La crisis política en Bolivia es el cúlmen de un proceso de distanciamiento y ruptura entre el gobierno y los movimientos sociales que construyeron el empoderamiento del MAS. Un proceso que -sin duda alguna- se inicia con el abandono del gobierno del ministro de Hidrocarburos Andrés Solíz Rada y con la salida del viceministro de […]
La crisis política en Bolivia es el cúlmen de un proceso de distanciamiento y ruptura entre el gobierno y los movimientos sociales que construyeron el empoderamiento del MAS.
Un proceso que -sin duda alguna- se inicia con el abandono del gobierno del ministro de Hidrocarburos Andrés Solíz Rada y con la salida del viceministro de Régimen Interno Rafael Puente, pero concluye con la reemergencia de la COB y el retorno de la centralidad proletario-minera en las protestas sociales emprendidas contra el gobierno por maestros asalariados y trabajadores de la salud pública mese antes.
Las expresiones sociales que gestaron este nuevo «octubre negro», pueden ser caracterizadas esencialmente por dos momentos: a) el sangriento choque entre mineros de la empresa estatal Comibol y pequeño propietarios cooperativizados en Huanuni, el pasado 3 y 4 de octubre; y b) la represión militar gubernamental en la zona de cultivo tradicional de coca en Yungas de Vandiola. El escenario político plantea la paradoja de un gobierno popular que de forma inexplicable desoye las demandas de las principales organizaciones sociales del país; pero también plantea un dilema estructural: la agenda política del MAS vs. la Agenda de Octubre, dilema que impone leer más allá de la coyuntura para explicar el momento político actual.
No es tan simple como que el MAS haya transado con los EEUU la reducción de cocales a cambio de recibir una extensión muy poco probable del ATPDA (Acuerdo de preferencias arancelarias a cambio de erradicación), declinando de la defensa inclaudicable de la coca para erradicar los cocales más antiguos del país. Tampoco se trata de que un gobierno que promovió una nacionalización del patrimonio nacional, en términos de confiscación de la propiedad del gas y las minas, haya simplemente resuelto «flexibilizar» su programa de estatización de los recursos estratégicos.
En el fondo de ese giro, inicialmente incomprensible, está que el partido en función de gobierno se ha desentendido de la agenda popular gestada por la insurrección de octubre de 2003 y ahora pretende llevar a la práctica una tesis de Capitalismo Andino que para nada representa romper el hilo de continuidad del modelo de explotación de nuestros recursos naturales, históricamente ejecutado por el poder transnacional, vía encomienda a las elites locales.
Así, la crisis actual no es producto de un error de cálculo gubernamental, sino efecto de la resistencia natural de algunas organizaciones sociales a la estrategia de poder de una elite racial y económica emergente que reclama para si el derecho a constituirse en la nueva clase dominante.
Propósito que entra en contradicción estructural con la cultura política de la izquierda boliviana, que no entiende sino como una actitud ahistórica y contrainsurgente el que un gobierno encumbrado sobre el discurso de un estado socialista pretenda ahora imponer un modelo capitalista-indigenista (un proyecto esencialmente aymara de corte fundamentalista), desentendiéndose de la expectativa de estatización de los recursos naturales de las grandes mayorías nacionales, mientras pondera y alienta la constitución de la pequeña propiedad privada en torno a la apropiación e intermediación en la extracción de las materias primas.
Es en ese contexto que resurge el movimiento obrero, increpándole al MAS el haber fracturado la unidad monolítica del sector minero, merced a su abierto favoritismo hacia el cooperativismo, al que pretendía entregar la concesión de los yacimientos de estaño de Posokoni, explotados por Comibol.
Restitución de la centralidad obrera
A pesar de la atípica evolución de la sociedad boliviana, que parece jamás haber terminado de ingresar al estadío histórico capitalista, y al fracasado proyecto de modernidad emprendido por el nacionalismo revolucionario, el marxismo ha sido la columna vertebral de la organización política y sindical en la Bolivia post-guerra del Chaco. Su centralidad ideológica tuvo una vigencia estatal de más de medio siglo y pese a la debacle del sindicalismo minero con la relocalización de 1985 (un despido masivo de más de 30 mil trabajadores mineros), la reemergencia del movimiento obrero tras la masacre de Huanuni testimonia hasta dónde la cultura política sindical se encuentra enraizada en el imaginario popular.
Hoy la COB (Central Obrera Boliviana) se reincorpora, restituye la lucha de clases en términos de la contradicción mayor y reclama la centralidad proletaria en la conducción del movimiento popular ante un gobierno que plantea el absurdo de una dialéctica en términos étnicos.
Fortalecida por las protestas de asalariados de la salud pública, maestros urbanos, pero principalmente por el desconcierto de un sindicalismo minero que no termina de entender cómo el gobierno rehusó nacionalizar Comibol (Corporación Minera de Bolivia) para favorecer la cooperativización de la explotación del estaño, la COB le reprocha al gobierno el haber travestido la Agenda de Octubre (entiéndase nacionalización del gas y de las minas) por un proyecto sectorial de país que pretende a todas luces gestar un nuevo tipo de propiedad privada y consolidar una burguesía indígena que sólo logrará ahondar la fractura de la alianza urbano-rural gestada en las jornadas de abril de 2000.
La antítesis de la coca
Del mismo modo, la decisión de un gobierno que se dice cocalero, de militarizar y erradicar coca en una zona legal y tradicional de cultivo como Yungas de Vandiola, para evitar suprimir cultivos excedentarios dentro del enclave masista de Chapare, revela un sectorialismo fratricida y una cruda instrumentalización del discurso de defensa de la coca, en cuya lógica la muerte de dos cocaleros de la subcentral Icuna parecen ser un «costo aceptable».
En semanas posteriores a las protestas de los cocaleros el gobierno alegó que se trataría de cultivos excedentarios pero según el Censo Nacional de Población y Vivienda 2002, las plantaciones de coca en Yungas de Vandiola representan apenas 400 hectáreas y la data del cultivo en esa zona es de más de seis siglos, es decir, muy anterior a la fundación de Bolivia.
Por otro lado, el gobierno protege los cultivos excedentarios de coca en el trópico de Cochabamba, dónde el volumen de producción de la hoja es doce veces mayor al de zonas legales de cultivo y donde los asentamientos de colonos datan de apenas dos décadas atrás.
La explicación podría estar en que las denominadas Seis Federaciones de Cocaleros del Trópico de Cochabamba constituyen el ejército sindical de reserva y el soporte económico del MAS, mientras que las zonas de cultivo tradicional, al estar respaldadas por la legalidad, jamás se afiliaron a los sindicatos que controla el gobierno.
Y es precisamente en ese sector campesino disidente del MAS que la Central Obrera Boliviana tiene el desafío de mostrar su capacidad de articular lo tradicional y lo emergente del movimiento social boliviano. Una de las mayores debilidades del sindicalismo ortodoxo fue su reticencia a articular sectores sociales no asalariados, es decir al margen de la relación obrero-patronal, lo que llevó a la COB a considerar por mucho tiempo al campesinado como un sector pequeño propietario y potencialmente burgués, al que se alió muy esporádicamente en momentos de lucha, pero que siempre estuvo al margen de su horizonte revolucionario.
No obstante, la consolidación de las colonias de pequeño propietarios cultivadores de coca del Chapare parece darle razón a la doctrina. En 20 años de cultivar y comercializar ingentes cantidades de coca, sin destino establecido, y de beneficiarse de las generosas cuatro cosechas anuales de la hoja, la primera generación de colonizadores que se asentaron en el trópico se beneficiaron además de los millonarios subsidios de diversos programas de Desarrollo Alternativo de la cooperación internacional y son ahora potentados latifundistas que controlan el ciclo completo del proceso de producción de la coca.
Tras una férrea disciplina sindical, los potentados de la coca han tomado el control político de los municipios del trópico y han diversificado su economía a sectores como los bienes raíces, el transporte, la hotelería, el comercio mayorista y otros; es el caso del actual viceministro de Defensa Social del MAS, el cocalero Felipe Cáceres, ex alcalde de Villa Tunari (ciudad del Chapare) y próspero empresario hotelero.
Esta burguesía emergente de colonizadores, que junto a los cuentapropistas mineros constituyen el sujeto de la tesis del Capitalismo Andino, tiene doble residencia (su lugar de origen en la zona andina y sus plantaciones en el trópico) y han reproducido las mismas condiciones de producción y relaciones de explotación respecto de las posteriores generaciones de colonizadores, que ya no accedieron tan fácilmente a la propiedad de la tierra y son contratados como peones para la faena de la coca, sin mejores condiciones laborales.
Pero la amenaza de supresión del ATPDA, que en Bolivia representaría llevar al desempleo a por lo menos 100 mil trabajadores sólo en las ciudades de La Paz y El Alto, obliga al gobierno de Evo Morales a ser obsecuente con la exigencia de erradicar cocales. Ahora, si bien el MAS está dispuesto a mostrar a EEUU avances en la erradicación, no lo hará despojando a su sector matriz, la emergente burguesía de la coca excedentaria. Para ese fin le resulta más atractivo erradicar los centenarios cocales de Yungas de Vandiola una cabecera de valle próxima al Parque Nacional Carrasco, cuyo cultivo está reconocido por Ley.
Son estas incoherencias doctrinales y políticas, sumadas a otras como la obsecuencia gubernamental con las transnacionales Repsol y Petrobrás en el tema nacionalización, las que han definido el divorcio entre las organizaciones sociales y el MAS, un partido que sedujo electoralmente a las masas declarándose socialista y popular, pero que una vez en el poder patrocina la consolidación de sus clientes electorales en la nueva burguesía pequeño-propietaria, en detrimento del mandato social de reestructurar un estado fuerte para todos.
A causa de todo ello Bolivia testimonia una ruptura programática, sin posibilidad de reconciliación, entre el MAS y las organizaciones sociales históricas del país; pero también la reemergencia de una identidad obrera que tendrá la difícil tarea de mostrar que ha evolucionado de su ortodoxia clasista para reunificar a los sectores populares y plantear la estrategia de recuperación de los recursos naturales y su reinversión en la construcción de la utopía de un aparato productivo nacional.