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Saqueo de recursos naturales y destrucción ambiental

El futuro llegó hace rato

Fuentes: Rebelión
«Los gobernantes del país del Sur que prometen el ingreso al Primer Mundo, mágico pasaporte que nos hará a todos ricos y felices, no sólo deberían ser procesados por estafa. No sólo nos están tomando el pelo, no: además esos gobernantes están cometiendo el delito de apología del crimen. Porque este sistema de vida que se ofrece como paraíso, fundado en la explotación del prójimo y en la aniquilación de la naturaleza, es el que nos está enfermando el cuerpo, nos está envenenando el alma y nos está dejando sin mundo. Extirpación del comunismo, implantación del consumismo, la operación ha sido un éxito pero el paciente se está muriendo.»
Eduardo Galeano

De las luchas y conflictos de los últimos tiempos en América Latina y en nuestro país, surge un hecho novedoso, impensable años atrás. En forma creciente, encuentran su razón de ser en la resistencia al saqueo con que los grandes grupos económicos se apropian de las riquezas naturales de la región, sean minerales, petróleo, gas o productos agrícolas; o contra sus efectos directos: aguas contaminadas, tierras resecas, enormes basurales de residuos tóxicos y catástrofes recurrentes.

Con renovado afán, los pulpos empresarios -más allá del discurso «ecológico» que algunos de ellos enarbolan- se apropian de una América Latina en la que crecen el 25% de los bosques del planeta, el 40% de las especies animales y vegetales y aloja en sus entrañas un tercio de las reservas mundiales de cobre, bauxita, plata, carbón, petróleo e importantes cantidades de otros minerales como el uranio o el Zinc. Con la complicidad de la mayor parte de los gobiernos latinoamericanos, arrasan con las riquezas de la tierra y, simultáneamente, con las comunidades que sobre ella se asientan, condenando al hambre y al desarraigo a millones, no por falta de recursos sino paradójicamente, porque estos abundan.

Con el saqueo y una producción primordialmente dedicada a satisfacer las pautas de consumo de una elite mundial que ha visto acrecentada su riqueza más allá de toda necesidad humana, es la supervivencia del mundo la que se pone en juego: cambio climático, efecto invernadero, agujero de ozono, inundaciones, contaminación, desertización de tierras, vaca loca, catástrofes ecológicas, destrucción de la biodiversidad, son palabras que resuenan cada vez con más fuerza y pintan una escena que parece sacada de un clásico de la ciencia ficción.

Pero también ha comenzado -con masividad y suerte diversa- la resistencia de los pueblos. La guerra del agua o la lucha por la recuperación del gas en Bolivia, las movilizaciones y conflictos por la apropiación del petróleo en Ecuador y Venezuela, los enfrentamientos contra los proyectos mineros en Perú o Guatemala, el movimiento de perjudicados por las represas en América Central, las movilizaciones contra la privatización de la biodiversidad en México, son algunas de las primeras respuestas a la profundidad del problema. En el propio Estados Unidos, movilizaciones en el Estado de Montana -tras nueve derrames de productos tóxicos en tres años- obligaron a la prohibición de la minería a cielo abierto.

En la Argentina, la lucha del pueblo de Gualeguaychú contra la instalación de las pasteras, ha tenido el mérito de extender la conciencia de los peligros ambientales. Pero la acción de las transnacionales que saquean nuestros recursos -sin consideración alguna por pueblos y ambiente- trasciende este grave problema local hacia el conjunto de la vida nacional.

Pueblos con hambre sobre un mar de petróleo

La privatización de YPF no nos hizo entrar al «primer mundo» como se prometía, sino fue parte esencial del saqueo con que hundieron el nivel de vida del pueblo trabajador. No casualmente la lucha de los desempleados comenzó en Cutral-Có, Tartagal y Mosconi, donde se fue extendiendo la conciencia de estar parados sobre un mar de petróleo, mientras el pueblo moría de hambre. La entrega continúa al día de hoy, motorizando reclamos y el surgimiento de organizaciones como la UTD en Mosconi, o como el MO.RE.NO, que impulsa la juntada de firmas por la recuperación del petróleo y el gas. Estos vitales recursos pueden desaparecer en pocos años. Repsol-YPF -con la que Kirchner tiene estrechos vínculos ya desde la época en que fuera gobernador de Santa Cruz- marca la nota del comportamiento empresario, exportando a cuatro manos el gasoil, gas y petróleo, mientras (controlando el 33% del mercado) sólo perforó cinco de los escasos 47 pozos de exploración que se abrieron en todo el último año. Y tan o más grave aún, el poder del lobby petrolero es una de las causas de la falta de inversión en energías alternativas como la eólica, en la que nuestro país podría lograr gran desarrollo.

Argentina: ¿Potosí del siglo XXI?

Uno de los ejes de la política del gobierno de Kirchner es convertir a la Argentina en un país minero. Manteniendo la permisiva y entreguista legislación promulgada bajo el gobierno de Menem, y profundizándola a través del Plan Minero Nacional 2004, unos 560 emprendimientos mineros se aprestan a instalarse en 14 provincias cordilleranas de los que, casi treinta, emplearían la metodología de minería a cielo abierto, prohibida en muchos países del mundo.

El argumento de que se crearían nuevas fuentes de trabajo no se corresponde con la realidad: por ejemplo, el importante emprendimiento de Bajo La Alumbrera ocupa a menos de 200 personas, mientras por otra parte arruina a miles de pequeños productores por falta de agua y ocasiona enfermedades respiratorias y cáncer. El diario Clarín -conocedor de su influencia como formador de opinión- alega que «En la Argentina mueren más de 20 personas por día en accidentes de tránsito, ¿la solución es cerrar las automotrices?». El periodista confunde un accidente con una consecuencia inevitable de la actividad minera; así como «olvida» que la multiplicación de los accidentes viales está ligada a la destrucción de la red ferroviaria – para adoptar el modelo yanqui de transporte automotor- que fue también parte importante de la entrega del país.

Otros sostienen que la legislación vigente obliga a las empresas a presentar un «Informe de Impacto Ambiental» cada dos años, omitiendo que serán preparados por consultoras contratadas por las empresas, con lo que su manipulación es segura. Lo real es que saldrán miles de millones del país, dejando apenas un 3% de regalías (compensadas con una serie de desgravaciones y subsidios), desechos tóxicos y pueblos muertos. Para quienes esperan el «desarrollo» como producto del interés de las transnacionales por nuestros recursos, es oportuno recordar las palabras de «Las venas abiertas de América Latina» describiendo como las minas de plata de Potosí «sólo dejaron a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios«.

Se esbozan caminos de resistencia. El pueblo de Esquel logró imponer una consulta popular que demandó la prohibición de la minería a cielo abierto, así como se multiplican movilizaciones en San Juan, Catamarca, La Rioja, Tucumán o Santiago del Estero. En Mendoza se realizó hace pocos días un Encuentro de Asambleas Autoconvocadas contra la minería, para intercambiar experiencias y articular la lucha. Una idea de «progreso» alternativo a la del capital comienza a surgir.

De granero del mundo a republiqueta sojera

El presidente de Cargill elogió el rumbo del país: «las posibilidades de un desarrollo económico sustentable de nuestro país está indisolublemente ligado a la expansión del complejo agro-industrial«, sostuvo.

El desarrollo explosivo del complejo sojero – uno de los motores del superávit fiscal que el gobierno enarbola como signo de su éxito- terminó con la producción de alimentos para la población, encareció su precio, liquidó la soberanía alimentaria y consolidó un modelo de agricultura sin agricultores, por el que desde fines de los ’80 hay cerca de 90 mil establecimientos menos y disminuyó un 50% la cantidad de tambos lecheros.

El monocultivo de soja desplazó las prácticas cuidadosas del medio ambiente, como la rotación agricultura-ganadería y degradó el suelo, que requiere cada vez mayor cantidad de fertilizantes químicos. Al hacerse cada vez más dependiente de éstos, el agro va haciéndose cada vez más dependiente de las multinacionales que los fabrican, sin por ello solucionar el grave problema ambiental planteado.

El gobierno mantiene este rumbo, al tiempo que por ahora logra que gente que está pagando más caros la leche y los alimentos por la expansión del monocultivo sojero, aliente expectativas de prosperidad ante el record de exportación de dichos granos. Pero la contenida bronca contra la carestía (que según el Indec no existe, pero que la hay, la hay) deberá empalmar con la lucha campesina que se ha iniciado en provincias como Córdoba o Santiago del Estero, para cuestionar el conjunto del modelo de país.

No existe un capitalismo «ecológico»

A pesar de las evidencias de estar acercándonos a un punto sin retorno en el desquiciamiento de la relación entre los hombres y de estos con la naturaleza, el capital -es decir, el empresariado con sus políticos y economistas ocultos tras el intangible «mercado»- prosigue su loca carrera hacia el desastre, al que nos arrastra a todos. Su lógica -cuyos únicos parámetros son la disminución de costos y la maximización de las ganancias- lo impulsa a buscar nuevas oportunidades de acumulación: la salud, la educación, las jubilaciones, los bosques, las reservas de agua, los genes, la tierra, todo, absolutamente todo es convertido en mercancía. Como lo expresa el economista Francois Chesnais: «la disminución de costos y la maximización de beneficios, dirigidas por la producción para la ganancia, conducen obligatoriamente a que se extiendan los enfoques semejantes al de la explotación minera. Esta consiste en sacar de la mina, que puede ser también una zona de pesca en el océano, un bosque, tierras vírgenes, toda la materia prima que pueda y durante todo el tiempo en que sea rentable, sin preocuparse con los daños sociales o ecológicos (cómo máximo considerados, al igual que en las guerras, daños colaterales) y después ir a recomenzar en otra parte la misma operación«.

Es este el verdadero rostro del capitalismo. El capitalismo con «rostro humano» es un cuento de hadas que el mundo desmiente día a día. Esto es así por que el capital se acumula a través de dos procesos combinados. Uno de ellos es el que se desarrolla en los lugares de trabajo, el proceso económico por el que el capitalista se queda con la mayor parte de lo producido por el trabajador. Marx pone luz sobre el mismo señalando como «el derecho de propiedad se convierte en apropiación de propiedad ajena, el cambio de mercancías en explotación, la igualdad en dominio de clase«.

El otro proceso es el que el geógrafo David Harvey llama «acumulación por desposesión«, el que se expresa a través de la política colonial, la imposición de deudas externas, las guerras, la apropiación y privatización de lo que era comunitario o público, pasando no sólo las empresas de servicios públicos, sino el conjunto de los recursos naturales, la tierra, los bosques, el agua, etc, a las empresas privadas. Se trata de un proceso de desposesión en una escala sin precedentes en la historia. El capital se acumula sin tapujos, mediante la violencia, la rapiña, la corrupción y el engaño.

La combinación de ambos procesos se acentúa en la actual fase de globalización y, con el llamado neoliberalismo, el capital avanzó hasta apropiarse de todos los aspectos de la vida. Pero la naturaleza comienza ya a demostrar que no puede soportar indefinidamente la explotación a la que se la somete y ha comenzado a vengarse, amenazando con arrastrar a la humanidad a la barbarie o a su mismo fin.

Sin embargo, la clase dominante no puede superar la lógica de acumulación del capital y hundirá el barco, así como los antiguos capitanes se hundían con el mismo. Valga como ejemplo el Protocolo de Kyoto, con el que se buscaría estabilizar el efecto invernadero, pero cuyo único mérito es develar como no hay posibilidad de frenar la catástrofe de la mano de esta gente. Uno de sus mecanismos es la creación del llamado «mercado de los derechos de contaminar», por el que los países más ricos se fijan un tope de contaminación, pero pueden sobrepasarlo comprando a los países más pobres el derecho a contaminar lo que ellos no utilizaron. Es decir que no sólo siguen contaminando el mundo sino que transformaron la contaminación en una nueva mercancía y oportunidad de negocios. Y aún con todo esto, los Estados Unidos, el país más contaminador del mundo, no ha firmado tal acuerdo. La nueva trampa que ha comenzado a aparecer con fuerza, impulsado por la diplomacia yanqui, es el de los llamados biocombustibles.

No es una lucha de los «ambientalistas», sino del pueblo trabajador

La lucha contra el deterioro ambiental y por la defensa ecológica, no es por tanto un interés de jóvenes de clase media, sensibles, sino por sobre todo, debe ser una lucha profundamente anticapitalista, que involucre al conjunto del pueblo trabajador. Pero no es lo que usualmente se sostiene. La propaganda televisiva de Greenpeace muestra a un pequeño grupo de intrépidos y valerosos jóvenes afrontando los peores riesgos para salvar una ballena de los arpones japoneses. Los medios de comunicación bautizaron como «ambientalista» al pueblo de Gualeguaychú. En ambos casos, se trata que a la lucha en defensa del medio ambiente no se la conciba como producto de la movilización popular, sino sea -para el sentido común- algo más excéntrico y, por sobre todo, más ajeno.

Pero lamentablemente, también desde la izquierda se la concibe como ajena, como externa a la «lucha de clases», como secundaria a la lucha por el salario o el empleo, que fueran, décadas atrás, las luchas más directa y masivamente anticapitalistas. Pero ya no es la realidad sino el corporativismo de cierta izquierda, la que sigue sosteniendo la exclusividad de las mismas.

Es cierto que la precarización en la que han sumido nuestras vidas lleva a privilegiar lo urgente: la lucha por el salario, la vivienda, el empleo o, directamente, la comida. Y no negamos su enorme importancia. Pero para tener perspectivas de triunfo en estas vitales luchas, hay que enfrentar el conjunto de los ataques del capital, entre ellos el saqueo y las perspectivas ciertas -y cada vez más cercanas- de destrucción planetaria. La lucha por la reivindicación sectorial en forma exclusiva, ha aislado y fragmentado más aún al pueblo trabajador y ha sembrado el camino de las últimas décadas, de sucesivas derrotas populares. La primera batalla es, entonces, con nosotros mismos, quienes venimos bregando por la transformación social desde algunas de las organizaciones políticas y/o sociales.

Los movimientos de resistencia al saqueo y la contaminación -que surgen y se desarrollan- han abierto nuevas perspectivas y son síntoma vital de la importancia y actualidad de esta lucha. Quedan por delante las dificultosas tareas de articulación entre los tradicionales procesos de lucha anticapitalista de los trabajadores, con los actuales procesos de lucha popular. Se impone la necesidad de construir proyectos alternativos al capital, que conecten la diversidad de las luchas, dando así al mismo tiempo una importante batalla cultural por la hegemonía, frente al capitalismo travestido en «ecológico» o con «rostro humano».

En las movilizaciones actuales existen los gérmenes de una nueva relación de los hombres y mujeres con la naturaleza. Basada en la satisfacción de las necesidades humanas y no en las leyes del mercado, es posible respetar los ciclos y la reproducción de la naturaleza. Las formas de otra democracia, donde pueden prevalecer dichas necesidades, también han comenzado a insinuarse en los pueblos movilizados, como las masivas asambleas en Gualeguaychú, o la imposición de la consulta popular en Esquel. Porque también los pueblos movilizados han comenzado a acercar el futuro.