Poco a poco va ganando adeptos la idea de que para cambiar el rumbo del país y así sacarlo de la postración de nada sirven las elecciones. Es más: incluso se piensa que los procesos electorales contribuyen a reforzar y perpetuar el ruinoso estado de la nación mexicana. ¿No decía el viejo zorro de la […]
Poco a poco va ganando adeptos la idea de que para cambiar el rumbo del país y así sacarlo de la postración de nada sirven las elecciones. Es más: incluso se piensa que los procesos electorales contribuyen a reforzar y perpetuar el ruinoso estado de la nación mexicana. ¿No decía el viejo zorro de la política oligárquica Jesús Reyes Heroles que «lo que resiste apoya»?
En México ambas reflexiones tienen una base histórica y empírica muy larga y muy sólida. Durante décadas los ciudadanos han acudido a las urnas más como cumplimiento de un deber cívico que como medida para designar a sus gobernantes.
Pero en los últimos años esta idea del deber cívico se ha ido erosionando, diluyendo. Y ha comenzado a trocarse en su contraria: el verdadero cumplimiento del deber cívico consiste en la no participación en unos comicios que sólo sirven para legitimar a los responsables del desastre nacional presente. Y legitimar, de paso, las políticas económicas que en nada benefician a la inmensa mayoría de la población y que contribuyen de manera decisiva a generar mayor concentración de la riqueza y mayores desigualdades sociales.
Desde hace años corren al parejo la desilusión social con las elecciones y el marcadísimo interés del Estado en lograr y fomentar la participación ciudadana en los comicios. A tal grado esto último, que se gastan millonadas ya inconmensurables en el intento de persuadir a los ciudadanos para que acudan a las urnas. Pero a pesar del dinero gastado, los obstáculos para el logro de ese propósito cada día son mayores y más visibles.
El primero de esos obstáculos es la existencia y persistencia del fraude electoral. Con el tiempo este se ha ido perfeccionando. Del vulgar robo de urnas y de la compra de votos (antes en efectivo o en especie), ahora se ha pasado a las modernas transferencias electrónicas.
De la introducción en las ánforas de papeletas falsas, del sufragio apócrifo de muertos y ausentes y de la simple declaración oficial de un ganador que no ha ganado, hoy se ha transitado, sin abandonar jamás esas viejas prácticas, al más sofisticado fraude electoral cibernético. A la ciberdefraudación. Un adecuado programa informático es todo lo que hace falta. Un simple teclazo y ya está. Sin testigos, sin papeles, sin huellas.
La ciberdefraudación, desde luego, tiene complementos necesarios. Campañas masivas de calumnias contra los opositores, encuestas a modo y por encargo tan falsas como onerosas, falsificación mediática de la realidad y, como la cereza del pastel de la estafa comicial, órganos y tribunales electorales vasallos de la cúpula del régimen político que se refuerza, solidifica y perpetúa en cada elección. Sin descontar, por supuesto, la cooptación de los partidos políticos opositores, ya de derecha, ya de supuesta izquierda.
Frente al cierre evidente de la vía electoral son muchas las cosas que pueden hacerse. Pero hasta ahora la que parece tener más adeptos es la abstención, la no participación, el desdén por el proceso electoral. También aparecen por ahí las sugerencias del voto en blanco, de la rotura de las papeletas, de la expresión en éstas de inconformidad, protesta y repudio. Pero por lo que se ve, la no participación en los comicios lleva la delantera.
Para impedir el crecimiento de esta tendencia social de nada están sirviendo los recursos de la publicidad en favor del sufragio como vehículo de mejoría social y económica. Y tampoco está siendo útil el manejo de la falacia que sostiene, contra toda evidencia, que el voto popular le cierra el camino a la derecha y al imperialismo. ¿Cómo cerrarles la entrada a quienes ya están adentro, bien adentro, y cada día más, de los órganos del poder?
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