Preámbulo La inminente culminación de la «cuenta larga» del calendario vigesimal mesoamericano (21 de diciembre de 2012) provoca en nuestros días temores apocalípticos semejantes a los experimentados en vísperas del año 2000. La National Aeronautics and Space Administration (NASA), haciéndose cargo de la generalizada preocupación sobre el tema, ha tratado éste en su sitio web. […]
Preámbulo
La inminente culminación de la «cuenta larga» del calendario vigesimal mesoamericano (21 de diciembre de 2012) provoca en nuestros días temores apocalípticos semejantes a los experimentados en vísperas del año 2000. La National Aeronautics and Space Administration (NASA), haciéndose cargo de la generalizada preocupación sobre el tema, ha tratado éste en su sitio web. Y sugestivamente ha comenzado con una frase recordatoria del pánico milenarista que compasara los avatares del Y2K problem:
Remember the Y2K scare? It came and went without much of a whimper because of adequate planning and analysis of the situation. Impressive movie special effects aside, Dec. 21, 2012, won’t be the end of the world as we know. It will, however, be another winter solstice.
— NASA, «2012: Beginning of the End or Why the World Won’t End?»
Estos temas incentivan nuestro interés por los secretos del devenir. La posibilidad de viajar en la historia hacia atrás y hacia adelante, novelada por H. G. Wells en La máquina del tiempo (1895), devino materia de investigación recurrente para físicos y astrónomos posteriores (agujeros negros y wormholes o túneles-gusano mediante). En las fascinantes paradojas asociadas a los avances científicos se ha llegado a plantear como factible lo imaginado por el novelista. Entretanto, y mientras la tecnología no nos permita movernos a velocidades cercanas a la de la luz sin desintegrarnos, nuestra ilusión de perenne lozanía ha de nutrirse con recursos imaginativos. El tránsito del pasado al presente y de éste al futuro sigue ocurriendo, en lo que a nuestra percepción concierne, a razón de un segundo por segundo. ¿Es acaso una limitación? No, en absoluto, cada instante que transcurre es más rico que el que le precede. Indisociable del espacio, está más cerca de la altura. Más próximo a los dioses.
Jugando con el calendario perpetuo
Acaso el lector haya examinado el calendario perpetuo asociado a este artículo. Y se haya interrogado sobre su origen, utilidad y manejo: ¿quién lo hizo?; ¿para qué sirve?; ¿cómo se usa? ¡Pues tiempo al tiempo, que de eso precisamente se trata! Como misterio para venerar, maravilla para gozar, regalo para agradecer. Como historia para asimilar, prodigio para investigar, fenómeno para medir…
Comenzaré furtivamente, cual párvulo que rastrea a hurtadillas su tesoro escondido. Y a la par que invito al lector a una aventura semejante (despertar a su niño dormido y abrirse al recuerdo de sus primeros asombros), le confesaré una confidencia: en realidad, no se trata de un calendario perpetuo… ¡es un almanaque mágico! Como tal me había cautivado desde muy pequeño, a poco de que mi hermano Armando lo creara en la década de los cuarenta. Y así lo sigo percibiendo hoy, al divulgarlo como homenaje póstumo a su inventor.
En el embrujo de mis ensueños infantiles, me seducía la ficción de construir un cono fantástico en cuyo interior yo viajaría hacia un colorido vitral de cristales en movimiento (réplica cósmica del calidoscopio con el que jugaba habitualmente). Armando tenía pasión por la astronomía, y no era todavía ingeniero civil cuando me explicaba el calendario asociándolo al Sol, y desde la azotea de la casona paterna me enseñaba a manejar el teodolito.
Yo no entendía la complejidad de este instrumento, pero me encantaba el efecto de la luz, reflejada en el prisma que interceptaba sus ejes. Me fascinaba además la doble rotación que sobre aquéllos hacía el telescopio. Era como si el cono fantástico que soñaba construir abarcara a la vez a todas las estrellas. Para no perder ninguna, mi pensamiento mágico las concentraba en el vértice, y elevaba éste desde mis ojos al cielo. Desde el interior yo ascendía en suave movimiento helicoidal y ondeaba en el tiempo, jugando con el calendario perpetuo. En el hechizo lúdico acostumbraba convertirlo en almanaque mágico.
La herramienta-juego permite determinar el día de la semana de una fecha cualquiera, desde el jueves 1 de enero del 1 a. C. hasta el jueves 4 de octubre de 1582 inclusive (año cero de los astrónomos más etapa cristiana del calendario juliano), y desde el viernes 15 de octubre de 1582 hasta el viernes 31 de diciembre de 2399 inclusive (etapa del calendario gregoriano abarcada por el diseño). Recuérdese que, por causas asociadas al cálculo de la fecha de Pascua y sin alterar la secuencia de los días de la semana, el cambio de calendario se instrumentó mediante la supresión de diez fechas: el jueves 4 de octubre de 1582 (última fecha juliana) fue sucedido por el viernes 15 (primera fecha gregoriana) [1].
La invención está basada en el concepto de letra dominical, tomado del calendario litúrgico cristiano. Asignando a cada fecha del año una de las siete primeras letras del alfabeto (la A al 1 de enero, la B al 2, la C al 3, la D al 4, la E al 5, la F al 6, la G al 7, la A al 8, la B al 9, y así sucesivamente), a todas las fechas con letras iguales corresponde un mismo día de la semana. A la letra que toca a los domingos se la califica de dominical. En años comunes (no bisiestos), tal letra dominical resulta única. En años bisiestos, el calendario litúrgico no asigna ninguna letra al 29 de febrero. Como consecuencia, a partir del 1 de marzo se produce un desfase en la correspondencia entre fechas y primeras siete letras del alfabeto. En particular, a los domingos anteriores al día intercalar toca una letra; a los posteriores, la que subsigue en el ciclo de siete. En otras palabras, los años bisiestos constan de dos letras dominicales: la primera vale para enero y febrero; la segunda, para los meses restantes.
A hurtadillas frente a los dioses
Cuando en los años ochenta procuré comprender las letras dominicales -a poco de estrenar mi quinta década, me hallaba geográficamente distante de Armando y decidido a atrapar por mí mismo al duende de la herramienta-juego- me sentí partícipe de un esfuerzo gigantesco: el intelecto humano buscando aprehender la lógica celeste. En el vano empeño por descifrar sus claves, bajo la consigna de sincronizar ciclos astrales y de regular con ellos sus actividades más diversas, el hombre inventó numerosos calendarios. Los más afines a nuestra cultura occidental son el romano, el juliano (a su vez receptor de influencias egipcias) y el gregoriano. Confrontados con los movimientos de los astros todos sufrieron desvíos, como la Torre de Pisa, y a fuerza de constatarlos hemos sido compelidos a perfeccionar el cronoscopio. Resulta significativo que la leyenda atribuya a aquella torre inclinada el escenario adecuado a las demostraciones de Galileo, y con ellas al derrumbe de ciertas tradiciones aristotélicas que con el respaldo eclesiástico se consideraban fuera de toda discusión, y tan arrogantes e inamovibles como la creencia de que la Tierra era el centro del universo.
Antes de Aristóteles, y capitalizando logros de la astronomía babilónica, el astrónomo griego Metón había revelado en su tierra el trascendental descubrimiento de que las fases lunares se repiten en los mismos días del año cada diecinueve años solares. Durante el tercer cuarto del siglo V a. C., coincidente con el apogeo del clasicismo, y más precisamente en el lapso de sus dos primeras décadas, al final del cual comenzaría la Guerra del Peloponeso, el imperio ateniense conocería su máximo esplendor. Bajo el gobierno de Pericles, Atenas se convertiría en la ciudad más hermosa del mundo. Embellecida por artistas de la talla de Fidias, supervisor de las grandes obras que darían gloria imperecedera a la Acrópolis, devendría escenario propicio al entusiasmo que generaría la revelación de Metón, complementaria de notorios progresos en literatura, teatro y filosofía.
¿Sería posible al fin que los dos astros más importantes para la vida de nuestro planeta ajustaran sus ciclos a las mediciones ideadas por el más inteligente de sus habitantes? ¿Revelarían por ventura los dioses el arcano celeste, las reverberaciones de sus fuegos y los arpegios de sus danzas? ¿Acomodarían de tal suerte el mundo sensible al inteligible, las existencias a las esencias?
Tal pareció ser la expectativa con que los griegos abordaron el primer año de la octogésima sexta olimpíada (según algunas fuentes el de la octogésima séptima: 432 a. C.), cuando, creyendo a pie juntillas en el ciclo metónico y celebrando con gran pompa su descubrimiento, determinaron esculpirlo con letras de oro en los monumentos públicos [2]. ¡Gloria in excelsis homini! A través del más precioso de los metales, la Tierra y el universo entero rendirían pleitesía al intelecto humano. Sobre una plancha de plata que enviarían a Roma, los atenienses grabaron el período de diecinueve años en letras de oro [3] . El número que en él ocupaba un año determinado se estamparía con letras y números de oro en los cabezales de los calendarios romanos, y sería costumbre denominarlo «áureo número» (número áureo del año o número de oro) [4] .
El entusiasmo de los atenienses por su ciclo áureo ocurrió en vísperas del estallido de una guerra que pondría fin a su imperio. ¿Celo de los dioses?… Éste sería un tema recurrente en las mordientes humoradas que Aristófanes incluiría en sus comedias pocos años más tarde. En el 415 a. C., en pleno conflicto bélico con Esparta, el gran poeta estrenó su magistral comedia Las aves, en cuyo contexto se burla de la república imaginaria ideada por Platón, y en uno de cuyos pasajes hace intervenir a Metón como fastidioso geómetra de la ciudad de los pájaros.
En época coincidente con el apogeo ateniense, los romanos también procuraban ajustar su calendario lunisolar. Su idea básica era la misma que la de los griegos: conciliar la duración del año civil con la del año solar trópico (o ciclo anual de las estaciones), y con la del año lunar sinódico de doce meses lunares. Considerando como unidad de tiempo al día civil de veinticuatro horas, el año solar trópico dura 365 y fracción. El lunar sinódico dura a su vez 354 y fracción (doce lunaciones de aproximadamente veintinueve días y medio cada una). Si la diferencia cercana a once días se acumula a lo largo de diecinueve años solares, resulta casi igual a la duración de siete lunaciones.
El quid de la cuestión -desde el refinamiento de nuestra óptica actual- es el margen de error denotado por el adverbio «casi»: alrededor de dos horas que los antiguos desconocían creyendo que la correspondencia era exacta. No obstante, el descubrimiento permitió que tanto griegos como romanos racionalizaran la inclusión de meses intercalares en sus años civiles (algunos de doce lunas y otros de trece), a fin de distribuir equilibradamente doscientas treinta y cinco lunaciones a lo largo de diecinueve años solares:
(12 x 12) + (7 x 13) = 235
(doce años de doce lunaciones más siete de trece)
La ley romana establecía que el mantenimiento del complejo andamiaje corriera por cuenta del pontífice máximo, y no pocas veces resultaba errado, ora por ignorancia, ora por soborno.
Arrojo juliano y cautela gregoriana
Fue ya comenzada la segunda mitad del siglo I a. C., cuando, por consejo del astrónomo alejandrino Sosígenes, el jefe de estado Julio César procedió a poner orden en el caprichoso sistema. Rehabilitando un ingenioso calendario de sus ancestros, resistido por la inmutabilidad sacerdotal egipcia, y superando la necesidad grecorromana de considerar años de trece meses, Sosígenes había propuesto un año solar promedio de 365,25 días de duración. Ésta coincidía con la establecida en Roma por los antiguos decenviros, contemporáneos de Metón, pero por medio de una configuración novedosa: un ciclo de tres años civiles de 365 días seguidos por uno de 366. ¡Notable avance e integración cultural, apropiados a la grandeza del imperio en ciernes! Compasando la consolidación de un poder político que centraría en su torno a todo el mundo civilizado, nuevamente el intelecto humano se adueñaría de los secretos celestes. La flamante mejora entraría en vigor a continuación de un annus confusionus de 445 días (46 a. C.).
Los dioses no tardarían en vengarse, y esta vez de modo fulminante. El prolífico jefe político-militar, antiguo sacerdote de Júpiter y enamorador de Cleopatra, distinguido orador y afortunado guerrero, pontífice máximo de Roma y finalmente dictador, fue asesinado en el Senado, ¡por manos presuntamente amigas y a poco de inaugurarse el calendario que lo inmortalizaría!
El ilustre émulo de Metón resultó a su vez víctima de un nefasto malentendido. Los pontífices intercalaron los bisiestos cada tres años en lugar de cada cuatro, y ello requirió una enmienda por parte del primer emperador César Augusto. A comienzos de la década que precedió a nuestra era y durante un lapso cuyos límites y extensión se discuten, la intercalación debió quedar en suspenso (se regularizó a partir de los años 4 u 8 d. C.). Desde entonces el calendario juliano, que también había sido objeto de otros retoques desde su promulgación, consolidó su gloria por más de quince siglos.
En el discurrir de ese largo tiempo llegó a advertirse un nuevo desajuste del año solar de Sosígenes con respecto al ciclo de las estaciones. El año de la confusión pagana tuvo su reedición cristiana en 1582, cuando el papa Gregorio XIII, apoyado en la autoridad de dos nuevos seguidores de Metón, el astrónomo italiano Aloysius Lilius y el matemático jesuita alemán Christopher Clavius, ordenó quitar diez días al almanaque respectivo (apenas una novena parte de lo que en su época había agregado Sosígenes). Simbolizando acaso la secular costumbre pontificia de prevenir los excesos del paganismo (que no era sólo cuestión de ponerles coto), ordenó también suprimir algunos bisiestos en el futuro.
Dispuso además el papa otras normas conducentes a mejorar la sincronía de la celebración de Pascua con la órbita lunar. A partir de tanta autoridad, documentada como no era para menos en una bula pontificia de denominación rimbombante (Inter Gravissimas, 24 de febrero de 1582) [5] , la veneración imperial cedería su turno a la de la cátedra de Pedro. Pero ello ocurriría gradualmente y el embrollo cronológico llegaría hasta nuestros días. La enmienda gregoriana no es aún universal. Debido sobre todo a rivalidades religiosas, tampoco fue simultánea en las naciones en las que se aplicó.
Humanizando el devenir
Y aún se sigue discutiendo la conveniencia de una nueva reforma del calendario. A despecho de porrazos milenarios, irrumpimos una vez más en el escenario de los dioses, pretendiendo capturar los enigmas del devenir. Un singular contrapunto entre calendario perpetuo y almanaque mágico, entre intrepidez intelectual y veneración de lo sagrado.
Las tradiciones sapienciales de la humanidad dan cuenta de este contrapunto. Así la palabra maya, recurrente en el hinduismo y en el pensamiento de la India, remite a «magia mensuradora»: a la ilusión de medir lo inconmensurable, tan antigua y nueva como el embrujo del firmamento y la ignota infinitud de sus alturas [6] . Igualmente en el judeocristianismo: el ángel del Apocalipsis mide con caña de oro la Jerusalén mesiánica (cf. Ap 21, 15-17). ¿No es su ejemplo instigación irresistible?
Poesía sacra, «magia mensuradora»… élan vital del almanaque mágico. En nuestro tenaz afán de desvelar los misterios celestes, perfeccionamos mediciones y nos lanzamos hacia nuevas conquistas. Ello nos exige un tiempo de maduración que es preciso respetar, so pena de quedar sin rumbo. Cuando consolidamos algún logro, nos gratificamos con su contemplación. Pero si ésta se prolonga más de la cuenta, olvidamos fácilmente nuestra consigna existencial: avanzar «sin prisa y sin pausa», cual dijera Goethe del andar de las estrellas y como con tanta elocuencia nos enseña la Luna. Que desaparece para germinar y regenerarse sin cesar.
Humanizar el devenir es convertirlo en historia. Abrevar en nuestras fuentes primigenias y desde ellas proyectar nuestra identidad hacia el porvenir, hacia lo aún no dado a luz. De lo contrario, el tiempo nos tiraniza y perdemos la memoria. Quizá la Luna exista precisamente para alumbrar nuestra reminiscencia. Para enseñarnos que, así como su razón de ser es el continuo movimiento que la configura, la obstinada búsqueda de sincronía con el ritmo solar al que jamás alcanza -¡y he aquí que vive!-, asimismo ha de ser nuestro transitar peregrino. La premura nos aturulla, la quietud nos petrifica.
El gran mérito de Metón, forjado desde antecedentes babilónicos, fue formular en términos temporales concretos el anhelo de avance y de reencuentro, relacionando el tiempo humano con el astronómico. Mi propósito es desentrañar -desde las honduras de aquellas fuentes que borbotean con fuerza en nuestros días- la inquietud que hizo posible su descubrimiento. Y destacar su riqueza simbólica. El atávico esfuerzo del hombre por integrarse totalmente con el cosmos, consubstanciarse con sus energías y ritmos y desde ellos trascender a la plenitud de los dioses. Su inmersión en la unidad primordial desde la que fue posible el esplendor de la cosmogonía, la prístina irradiación de lo divino.
Invitación
Si el lector se ha sentido confortado con este artículo, le invito a leer mi libro homónimo, tanto disponible en formato impreso como en formato digital. Inspirado en «las discretas locuras» de las que Cervantes diera noticia al narrar las andanzas del «ingenioso hidalgo» (conforme las calificara en el «Prólogo al lector» de la segunda parte de su obra magna), El almanaque mágico consta de «Locuras discretas» y, para no quedarse en zaga en «magia mensuradora», también incluye «Locuras continuas»… Dos visiones complementarias de una misma realidad, aunque a priori pudieran parecer concebidas desde universos diferentes.
En las «Locuras discretas» predomina la ensayística, matizada con evocaciones de la infancia, fantasías, relatos oníricos, curiosidades históricas e incursiones bíblicas. Las «locuras continuas» están impregnadas de fórmulas matemáticas, tablas, gráficos y programas informáticos (cálculo de la fecha de Pascua, fundamentos de algoritmos que manejan fechas, etc.).
Al apostar a la síntesis de ambos tipos de locuras -a integrar lo cultural con lo tecnológico, lo clásico con lo moderno-, he intentado abordar uno de los retos más señalados de la hora actual. En contraposición a la banalidad del zapping, culturizar el enorme flujo de información que nos abruma. Hace ya largo tiempo que clamamos por la búsqueda de sentido, por una nueva cosmovisión y conjunto de valores a los cuales referir el vertiginoso empuje de la tecnología.
Notas:
[1] La reforma gregoriana ocurrió en fechas diversas, en las naciones en las que se aplicó, y las cantidades de fechas suprimidas para transitar del calendario juliano al gregoriano también fueron diversas. Algunas iglesias ortodoxas aún utilizan el calendario juliano para calcular la fecha de Pascua. Si optaren por el gregoriano, deberían suprimir trece o más fechas, según tal opción se aplicare antes o a partir del 1 de marzo del 2100. El porqué de esta norma está explicado al detalle en el libro homónimo de este artículo (cf. apartado «Invitación»).
[2] Cf. FRESA Alfonso, La Luna3 (Ed. Ulrico Hoelpi, Milán, 1952), p. 175.
[3] Cf. AA.VV., Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana (Barcelona, Hijos de J. Espasa Editores, s.d.), art. «Cronología», tomo 16, pp. 475 ss. La referencia a la «plancha de plata» enviada a Roma con letras grabadas en oro, como origen de la denominación «áureo número», figura en apdo. II: «Divisiones del tiempo», p. 477.
[4] Ibíd., art. «Calendario» (tomo 10, pp. 706 ss.); y art. «Número» (áureo número), tomo 39, p. 17.
[5] Cf. AUDETTE Rodolphe, «Inter Gravissimas» (transcripción del latín original y traducción francesa) y McCARTY Richard, «Inter Gravissimas» (derivación a la misma transcripción del latín original efectuada por Rodolphe Audette y a traducción inglesa a cargo de Bill Spencer).
[6] Cf. CORNELIS, H, «Le discontinu dans la pensée indienne», Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques (1957), 2, pp. 233-34 (citado en MOUROUX Jean, Le mistère du temps (París, Éditions Montaigne), traducción española por José López Bora: El misterio del tiempo1 (Barcelona, Editorial Estela S.A., 1965) pp. 40-41.
Fuente: http://www.deigualaigual.net/es/opinion/calidadhumana/5738-almanaque-magico