Hagamos un poco de historia. Por allá de los primeros años ochenta del siglo pasado, existía en México un partido político que se denominaba Partido Socialista de los Trabajadores (PST). No era, en realidad, un partido político, sino un simple membrete, un grupúsculo de oportunistas que vivían -y no vivían tan mal- de las dádivas […]
Hagamos un poco de historia. Por allá de los primeros años ochenta del siglo pasado, existía en México un partido político que se denominaba Partido Socialista de los Trabajadores (PST). No era, en realidad, un partido político, sino un simple membrete, un grupúsculo de oportunistas que vivían -y no vivían tan mal- de las dádivas oficiales, de una especie de subsidio gubernamental para aparentar que en México había una oposición «socialista» al partido del Estado.
Aparentar que había una oposición socialista era una cosa buena para el régimen imperante, ese que Mario Vargas Llosa llamó alguna vez la «dictadura perfecta». Una apariencia de oposición de izquierda que materializaba la célebre y maquiavélica expresión política del mayor ideólogo del PRI, ya fallecido, Jesús Reyes Heroles: «Lo que resiste, apoya». O, mejor dicho, lo que aparenta que resiste, por supuesto que apoya.
El PST, desde luego, no era el único membrete simulador de oposición al régimen priista. Había otros. Y a todos ellos se les llamaba, en expresión insuperable, partidos paraestatales. Y también, en el lenguaje popular de México, partidos paleros (comparsas). O, igualmente, oposición o izquierda domesticada.
Cuando vino la insurrección electoral de 1987-1988, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas, el PST, en un acto de oportunismo, se cambió el nombre y pasó a llamarse Partido del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional (PFCRN). Y de ambos membretes, el líder, jefe y dueño era un personaje, hoy en el ostracismo, llamado Rafael Aguilar Talamantes, un ejemplo ya clásico de venalidad política.
Y aquí viene lo más interesante. Aguilar Talamantes tenía dos lugartenientes. Uno era el desde entonces muy desprestigiado político Graco Ramírez. El otro era Jesús Ortega Martínez, actual presidente del Partido de la Revolución Democrática (PRD), organismo que durante casi 20 años representó a la izquierda mexicana.
Conociendo estos antecedentes, no puede sorprender que bajo la conducción de Jesús Ortega el PRD se haya convertido en un partido paraestatal, en una oposición domesticada, en un instituto comparsa del régimen, hoy, con el Partido Acción Nacional (PAN) en el poder, desembozadamente de extrema derecha.
Por todo esto no puede hablarse de una genuina alianza entre PRD y PAN. El comparsa no es aliado; es comparsa. Su papel es simular, actuar, engañar. Servir a los propósitos del contratante, del dueño del espectáculo, del que paga.
En esa supuesta alianza, como todo en la vida, el que paga manda. Y el PRD está cumpliendo un papel de subordinación al partido y al gobierno de la extrema derecha.
Ortega y sus secuaces, llamados los Chuchos, pueden ofrecer mil explicaciones y justificaciones de esa supuesta alianza entre un partido que se asume como más o menos de izquierda y la organización política de la extrema derecha. Pero los antecedentes y la biografía de Jesús Ortega dicen más que mil palabras para explicar esa inconcebible y falaz alianza.
El PAN, desde luego, tiene como propósito no soltar el poder en 2012. O, dicho de otro modo, impedir que el PRI o la izquierda representada por el movimiento popular de López Obrador conquisten el poder que da la Presidencia de la República. Pero si la tal alianza de veras lo fuera, cuál sería el propósito del PRD. ¿Ayudar a la extrema derecha a permanecer en el poder? ¿Trabajar para la extrema derecha a fin de que la derecha no tan extrema, es decir, el PRI, no vuelva al poder presidencial?
Al mando del PRD, Jesús Ortega ha retornado a sus dorados años de joven oportunista, centavero y simulador. En materia de oportunismo y venalidad política y personal, el alumno Ortega Martínez superó al maestro Aguilar Talamantes.