En lo que va de año 10 niños han muerto por causas relacionadas con la desnutrición en las comunidades indígenas del noroeste de Argentina, uno de los países mayores exportadores de alimentos del mundo. Pero también, por primera vez en la historia, una generación de la comunidad wichí, la principal en esta región, pisa la […]
En lo que va de año 10 niños han muerto por causas relacionadas con la desnutrición en las comunidades indígenas del noroeste de Argentina, uno de los países mayores exportadores de alimentos del mundo. Pero también, por primera vez en la historia, una generación de la comunidad wichí, la principal en esta región, pisa la Universidad.
El hambre azota a las comunidades indígenas del noroeste de Argentina que se enfrentan a un grave problema de desnutrición desde hace ya mucho tiempo, sin que haya existido una respuesta eficaz por parte de las autoridades locales y nacionales del país que logre atajar el problema de raíz. En lo que va de año han muerto al menos 10 niños por causas directas o indirectas relacionadas con la desnutrición, el doble que el año pasado. Los más afectados son los indígenas pertenecientes a la etnia wichí, que en total suman unas 30.000 personas distribuidas en alrededor de 200 comunidades por toda la provincia de Salta.
Para Jonathan Felix, representante de 20 familias Wichís de la comunidad de Ballivián, el problema de la muerte de los niños por desnutrición estaba tapado porque no había gente interesada en sacarlo, pero existe desde hace 20 años. «Acá hay mucha desocupación, ese es el tema, no hay trabajo. Antes la gente se mantenía de otra manera, sacaba alimentos del bosque. Ahora eso no se puede hacer». Lo impide el simple hecho de que ya no quedan bosques de donde sacar esos alimentos debido a la tala indiscriminada de árboles y los desmontes puestos en marcha a finales de los 90 a favor de la plantación de soja y que acabará provocando una terrible deforestación en la zona, a la par que asestará un duro golpe a las comunidades indígenas arrojándolas a la extrema pobreza.
La Ley de Bosques de finales de 2007 que consiguió paralizar la deforestación, llegó demasiado tarde. Según datos de Greenpeace Argentina, entre 1998 y 2002 la superficie deforestada en la provincia de Salta fue de 194.389 hectáreas, mientras que entre 2002 y 2006 se duplicó hasta llegar a las 414.934 hectáreas, tan solo unas 90.000 hectáreas menos que la totalidad de la superficie de España.
Un informe técnico elaborado por la Fundación ASOCIANA, Tepeyac y FUNDAPAZ en septiembre de 2008 señala a las autoridades como los culpables de permitir a los agentes privados llevar a cabo los desmontes de manera tan irracional, que posibilitó la reducción de la selva pedemontana de las Yungas y del Chaco salteño, «hasta el límite mismo de la extinción». Paradójicamente, los campos de cultivo de soja, a favor de los que se deforestó la zona, han convertido a Argentina en uno de los países mayores exportadores de alimentos del mundo en la última década y han aumentado su PIB en un 9,5% en 2010. Mientras tanto, las comunidades indígenas sobreviven como pueden. «Acá hay muy poquita gente que tiene trabajo y los que trabajan en la municipalidad ganan 24 pesos (4 euros) por 6 horas de trabajo diarias. Con ese dinero, si tienen 5 ó 6 chicos ¿qué puede alcanzar? Estamos en una situación muy crítica». Existen comedores sociales en cada comunidad que reciben por parte del gobierno 11 pesos (1,8 euros) por niño al mes. Esto les alcanza para un máximo de 10 días. Pero Felix tiene claro que la aportación de comida que les da el gobierno -aunque ni tan siquiera eso sea suficiente-, no es la solución. «No hemos tenido el acompañamiento del gobierno local porque ha mantenido gente con bolsones y no se ha preocupado de hacer capacitar a los chicos. Hay chicos que han terminado la primaria y no han podido continuar con sus estudios».
La desnutrición está estrechamente relacionada con la capacidad de aprendizaje. Según Ana Inés Sauco, experta en nutrición, cada 15 centímetros perdidos de talla a causa de la desnutrición, se ve reducido en 15 puntos el coeficiente intelectual de un niño durante sus 18 primeros meses de vida. «Eso se ve clarísimo en el norte argentino en el que el rendimiento en la escuela es más bajo y es más difícil llegar a una formación profesional o universitaria. Y si a eso le agregamos que en las escuelas primarias no se respetan los idiomas nativos, es decir, que los chicos llegan a la escuela hablando wichí y la maestra los recibe enseñando contenidos en español y ajenos a su cultura, la dificultad es aún mayor».
A menor formación, menos opciones de ganarse la vida, más posibilidad de estar en paro, es decir, más pobreza, más hambre y de nuevo, más niños desnutridos. Por eso es por lo que el apoyo a la formación de estos chicos se debe tener en cuenta como una de las soluciones indispensables, si se quiere romper el círculo de extrema pobreza que les envuelve. Cristian García de la comunidad de Sachapera podría estar a un paso de conseguirlo. A sus 18 años estudia el último curso de secundaria y se siente privilegiado por poder hacerlo. En su escuela se debe ir vestido con uniforme, que no es gratuito y no todas las familias pueden costear, por lo que tan solo 6 ó 7 chicos de esta comunidad indígena de la localidad del Tratagal, pueden cursar la secundaria. «Me da lástima ver a esos chicos que no tienen la oportunidad de estudiar y me da hasta ganas de decir, toma mi ropa y estudia vos. Yo también soy aborigen pero mi mamá se rebusca para que yo pueda seguir estudiando y ellos no pueden, porque sus padres se van a rebuscar como sea, pero solo les alcanza para comer». El sueño de este chico de etnia guaraní sería poder ir a la universidad a estudiar enfermería o medicina para ayudar a la gente de la comunidad a la que pertenece, y no sabe si lo conseguirá por falta de recursos económicos, tal como sucedió con su hermana Silvana: «No pude seguir más porque no tenía plata para continuar. Me hubiera encantado estudiar para maestra, para enseñar a los aborígenes de acá porque no saben leer, no se saben expresar, no saben escribir».
Quien sí ha conseguido pisar el aula de una universidad, aunque no con poca dificultad, es el joven wichí Elio Fernández que cursa segundo año de Antropología social en la ciudad de Salta. Elio forma parte de la primera generación de chicos indígenas que han iniciado estudios universitarios. Va a paso muy lento porque no tiene más remedio que trabajar para costearse el alquiler, la comida y el material necesario para seguir con sus estudios. Pero para Elio la falta de recursos económicos no es la principal dificultad, ya que considera que el choque cultural que supone adaptarse a la vida de la ciudad cuando se procede de una comunidad indígena como la suya, es lo más duro con diferencia. «El chico que sale de la comunidad indígena en la cual tiene otras costumbres, hábitos y lengua, llega acá a la ciudad como si fuera otro mundo totalmente diferente a lo que estaba viviendo. Eso resulta un impacto a la hora de llevar adelante su vida. Conocí a muchos amigos que directamente abandonaron los estudios y se volvieron a sus comunidades a dedicarse a otra cosa, por ejemplo, a trabajar en la finca y hacer trabajos sencillos, no más. Echaban de menos a sus familias y pensaban que no merecía la pena seguir haciéndose mal».
La fuerza que a Elio le hace seguir adelante es el sentimiento de impotencia de ver las injusticias que se cometen con las comunidades indígenas de las que procede. Tiene muy claro que capacitándose va a ser la mejor manera de ayudarles en la defensa de sus derechos. «Para mí sería un honor trabajar para que a los indígenas se les dé una oportunidad, para que sean respetados, para que se les reconozca su lengua y su cultura, porque hasta ahora esto no se les reconoce oficialmente. Eso a mí como indígena me duele, entonces pienso el día de mañana cuando me reciba voy a trabajar para que al menos eso se pueda reconocer. Que la gente se dé cuenta de que existimos, que nos respeten y hacer valer nuestros derechos».
En sus días libres Elio se reúne junto con otros chicos indígenas universitarios y viajan a las comunidades para llevarles alimentos, ropa y para saber cuál son las auténticas necesidades de su día a día. «Un gobernador de acá que nunca durmió en un lugar que hace frío, que nunca sufrió hambre, que siempre fue bien atendido en un hospital o que su hijo no murió en una comunidad entonces, ¿cómo pretende gobernar sin nunca vio esa situación? Le falta el conocimiento real que existe en cada lugar».
Esta nueva generación de indígenas universitarios viene pisando fuerte, ya que son conscientes de que en ellos está la clave de conseguir evitar que las voces de sus pueblos, tantas veces ignoradas, caigan en el más remoto de los olvidos.
Fuente original: http://periodismohumano.com/economia/el-hambre-mata-en-argentina.html