El interés excesivo y hasta morboso que los medios dedican a los actos de corrupción en YPFB, retrata muy bien la naturaleza de estos. Porque lo que proyectan no sólo es la condena, sino una potestad que asumen de modo exclusivo e ilimitado: la potestad de condenar. Es decir, la proyección nos muestra algo más […]
El interés excesivo y hasta morboso que los medios dedican a los actos de corrupción en YPFB, retrata muy bien la naturaleza de estos. Porque lo que proyectan no sólo es la condena, sino una potestad que asumen de modo exclusivo e ilimitado: la potestad de condenar. Es decir, la proyección nos muestra algo más que la simple proyección, nos muestra la naturaleza del que proyecta. Si en el circo romano se descuartizaban cristianos para el deleite general, ahora el circo de los medios adopta para sí esa potestad; su público precisa de linchamientos y los medios gustosos cumplen las exigencias del cliente. Y en esa lógica caen primero los incautos. Pues no se trata de denunciar para transformar sino exclusivamente de denunciar para condenar. En tal caso no interesa ya la justicia sino la condena, no interesa la corrupción sino el linchamiento. Medios y espectadores se enfilan para el apedreamiento y, con ello, creen poder satisfacer una sed de violencia generalizada.
«El que esté libre de pecado que tire la primera piedra». El sermón es sabio porque, aunque reconoce la falta cometida, lo que se cuestiona es la ligereza de la condena. Quien se otorga, para sí, el derecho de condenar, es quien cree poder decidir sobre la vida y la muerte, es quien se cree dios y, como él, se cree omnipotente y omnisciente; habla en nombre de todos, porque quien pretende decidir la vida de todos, rapta la palabra de todos. No se trata sólo de soberbia sino de irresponsabilidad absoluta; sin responsabilidad no hay conciencia moral. Por eso, precisamente, los medios nos privan, en primer lugar, de conciencia moral: sin ella el apedreamiento es inocente. Nadie se siente responsable de algo que fue hecho porque todos lo hicieron. La unanimidad se vuelca contra el sentido común; no hay escapatoria, uno mismo avala la sentencia que lo condena como cómplice. En esa lógica no se salva nadie. Nos condena a todos. Deseando justicia nos hacemos injustos. Porque la sentencia mediática oculta una intención que la corrompe de principio, como es doctrina en el fascismo: no interesa comunicar algo sino lograr un efecto.
Esta manipulación es arrogante y quiere hacer de sus sentencias juicios apodícticos. Pero en esta intención cava su propia tumba; pues no hay violencia impune y se cosecha lo que se siembra. Porque el poder nunca es absoluto. Es cuando el poder de la prensa advierte que su poder es ficticio; por eso deriva en impotencia, porque no se trata de una demostración real de fuerza sino de iracunda impotencia. Pues ante esta demostración lo que se colige es: entonces condenemos a todos los corruptos. Pero esto es algo que este poder no puede, por eso la impotencia se ensaña contra un cordero, porque es ineficaz contra los verdaderos lobos. Por eso hacen mutis mientras Chito Valle (autor de los mas grandes desfalcos a la prefectura paceña), amparado en recursos legales, goza de libertad comprada; hace mutis mientras los implicados en la masacre de octubre (los ministros de Goni) recusan constantemente con chicanerías legales el juicio, permitido este abuso en la misma Corte Suprema de Justicia (corrupción mayor, pues la supuesta «casa de la justicia» permite esta burla en sus narices); hacen mutis mientras otro ministro de Goni huye de la justicia, al igual que Ana Melena, instigadora de la matanza del Porvenir, en Pando. Pero ya no hacen mutis cuando se detiene a implicados en la matanza del Porvenir; es más, ahora reclaman iracundamente los «derechos humanos» de los agresores, «derechos» que no existían para las decenas de campesinos masacrados, a la luz del día, y con la complicidad de los medios privados, quienes no sólo documentaban alegremente esa matanza sino hasta conducían los interrogatorios (adiestrados en tanta película gringa). Porque nadie puede osar tocar su circo, menos la justicia, y nadie puede tocar a los operadores de ese circo. Por eso, una intervención a si circo es lo que despierta el encono de los medios; de ahí se explica la saña en contra de un alguien señalado (ya sea Quintana o Ramírez, lo que interesa no es la corrupción sino linchar a todos, sean culpables o no, eso ya no interesa: el linchamiento se justifica por sí mismo; los medios después se lavaran las manos, como Pilatos, de una complicidad general). Por eso es saña no contra este o aquel, es, en realidad, saña contra un gobierno que pretende acabar con el circo mediático (manifestación de la corrupción estructural), contra el proceso y, en definitiva, contra el pueblo boliviano.
Ensañándose creen, los medios, lavar su imagen. Porque ellos, y advertir esto no es difícil, viven gracias a la corrupción. No pueden siquiera imaginar acabar con esta. En esa constatación advierten su impotencia: aunque la prensa crea ciegamente luchar contra la corrupción, no puede llevar a cabo esta lucha: no pueden cortarse el financiamiento que hace posible su ejercicio. Por eso: su poder no puede ser ejercido de modo absoluto (pues no pueden denunciar a sus padrinos); así confirman, impotentes, que su poder no es tal: aquello que nunca hicieron, ahora lo realizan del modo más tajante; demostrando la impotencia de la bestia encadenada, que descuartiza a su víctima como quisiera hacerlo con sus cadenas. Por eso su denuncia no nos otorga esperanza sino miedo; porque ese alarde de fuerza es saña que busca siempre víctimas para su espectáculo.
Por eso se trata de un circo; donde lo que menos interesa es la verdad y la justicia. La corrupción no se enfrenta corrompiendo a un público ávido de inquina. La corrupción es un componente estructural de una sociedad como la nuestra: desigual, injusta, racista, discriminadora. Es un algo constitutivo que arrastramos como cultura política. Desde que unos cuantos se atribuyen la potestad de decidir por los demás, empieza la corrupción de una sociedad que, naturalizando la desigualdad, perpetúa esa corrupción original.
Es algo que pervive incluso en un proceso de liberación. Para ello nos sirve la analogía: cuando sale el pueblo esclavo del Egipto (de la dominación), sale entremezclado con todo aquello que constituía el orden que deja atrás; sale una «mezcla de gentes», sale con todas sus contradicciones. Por eso no faltan quienes se adhieren al proceso por puro cálculo político, y son quienes lo abandonan cuando aparece la incompatibilidad con sus intereses. Si la inocencia es sorprendida es porque todavía no es actora de un proceso que precisa de su control vigilante. Una liberación no se da como regalo divino. Lo que cuesta es lo que se expresa con la analogía del desierto.
El «poder obediencial» es el criterio que inaugura una transformación de la política misma. Algo imposible para un Estado colonial. Por eso la transformación es un proceso; por eso es estructural y es lo que más cuesta, porque no se trata de un cambio ligero sino cambiar nuestra forma de vida. Una enfermedad, como la corrupción, no se enfrenta con calmantes (como los que ofrecen los medios) sino cambiando los hábitos (por eso es un tratamiento que supone una transformación total), cambiando un modo de vida que se sostenía en la injusticia y la desigualdad humana.
La dignificación es un acto intersubjetivo de responsabilidad compartida. En la responsabilidad es donde empieza la conciencia moral, la capacidad de ser responsable, de responder, de modo autónomo, por los actos de uno. Pues, aunque parezca paradójico, el corrupto deslinda siempre responsabilidades amparándose en la norma, en la ley; nunca admite responsabilidades, pues para eso existe la manipulación jurídica, para hacer aparecer su acto (injusto) como legal. Por eso se trata, en definitiva, de una transformación de las estructuras que posibilitan la reproducción de la corrupción.
El que se ensaña sólo contra el corrupto es aquel que no sabe cómo enfrentar a la corrupción; es fácil acabar con el drogadicto pero lo difícil es acabar con la drogadicción. Las medidas ejemplares son corresponsabilidades. Si hubiera un mínimo de honestidad en los medios y en la derecha, deberían ser los primeros impulsores de la ley anticorrupción. Pero eso es, precisamente, lo que tratan de aplazar siempre enlodando todo. Por eso, su ataque contra los actos de corrupción en YPFB es, más bien, un ataque de envidia: denuncian aquello que ya no lo realizan ellos mismos. Denuncian el asalto de su patrimonio: la herencia colonial que recibieron de sus antepasados.
Rafael Bautista S. Autor de «OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA» y «LA MEMORIA OBSTINADA» [email protected]