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El mito del Antiimperialismo K

Fuentes: Rebelión

A diferencia de lo que viene ocurriendo desde hace casi dos años, para este diciembre los titulares noticiosos centran su atención un poco menos en las estadísticas pandémicas y algo más en los análisis económicos, desplazando parcialmente la cortina de humo que el Covid 19 venía generando en discursos políticos y mediáticos y que servía para disipar la atención sobre la grave situación económica que grava al pueblo argentino.

Tales análisis económicos se centraron en el desarrollo de la agenda de negociaciones adelantada por el poder ejecutivo para acordar nuevos términos para el pago de la multimillonaria deuda contraída con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Cabe recordar que a la derrota electoral de noviembre siguió como reacción inmediata del presidente Alberto Fernández el llamado a la oposición, y a los grandes grupos económicos que la sustentan, a realizar diálogos y acercamientos tendientes a consensuar las medidas necesarias para adelantar la prioridad del actual gobierno; pagar al Fondo o, lo que es lo mismo, generar las medidas necesarias para trasladar hacia el gran capital trasnacional la riqueza producida con el trabajo del pueblo argentino. La descarada transparencia con la cual el gobierno asume la entrega del patrimonio público tiene como saldo favorable el hecho de que sea cada vez más evidente que son dichos entramados del gran capital los que definen los lineamientos de la política interna y determinan el plan de presupuesto y los gastos del Estado. A la anodina frase de campaña según la cual se debía »honrar las deudas» y pagarlas, ha seguido una política entreguista que transparenta la obsecuencia con la cual este gobierno se pliega a los designios del FMI, que no es otra cosa que un conglomerado de accionistas privados, defendidos por el aparato institucional de las grandes potencias. Y, de honrar las deudas se ha pasado a sofismas tales como que es imposible pensar en otra opción que no sea pagar, o que la »correlación de fuerzas no nos permite asumir ninguna otra medida». Es decir, se combina el miedo con la resignación para tratar de legitimar lo que, de cualquier forma, venían a hacer. Asombra saber que desde los sectores afines al gobierno nada se dice sobre el carácter ilegitimo de la deuda que grava al pueblo. Un cuestionamiento a la misma debería darse partiendo de un debate sobre las opciones existentes que permitirían objetar los pagos y pensar en otro tipo de medidas distintas pues, vale recordarlo, son posibles e históricamente identificables. Muy por el contrario, tras las supuestas negociaciones, el gobierno ha intentado generar la idea de supuestas victorias frente al Fondo, e incluso de imposiciones argentinas para que se realicen revisiones »técnicas» sobre los plazos de pago. Lo »técnico» acá es usado como recurso para aludir a un supuesto asunto de especialistas, inalcanzable para el entendimiento de las mayorías, es decir, se abstienen de explicar pretendiendo que se trata de algo inentendible. Pero, una vez apagados los micrófonos, los funcionarios trabajan para cumplir con lo que el Fondo exige, que es simplemente ajustar el presupuesto y priorizar el pago a cuenta del hambre del pueblo.

Sin pretender un análisis especifico de la mentada voluntad entreguista de este gobierno, proponemos en cambio partir de ese hecho para reflexionar sobre el carácter antiimperialista que hace parte de la retórica peronista en general, y que sin embargo vemos naufragar en el mar de contradicciones y anhelos nunca cumplidos que sostienen a la dirigencia burguesa del kirchnerismo y a sus bases populares, respectivamente. No ignoramos que, actualmente, existe una disputa al interior del Frente de Todxs que complejiza llegar a concluir si el gobierno actual podría catalogarse como puramente kirchnerista o si, más bien, las raíces menemistas de Alberto Fernández y sus vínculos históricos con sectores empresarios tradicionales lo instalan como estandarte del pejotismo más rancio. Más allá de esto, vamos a referirnos al gobierno como kirchnerista en tanto y en cuanto este sector económico político ha logrado hegemonizar el peronismo y es, sin duda, un actor imprescindible para asentar la gobernabilidad de la burguesía local. Es, además, la corriente peronista que con mayor énfasis sostiene la retórica del antiimperialismo como una de sus banderas. Es, en ese sentido, la actual portadora del mito.

El antiimperialismo como alucinación inofensiva

Según el filósofo Roland Barthes, los mitos están constituidos por la pérdida de la cualidad histórica de las cosas. Es decir, más que una definición estática, podemos pensar en los mitos como un ejercicio dinámico de simplificación y sustracción de elementos característicos de los fenómenos sociales. La fuerza del mito radicaría entonces en su capacidad para ensombrecer los acontecimientos y convertirlos en simplismos vacíos y reproducibles acríticamente; en verdades inobjetables. Con esa propuesta, podemos reconocer el peso de ciertos slogans kirchneristas que aún hoy son repetidos sin la menor preocupación por establecer un vínculo con la realidad. Por ejemplo, la defensa de la soberanía, el regreso de la »patria grande», o la postura »antiyanqui» y »antineoliberal» del peronismo. Para algunos, esa muestra de antiimperialismo remite a los años de gobierno de Néstor Kirchner y, en especial, a la negativa ante el proyecto de Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA) como pretensión norteamericana de estructurar un sistema de comercio totalmente plegado a sus directrices y beneficiario de sus intereses. En efecto, en 2005 se frenó esa iniciativa, pero eso de ninguna manera significó el abandono del despliegue de los intereses yanquis en nuestra región. Si algo ha caracterizado la política intervencionista del gigante del norte es su inagotable capacidad por diversificar los dispositivos de penetración y flexibilizar las medidas más heterogéneas y hasta contradictorias para tal fin, encausándolas hacia el objetivo de lograr ordenar el sistema de producción e intercambios a nivel global. Tampoco puede olvidarse que el no al ALCA, y las medidas de articulación latinoamericana que le siguieron, no fueron homogéneas ni lograron idénticos impactos en los distintos países. Mientras que la Venezuela de Chávez profundizó la interacción entre los países miembros de la OPEP (estrechando lazos e intercambios con países como Irán, por ejemplo) y generó un gran acercamiento con Cuba (que se materializó en políticas públicas tales como las misiones médicas que trabajaron en los asentamientos populares venezolanos), otros protagonistas como Argentina y Brasil aprovecharon para estructurar acuerdos bilaterales que beneficiaron a sectores industriales vinculados, por ejemplo, con la fabricación de autopartes. Más allá de discursos y comparsas, ese antiimperialismo en Argentina arrojó pocos resultados concretos que beneficiaran a la clase trabajadora, ni en el corto ni en el largo plazo. Si, podría decirse, se trató del aprovechamiento de una coyuntura que permitió fortalecer a ciertos sectores de la burguesía en su puja contra aquellos grupos tradicionalmente vinculados a los capitales norteamericanos.

Para corroborar tal tendencia, basta recordar el significativo distanciamiento frente a Cuba de los sucesivos gobiernos de Cristina Fernández a partir de 2007, un ejemplo simple pero muy diciente si recordamos que ha sido el único país en tomar medidas económicas de recuperación de su aparato de producción en los sectores estratégicos. La retórica oficial fue dejando en el olvido al »socialismo del siglo XXI» y pasó a centrase en una defensa del »modelo» (en su definición más progre) o del »capitalismo serio», al decir de otros. Eso significó en los hechos replegarse hacia las expectativas puestas en China; gran comprador de la soja y posible inversor para el desarrollo de la industria local. Sin embargo, el enorme flujo de dólares producido por los altos precios de la soja no se destinó a ninguna medida que favoreciera el desarrollo autónomo del país. Muy por el contrario, grandes montos fueron destinados a pagar la deuda pública y privada (otra medida expuesta como soberana, pero que constituye un capítulo más del mito antiimperialista), a sostener la inmensa acumulación del sector terrateniente (pues recién en 2011 se reguló el mercado cambiario, pretendiendo frenar los caudales de fugas de divisas) y a favorecer a los amigos del gobierno con las gigantescas contrataciones para la obra pública. Durante los gobiernos de Cristina se produjo un extraordinario crecimiento de la extranjerización de las grandes empresas locales, favorecidas por la vigencia que las normas financieras de la dictadura tienen desde entonces y que no fue tocada por ningún gobierno. La puesta en valor de la industria local (luego de la debacle de fines de los 90’s) no significó en sí misma una recuperación de la autonomía productiva, y mucho menos puede resultar en una medida antiimperialista si se tiene en cuenta que tal puesta en valor se logró sobre la base de la inversión extranjera, lo que arroja como resultado más bien la habilitación para que la mano de obra argentina sea más ampliamente explotada por el gran capital internacional. Y más diciente en el mismo sentido resulta reconocer la vigencia del desmedido peso que tiene en la economía local la producción agropecuaria dirigida a la exportación, y las crecientes expectativas puestas por el kirchnerismo en la megaminería y el petróleo. La continuidad actual de estos elementos resultan en el mayor argumento que permite sostener que estamos viviendo el cuarto gobierno kirchnerista. Ya se ha dicho que estructuralmente las medidas de estos gobiernos no representan una apuesta efectiva en términos antiimperialistas. Añadamos que, significan más bien la condición de posibilidad para la vigencia del capitalismo como sistema global; dirigido por las potencias occidentales, encabezadas por el gran capital norteamericano.

El mito del antiimperialismo debería contrastarse con una reflexión sobre el imperialismo en su etapa actual. En tal sentido, vale recordar que el final de la Segunda Guerra Mundial desencadenó cambios profundos a nivel global que modificaron lo que hasta ese momento conocía la humanidad en cuanto a los procesos de colonialismo y las relaciones de dependencia. Desde la segunda mitad del siglo XX, la dinámica del imperialismo pasó a una nueva fase en la cual el capital norteamericano, respaldado por la estructura político-militar del Estado, estableció las formas de penetración que le permitieran controlar, primero, a sus posibles competidores (las potencias europeas y Japón). De esa forma, consolidó un sistema regulado de producción global bajo su mando. El engranaje de ese sistema se centra en la financiarización del capital, esto es, la regulación a través de empresas financieras que controlan y deciden los términos de la producción y comercialización en los distintos territorios. Estos se encuentran sujetos al cumplimiento de su parcial rol productivo, cuya realización depende de los flujos de capital que las empresas financieras manejan. La tensión característica del denominado periodo de la Guerra Fría implicó para este sistema la necesidad de ampliar y fortalecer el marco de alianzas y generar mayor sofisticación en los esquemas de integración de distintos espacios dentro sistema global. La preocupación por el funcionamiento del sistema significó el reforzamiento de los dispositivos culturales tendientes a la legitimación del mismo, aunque ese interés no limitó el uso de la fuerza cuando resultase necesario. El »american way of life» (o estilo de vida – y consumo- norteamericano), y su aceptación por extensas capas de población en el llamado tercer mundo, resulta una expresión muy diciente de los delicados hilos que entretejen el imperialismo actual. Aunque podría creerse que con la caída de la Unión Soviética la maquina imperialista relajó sus dispositivos ideológicos de penetración (asumiendo al socialismo como una amenaza menos latente), vemos por el contrario que ha reforzado el carácter multiforme de sus formas. En lo que corresponde a América Latina podrían mencionarse elementos que van desde la reactivación de la cuarta flota y la creciente instalación de bases militares en todo el subcontinente, incluida la Argentina, pasando por el sostenimiento de los bloqueos a Cuba y Venezuela vía imposición autoritaria en la ONU y la manipulación rampante de la OEA, como los aspectos más visibles. Sin embargo, se trata de medidas complementarias a la protección de las inversiones norteamericanas y su disposición de materias primas dentro de distintos rubros económicos a lo largo de toda Latinoamérica. Protección acompañada por el sostenimiento de un sistema financiero muy escasamente regulado por el Estado (que permite la salida de las ganancias), y por la capacidad de intervención dentro de la política interna gracias al sistema de endeudamiento público. Es dentro de estos escenarios que debemos examinar el carácter antiimperialista de cualquier medida de gobierno, siendo inverosímil entender que sea suficiente asumir tan solo una (supuesta) disputa cultural.

La burguesía peronista como la intermediaria de turno

El proceso de industrialización argentino, recordemos, tuvo un arranque dificultoso en el periodo entreguerras, siendo asumido como una medida defensiva ante la crisis agroexportadora. Se caracterizó desde entonces por su insuficiencia (industria sustitutiva de importaciones) y por su dependencia (de insumos y tecnología extranjera). Tal seudoindustrialización recibió además el duro golpe de la dictadura cívico-militar de 1976, que impuso medidas neoliberales favorables a la burguesía terrateniente y a las inversiones de capital extranjero; medidas que aún pesan sobre el pueblo. En ese marco, la burguesía argentina (agraria e industrial) pasó a encuadrarse dentro del desarrollo del sistema capitalista globalmente hegemonizado por EEUU. No existe ningún sector cuantitativamente relevante de la economía argentina que, estructuralmente considerado, permita reconocer ya no un marco de desarrollo en oposición o contradicción con los intereses de tal sistema global, sino ni siquiera una pretensión de desenvolvimiento autónomo. En la actualidad, el conjunto del sistema de producción capitalista se encuentra determinado por los lazos de articulación que resultan indispensables para la subsistencia de cada una de sus partes. No se trata de un entramado horizontal, sino de una estructura plenamente jerarquizada de división y organización de la producción y el intercambio, encabezada por capitales de las potencias occidentales. La burguesía local cumple el rol necesario de sostener los rubros que comprenden la participación de Argentina dentro de ese sistema. Pensar que tal burguesía tendría la intención de socavar el esquema sería pensar en que atentaría contra sí misma.

Examinemos brevemente, para corroborar esta afirmación, esos grandes rubros de la economía local. En primer término aparece la burguesía terrateniente, desarrolladora del agronegocio que depende de los compradores internacionales de su producción y al mismo tiempo de los proveedores externos de su maquinaria e insumos, que incluyen, cada vez más, los agrotóxicos que defiende el gobierno como parte del monocultivo. Este sector participa de la fuga de capitales que posibilita el Estado por un control insuficiente del mercado cambiario y nulo del comercio exterior. También, resulta amparado por el Estado que no impone un esquema de retenciones ni grava impositivamente en correspondencia al tamaño de las fortunas y de las extensiones de tierras que acaparan. Por otra parte, los sectores vinculados al petróleo, esencialmente volcado a la exportación, también están ligados de forma dependiente tanto a las compañías compradoras del crudo como a las empresas que reciben las concesiones para la extracción. Nada de ello resultó significativamente modificado con la nacionalización del paquete accionario del 51% de YPF, sino que, por el contrario, la etapa kirchnerista significó la amplificación de la extracción (volcada sobre los mismos beneficiarios), extendida al sistema no convencional (frakking) y su catastrófico impacto ambiental. Vale lo mismo para el sector de la megaminería, acaso el ejemplo más diciente del entreguismo. El pase de bastón entre los kirchneristas, Macri y el regreso peronista de Alberto, evidenció la continuidad del esquema de apertura irrestricta a las empresas trasnacionales para el saqueo de los bienes comunes y la contaminación rampante. Como se sabe, ni siquiera el vergonzoso porcentaje impositivo que deben pagar las megamineras resultó modificado. Muy por el contrario, el gobierno actual apuesta aumentar la entrega del subsuelo y resolver con represión la oposición del pueblo que es el único defensor del sistema ambiental amenazado por las mineras y, al parecer, el único que parece recordar que el falaz discurso de la generación de empleo y riqueza para los territorios de la mano de las empresas mineras no es más que un guion armado por esas empresas para ser repetido por los funcionarios. En el rubro industrial, podría alegarse que existen ciertos sectores fuertes, como el automotriz. Y aunque eso es cierto, y válido a escala meramente regional, no lo es menos que a la producción local en ese rubro le compete la parte más pesada de chasis y carrocerías, mientras que la industria extranjera sigue aportando la tecnología que absorbe los mayores niveles de valor agregado. Así pues, resulta casi imposible encontrar un rubro fuerte de la economía en que se pueda depositar el interés de un sector de la burguesía por oponerse al sistema globalizado (por obvias razones, no incluimos como sector relevante al turístico ni al de los casinos, en donde algunos kirchneristas amasan sus fortunas). El conocido ejemplo de los tubos sin costura de Techint (que compiten a nivel internacional) no hace más que confirmar el empalme existente entre los capitalistas, y su articulación dependiente del sistema internacional.

Pero nada de esto debe sorprender, ni constituye un devenir inesperado del kirchnerismo. Recuérdese que ya desde los 90’s el naciente estilo K para la gestión peronista del Estado burgués, desde la gobernación de la provincia de Santa Cruz, mostraba su eficiente seguimiento a las políticas de privatización y el aprovechamiento de los cargos burocráticos para reforzar las arcas de sus adherentes. El salto nacional a la presidencia en 2003 le permitió reforzar su lugar dentro de los grupos de poder. Por un lado, logrando ser el sector hegemónico dentro del propio peronismo, lo cual logró en parte por saber acoplar a sus filas a varios grupos del campo popular que vieron como Néstor implementaba algunas de sus reivindicaciones (planes sociales, reapertura de paritarias y derechos humanos). Pero, más importante, el kisrchnerismo alcanzó un lugar de poder al demostrar ante los otros sectores de la burguesía su capacidad para reconstituir la institucionalidad y el sistema de dominación burguesa erosionados tras la crisis de 2001. Nuevamente un slogan resume esa dualidad: »salir del infierno». Para las clases populares significaba una promesa ante una crisis galopante, pero para los sectores de poder significaba lograr restituir el control del pueblo volcado a las calles y enfilando la construcción de una participación política directa y abiertamente confrontativa. La gestión kirchnerista fue la propuesta burguesa más eficiente para disciplinar aquella efervescencia popular. Este reconocimiento no opaca el hecho de que, en ocasiones, la burguesía tradicional argentina tuvo que soportar sin mucho agrado parte de la política del emergente modelo K. Paralelamente, las medidas del gobierno desde entonces apuntaron a ir fortaleciendo su lugar de poder, tanto como clase frente al pueblo, así como en cuanto a sector económico y facción política dentro de la propia burguesía. Hubo choques eventuales, pero estos fueron soportados en tanto y en cuanto acompañaban el interés común burgués de reconstitución del orden. Poco gustaba a los sectores más conservadores el discurso kirchnerista de tinte popular. Pero, como sabemos, ese discurso no alcanzó, más allá de las ansias de algunos, a materializarse en una política antiimperialista. El imperialismo, es cierto, se acompaña de discursos, pero no se limita a ellos. El discurso antiimperialista K, despojado de medidas que lo concretaran, se limitó entonces a crear una ficción de sentidos; esto es, a resignificar un mito que amenazaba con caducar. Y, como todo ejemplo de mitificación tiene sus límites, ya sabemos que el kirchnerismo se fue agotando en su capacidad de convencer a los grandes poderes para presentarse como la mejor opción de gestión de los intereses capitalistas; del gran capital internacional y de sus intermediarios locales. Esas contradicciones, sumadas al agotamiento de los términos favorables a nivel de comercio exterior, llevó a la burguesía tradicional (a través de sus medios de comunicación) a develar los negociados y la corruptela de la cual hacían gala los funcionarios y amigos del gobierno y, en consecuencia, a preparar una estructura para ordenar directamente la casa. La respuesta peronista manifiesta en el segundo mandato de Cristina no fue suficiente para convencerlos de la posibilidad de reencausar el rumbo. Los empresarios pusieron a su propio gobernante y pisaron el acelerador con los ajustes necesarios para recomponer sus tasas de ganancia luego de la crisis iniciada en 2008 y de la caída en los precios de las exportaciones. El gobierno de Mauricio Macri, con grosera torpeza, pudo llevar adelante ese ajuste económico. Pero su gran fracaso fue no lograr adaptar en su propio beneficio los dispositivos de cooptación clientelar peronista. El rechazo creciente del pueblo al gobierno del PRO apuró el regreso de la probada fórmula de control social burguesa autodenominada nacional y popular. Y lo que siguió es la historia del presente.

La lucha antiimperialista actual

Si no hay elementos estructurales que permitan concebir la existencia verosímil de una burguesía antiimperialista, mucho menos hay medidas del gobierno actual que nos acerquen siquiera a soñar con el mito de la primera década de las gestiones K. La vuelta de Cristina en 2019 se dio con el palo en la rueda que significa Alberto. Eso condiciona ciertas políticas, al tiempo que tensiona la interna del peronismo. Sin embargo, no es posible limitar el análisis del gobierno a las especulaciones sobre dichas internas. Más allá de ellas, se evidencian múltiples síntomas del agotamiento del mito antiimperialista. Ya hemos citado los elementos estructurales que sostienen este argumento. A la mencionada entrega de los recursos naturales a las megamineras sumemos la defensa de los terratenientes (extranjeros y locales) en su despojo de las tierras mapuches del sur. Al mismo tiempo, la asunción de un nuevo Ministro de Agricultura vino acompañada con la promesa de aumentar la producción sojera, obviamente, profundizando el envenenamiento con agrotóxicos que los agroindustriales y el Estado defienden como única opción posible, y que solo beneficia a las trasnacionales del rubro. Solo por citar algunos ejemplos más vale remarcar la permanencia de la Argentina dentro del Grupo de Lima y del G-20, dos dispositivos de coordinación norteamericana. La participación de Alberto Fernández en la cumbre por la democracia impulsada por Biden en estos días es un capitulo más. No alcanza con haber concurrido para pronunciar un brevísimo discurso que entrelazaba algunas frases cuestionadoras de la política exterior norteamericana. En la coyuntura de rearmado de relaciones internacionales del nuevo presidente de EEUU más habría valido sentar una posición por la negativa a dicho evento; eso habría sentado un mensaje realmente contundente. Pero la decisión ambigua de ser parte del armado de agrupamientos proyanquis resulta coherente al contrastarla con otras como la de haber elegido al genocida Estado de Israel como el primer gobierno a visitar oficialmente (y como proveedor en el rubro militar). Un análisis aparte requeriría examinar el seguidismo acrítico de todas las medidas improvisadas, contradictorias y de claro sesgo represivo (confinamientos, vacunaciones masivas y pases sanitarios) que el actual gobierno replicó en obediencia a una receta impuesta internacionalmente. A la que se suma el multimillonario traspaso de fondos realizado a las trasnacionales farmacéuticas con las compras de vacunas que día a día demuestran su inutilidad. Por eso, no alcanza con haber denunciado el golpe de Estado en Bolivia ni con invitar a Lula y a Pepe Mujica a la Plaza de Mayo. El antiimperialismo requiere apuntar al andamiaje que sostiene al imperio, y de eso nada se ha visto. Tampoco alcanza con argumentar que »la correlación de fuerzas» no permite que se haga nada más. Tal concepto solo puede ser referido como parte de un análisis político y no esbozado como justificación para las medidas previamente diseñadas. En otras palabras, la correlación de fuerzas se construye dinámicamente a través de formas de lucha y disputa. Obviamente, la correlación de fuerzas del Estado argentino a nivel del sistema imperialista global es correspondiente con una serie de políticas tendientes a favorecer el lugar de dependencia y subordinación de la economía argentina dentro de ese sistema. Y eso no va a cambiar por arte de magia. Es, cuando menos, ridículo sentarse a esperar a que la correlación de fuerzas cambie si no se hace nada para que ello ocurra.

A nivel interno, el favorecimiento del lugar dependiente que patrocina el gobierno pasa también por el disciplinamiento de las fuerzas políticas que pueden llegar a presionar para el cambio de rumbo. El gobierno de Alberto claramente apuesta por el dialogo con la oposición, la cooptación para la desmovilización de sus bases de militancia popular y la represión para las organizaciones autónomas y críticas al gobierno. Es decir, la modificación de la correlación de fuerzas a nivel internacional no se incentiva, sino que eso se acompaña con el disciplinamiento que impida la modificación de tal correlación de fuerzas a nivel local. Además de la sostenida capacidad del aparato represivo interno, beneficiado repetidamente con enormes partidas del presupuesto público, probado una y otra vez para sofocar los brotes de lucha popular, y avalado por el poder del Estado para ejecutar muestras de amedrentamiento al pueblo tras los sistemáticos casos de »gatillo facil», cumplen un rol fundamental los aparatos organizativos de masas que, bajo distintos andamiajes, resultaron más o menos acoplados a la política oficial. Algunos de ellos proclamaron la necesidad de aunar fuerzas para oponerse a la reelección de Macri. Pero hoy siguen manteniendo expectativas en el marco reformista que les permita alcanzar algunas reivindicaciones parciales. El gran interés del gobierno es mostrarse ante los poderes como prenda de garantía de la gestión capitalista, capaz de disciplinar y desmovilizar a los movimientos populares, a cambio de ello pide del poder económico concesiones redistributivas. Por ello, los adherentes al peronismo encuentran en este gobierno algunas medidas favorables, que se desarrollan justamente para no develar frontalmente los intereses burgueses de los empresarios cercanos al gobierno y su vínculo estructural con el sistema capitalista global. Sostener cierta legitimidad popular es el valor diferencial del modelo K. Pero, medidas redistributivas o legitimidad simbólica no constituyen una postura antiimperialista. Coincidir discursivamente con algunas dimensiones de la Cuba revolucionaria (en especial sus expresiones artísticas) o denunciar retóricamente el colonialismo sionista en Palestina, mientras que al mismo tiempo se defienden objetivamente (guardando silencio o elucubrando sofisticadas cortinas de humo) las políticas estatales de represión, extractivismo y explotación del pueblo, en beneficio del gran capital y su burguesía intermediaria local, solo puede ser posible con una dosis de mistificación muy elevada. La autodenominada izquierda peronista (o peronismo popular) que promulga sumir una pertenencia »crítica» o disidente dentro del Frente de gobierno (y en ocasiones se ve recompensada con una tajada burocrática), termina realmente posibilitando el control burgués sobre la capacidad de movilización y lucha de las bases organizadas dentro de las distintas corrientes peronistas, es decir, garantizando lo que el gran capital justamente necesita de ellos. Políticamente, debilitar al partido de los grandes empresarios (PRO, o proyanquis) no pasa únicamente por fortalecer ni garantizar la gobernabilidad del peronismo. Por el contrario, auspiciar la política de gobierno favorece el sostenimiento de sus intereses y negocios, imbricados objetivamente con el sistema imperialista, y de ningún modo opuestos al mismo. Sostener el capitalismo también es beneficiar en últimas a la burguesía tradicional, más allá de que está no encabece el gobierno. Por esto, el único antiimperialismo posible debe ser construido desde abajo y con perspectiva de izquierda anticapitalista; desde los sectores de clase explotados por el gran capital (y no por sus cómplices locales). Cualquier posición que se asuma como popular debe partir de cuestionar las bases de acumulación de todas las facciones de la burguesía (peronista o no), identificando sus vínculos estructurales con el sistema imperialista global. Defender el capitalismo local (más o menos serio) es sostener el imperialismo. Por ello, la primera y más urgente medida antiimperialista del pueblo argentino debe ser cuestionar todos los modelos de gestión burguesa del capitalismo, socavando la legitimidad contradictoria del peronismo, identificando su necesario uso de la represión como instrumento de control, el uso clientelar de la parte del presupuesto público para bienestar social, la defensa irrestricta de las grandes trasnacionales extractivistas, el sostenimiento del rol diplomático de sumisión a las potencias occidentales. La dirigencia burguesa del peronismo K es, objetivamente, una pieza en el engranaje imperialista, y su antiimperialismo-capitalista, más que una táctica política imposible, es un sofisma decadente que agoniza; la mejor expresión de un mito.     

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.