Una versión corregida y aumentada de lo que solían ser los procesos electorales en los mejores tiempos del priismo.
Desde las elecciones de consejeros en Morena el pasado mes de agosto pudo verse el tipo de democracia que en ese partido se practica y que, al parecer ya se ha normalizado: acarreo y compra de votos; inexistencia de un padrón previo de votantes, que se iba construyendo al mismo tiempo que se depositaban boletas en las urnas por la afiliación instantánea de los ciudadanos conducidos por los candidatos; votantes en las filas de los centros de votación que no sabían qué se iba a elegir; aspirantes que recibieron hasta 24 votos por minuto durante la jornada; morenistas postulados que obtuvieron un voto cada 20 segundos y, desde luego, muchísimos funcionarios del gobierno federal y de los estatales que resultaron electos también como consejeros nacionales.
En suma, una versión corregida y aumentada de lo que solían ser los procesos electorales en los mejores tiempos del priismo; sólo que ahora transmigrados a un “nuevo” partido que supuestamente se formó para superar esos vicios y abrir una nueva época política (la llamada Cuarta Transformación), de mayor democracia y de erradicación de mafias que desde el PRI y el PAN manejaron tradicionalmente la política del país. Desde luego, Morena no pasó la prueba del ácido de la democracia interna y llevó a puestos de dirección, en una incontable multitud de casos, a advenedizos con los peores antecedentes de militancia en aquellos partidos.
De ello como antecedente no podía resultar sino un congreso nacional como el del pasado fin de semana. No eran de esperarse, es cierto, grandes giros de línea política, y ni siquiera una verdadera afirmación de lo que fueron, al menos declarativamente, sus principios fundacionales, pero sí, al menos, un manejo político que no profundizara más sus fracturas y que clarificara a toda su militancia y a la sociedad el curso que ha de seguir en el próximo periodo. El resultado obtenido no es sólo decepcionante sino peligroso para una formación política que aspira a mantenerse por largo tiempo al mando de los poderes de la República.
Lejos de prevalecer la unidad política, los tres mil congresistas se enfrentaron desde posiciones que llegan a ser antagónicas. La mayoría de ellos, surgidos de aquel proceso realizado a inicios del mes pasado, acudieron a respaldar la línea política definida por el presidente Andrés Manuel López Obrador, así como a la principal de los precandidatos-corcholatas Claudia Sheinbaum. Avalaron también una reforma estatutaria que prolongará la conducción del presidente partidario Mario Delgado y de la secretaria general Citlali Hernández hasta después de las elecciones federales de 2024, pese a que ellos llegaron a esos cargos no por una elección de los militantes sino mediante una encuesta a la sociedad no prevista en el propio estatuto interno.
La minoría, hasta donde se alcanza a ver, cuestionó los procedimientos y reflejó las posiciones de la Convención Nacional (que no es un órgano estatutario sino un movimiento político interno), encabezada por el académico y fundador John Ackerman. Ésta ha realizado concurridas reuniones de militantes en diversos lugares del país, en las que se ha planteado recuperar la línea y los principios originarios del partido-movimiento y alejarlo de las peligrosas alianzas que, por el pragmatismo electoral, se han venido tejiendo con lo peor del antiguo régimen.
Desde el punto de vista estatutario y de principios, quedó como mera anécdota de este congreso el intento de eliminar el término “partido de izquierda” de los documentos partidarios y sustituirlo por el aún más ambiguo de “partido humanista”. Si bien de último momento se dio marcha atrás, en realidad el aparato electoral del lopezobradorismo se aleja cada vez más de las líneas históricas de las izquierdas nacionales e internacionales y asume más claramente el perfil neoliberal populista que le imprime la presidencia de la República.
Y es que, aun con su juventud, el partido en el gobierno se encuentra ya en una profunda crisis política, de identidad y, sobre todo, moral. No hay sino que reconocer que, a tres años del gobierno lopezobradorista, aquél se ha transformado en el nuevo partido de régimen, o, como es más usual denominarlo, de Estado. Ni la estructura partidaria, ni sus legisladores, ni sus aliados electorales y parlamentarios tienen el pudor de mostrar un poco de independencia del poder Ejecutivo. Y, sobre todo tras las elecciones de 2021, que modificaron la composición de la Cámara de Diputados y le hicieron perder la mayoría absoluta que ahí ostentaba, Morena ha pasado a depender más y más de inconfesables acuerdos y alianzas impresentables para sacar adelante las leyes y reformas dictadas desde el Palacio Nacional.
Como si no fuera suficientemente funesta la coalición con el desprestigiado Partido Verde, y pese a su aparente fuerza, el partido guinda ha tenido que recurrir a algún pacto ignominioso con la fracción del priismo que encabeza el presidente formal del tricolor Alejandro Alito Moreno Cárdenas. Poco antes, éste fue exhibido por la gobernadora morenista de Campeche Layda Sansores en diversas grabaciones, ilícitas pero reveladoras, por su corrupción, inexplicable enriquecimiento, despotismo y vulgaridad. Pero hoy de ese nefasto personaje depende, como ocurrió en la Cámara de Diputados, la aprobación de una reforma constitucional puesta por el propio PRI a modo de la decisión presidencial de prolongar más allá del presente sexenio, y muy probablemente de manera indefinida, la intervención —siempre, y pese a todo, contraria al espíritu y la letra de la misma Constitución— de las fuerzas armadas en la seguridad pública. La coalición de Morena y Moreno no operó, en cambio, en la cámara alta, en donde el miércoles 21 de septiembre no le alcanzaron los votos para sacar adelante la voluntad presidencial revestida de encajes tricolores y la bancada oficialista prefirió que ser regresara a comisiones la minuta enviada por la cámara de origen, mientras se confeccionan nuevos arreglos con senadores provenientes de las otras facciones.
La militarización completa de la Guardia Nacional, ya aprobada con reformas a diversas leyes secundarias, pero también controvertible desde la perspectiva constitucional, y en la hasta ahora no consumada reforma para convertir el ejército y la armada en policías de facto, son sin duda el tema de mayor debate en el momento actual de la nación. Pero no es el único escollo que el presidente y su partido tendrán que superar. Éstos dependerán también de sus vergonzantes arreglos con el priismo morenista (PriMor) para que sea aprobada en el Congreso la Ley de Ingresos 2023 y, en la Cámara de Diputados, el Presupuesto de Egresos.
Por si fuera poco, en el Senado, se recurrió de último momento, previo al debate de la polémica reforma constitucional pro militarización, a la cooptación del senador panista Raúl Paz Alonso, súbitamente convertido ahora en un agente de vinculación del Morena con el sector empresarial y virtualmente en el próximo candidato guinda al gobierno de Yucatán, una entidad en la que hasta ahora el partido gubernamental no ha logrado pintar mucho. En sus tuits, recientemente, Paz Alonso expresaba su orgullo y satisfacción por militar en el bloque opositor al Morena y presumía su cercanía con Claudio X. González.
Pero las cooptaciones legislativas y otras andanzas del Morena no son meras eventualidades de carácter coyuntural. Se trata de un proceso de reconversión política de gran calado y que se pretende de larga duración: la integración de diversas elites y grupos de poder en un bloque que reproduce casi letra por letra el del llamado antiguo régimen: predominio económico de grupos decisivos del capital monopólico, presidencialismo fuerte, supeditación de los poderes Legislativo y Judicial al Ejecutivo, un militarismo incluso poderoso y arraigado, como no se veía desde los tiempos de Manuel Ávila Camacho en que se inició la transición al civilismo, y un partido de régimen como instrumento para la integración subordinada de una gran diversidad de grupos sociales, personajes políticos y otros individuos.
El Movimiento de Regeneración Nacional no es, así, el instrumento para procesar y canalizar las demandas populares sino el aparato para la ejecución de las decisiones tomadas desde las esferas de poder y, particularmente, desde la presidencia de la República. Por eso diversos comentaristas y observadores perciben, con razón, un proceso de restauración de las conocidas prácticas congénitas del priismo.
Pero ninguna restauración o vuelta al pasado es nunca completa ni perfecta. La sociedad misma ha evolucionado y acumulado nuevas experiencias que necesariamente modifican el escenario. El reinado del Morena como partido de régimen no será tan prolongado como el del PRI o el de la reina Isabel II en Inglaterra. La pauta sustancial de su neoliberalismo es la pulverización de las relaciones del aparato estatal con la sociedad, su individualización a través de los programas asistenciales, que no son lo mismo que el Estado de bienestar. A diferencia del régimen priista, que fortaleció un conjunto de instituciones de mediación del poder con los sectores y grupos sociales en materia de educación, salud, servicios, etc., y se apoyaba en potentes organizaciones corporativas que operaban como correas de transmisión, pero también como grupos de interés complementarios al sistema, el nuevo régimen apuesta casi exclusivamente a la relación directa de los individuos y núcleos familiares con el poder presidencial. Más aún, se pretende remplazar esos vasos de comunicación por el ejército, como representación descarnada del poder estatal.
El debilitamiento o marginación de las organizaciones populares, de los movimientos sociales a los que la presidencia enfrenta y de la sociedad civil a la que desprecia y combate, conlleva, entonces, enormes riesgos para la sociedad y para el propio Estado. Esa ruta no da al régimen la misma estabilidad alcanzada por el anterior patrón de dominación. O bien se agota al desaparecer el factor carismático-personalista que lo sustenta, o tiene que derivar hacia ecuaciones cívico-militares más permanentes. El ejército resulta más sólido y persistente, como estructura de poder, que la presidencia misma. Por eso será su predominio más difícil de revertir que lo que representa un mero relevo en la presidencia.
La prematura disputa por la candidatura presidencial, abierta por el mismo López Obrador, se traduce en otro factor de inestabilidad, si bien coyuntural, con potencial de rupturas en el propio partido oficial. Ya se verá más adelante si eso se concreta; pero, como estructura, el nuevo partido oficial ya ha exhibido una inesperada parálisis esclerótica que no parece que se superará en el corto plazo, y quizá nunca.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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