. Por eso el «cambio» no podía adjetivarse con lo viejo sino que su propio lenguaje debe ser un lenguaje nuevo: sólo un nacido de nuevo puede proponer un lenguaje nuevo. Lo viejo es ahora lo moderno, lo que hay que dejar atrás y proponernos un nuevo mundo; no desde la nada sino desde lo nuestro. Por eso el pueblo no podía dormirse en sus laureles. Ahora que despierta, debe de reconocer que la vanguardia no está en los intelectuales, la vanguardia está en las naciones originarias, en lo indio que todos llevamos dentro, pero de manera negada y despreciada. Necesitamos preservar el TIPNIS, ya no sólo por razones ecologistas sino espirituales. Así como hay que preservar las apachetas, así hay que preservar el TIPNIS.
Cuando se dice que el enemigo está adentro, se dice que todavía no somos sujeto; porque seguimos escindidos, separados de lo más propio, desequilibrados, por eso hay conflicto al interior de uno mismo. Las contradicciones en el gobierno son también contradicciones en el propio pueblo; mientras nos proponemos un nuevo proyecto de vida, seguimos volteando la mirada para acabar como estatuas de sal. Quienes pretenden dirigir el proceso son los que se voltean y van sólo a lo conocido; se vuelven conservadores. El gobierno quiere, otra vez, salir de un nuevo fracaso del modo más inmaculado; el único cálculo que hacen, es que tienen que ganar, a como dé lugar. No están dispuestos a abandonar sus posiciones; por el contrario, ahora nos dicen, que son las condiciones y el propio pueblo, los que tienen que madurar, para estar a la altura de ellos. Por eso el 18 brumario es una carta que acarician. Ya hay tres renuncias; si fuera cierto de que el canciller se hace a un lado, ¿con quién se queda el presidente? ¿O es que el canciller ya estaba desplazado por el mismo Evo?
Rafael Bautista S. es autor de «HACIA UNA FUNDAMENTACIÓN DEL PENSAMIENTO CRÍTICO». Rincón ediciones.
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