La izquierda latinoamericana está enamorada de su propia visión, ha perdido la capacidad de mirarse al espejo y verse tal cual. Su temor a confrontarse con la imagen de si misma ha degenerado en la incapacidad de sus intelectuales de generar una introspectiva autocrítica y de reflejar la realidad más allá de consignas y nociones […]
La izquierda latinoamericana está enamorada de su propia visión, ha perdido la capacidad de mirarse al espejo y verse tal cual. Su temor a confrontarse con la imagen de si misma ha degenerado en la incapacidad de sus intelectuales de generar una introspectiva autocrítica y de reflejar la realidad más allá de consignas y nociones pre-conceptuadas. La distorsionada imagen que los analistas de izquierda sostienen sobre la coyuntura política en Bolivia, es el testimonio de esa crisis de miope narcisismo intelectual en el continente.
Desde que se suscitó la crisis de Octubre de 2003 hasta la reciente caída de Carlos Mesa, los analistas políticos internacionales han dicho y escrito sobre Bolivia lo que han querido ver y no lo que en realidad está sucediendo. Si hablásemos de la intelectualidad de derecha no sería de extrañar ni para preocuparse, pero cuando también la izquierda compromete con afectos y desafectos su interpretación de la realidad, entonces debemos preocuparnos, pues la lectura que se aporta de la crisis boliviana se vuelve entusiasta y bienintencionada antes que precisa y honesta.
Nuestras abuelas solían decirnos que «el camino al infierno está hecho de buenas intenciones» y los diagnósticos agoreros y entusiastas de analistas con buenas intenciones y ojos en el corazón están desvirtuando -antes que fortalecer- la lucha de los movimientos sociales en Bolivia. Desde fuera de nuestras fronteras se vende la caída de Mesa y la ascensión de Rodríguez Veltzé como una victoria objetivamente lograda por el pueblo cuando es más bien una victoria subjetiva de la media y el stablishment.
Analistas internacionales han llenado páginas y páginas de websites de izquierda con crónicas de la crisis boliviana que reproducen formulismos y clichés pero no la realidad. No ha habido la agudeza (¿o quizás la intención?) de reflejar que el MAS de Evo Morales, cuestionado y repudiado por los sectores sociales movilizados, es parte del problema nacional antes que parte de su solución. No ha habido la valentía de decir que una izquierda boliviana para nada ortodoxa, compuesta antes por fuerzas sociales que por partidos políticos, ha enfrentado un desafío mayor aún que imponerse a la derecha neoliberal: el de separar aguas del MAS y negarle a un partido consumido por la ambigüedad y el cálculo político el arrogarse la conducción de las movilizaciones.
La izquierda del continente tampoco ha logrado la honestidad intelectual suficiente para aceptar que (por muy antidemocrático que parezca) la solución en Bolivia no vendrá de mano de un eventual nuevo Presidente o de una elección más, sino de una reforma de fondo que pasa por la supresión estructural de un paradigma estatal caduco y de los partidos reformistas que lo sostienen. Bolivia demanda que se sepa que la «forma multitud» ha superado la «forma partido» pero la izquierda ortodoxa latinoamericana apuntala entusiastamente tanto a Estado como a partidos en la creencia de que ambos representan la democracia.
La reflexión de la izquierda sigue operando de forma animosa y mecánica antes que objetiva. Hemos caído ante el espejismo de los medios, en cuya agenda Evo Morales y sus ambiguas demandas son protagónicos mientras los verdaderos héroes son marginales. Se le concede crédito por la revuelta a quién más marginal fue a ella y se «invisibiliza» a los verdaderos actores y sus demandas reales, ahogando así el clamor por «nacionalización» en una mera supresión y cambio de Presidente.
Se debilita la presión social con anuncios de «fin de la guerra» y se pondera con ingenua benevolencia la salida de un Presidente que, detrás de bambalinas, sigue operando como principal agente de los intereses petroleros transnacionale. Se celebra como una victoria del pueblo la ascensión de un agente político sustituto, que para nada rompe el hilo de continuidad del poder establecido.
Cual si hubiera algún mérito en ello para el movimiento social, los columnistas «de izquierda», se solazan en amplificar el linchamiento mediático que hace la emergente nueva rosca política (Carlos Mesa y su elite oligarca de nuevo cuño) de su expresión predecesora (la agónica clase política tradicional); Es el ancestral rito antropofágico que Sergio Almaráz Paz bautizara de «relevo entre nuevas y viejas roscas». Creemos hacer crítica y en el fondo sólo hacemos eco del discurso chauvinista de «gente nueva», con el que las elites castizas se renuevan periódicamente, en un rito edipiano de inmolación de los viejos para que surjan nuestros nuevos verdugos.
En la Bolivia de hoy esto sucede en dos escenarios: a) En el escenario estatal, en el que la vieja rosca partidista (que monopolizó el poder hasta antes de Octubre Negro) trata de no ser desplazada por una nueva rosca de pseudo «agrupaciones ciudadanas», organizaciones políticas de nueva factura, creadas bajo la presunción de aportar transparencia pero sin mayor virtud que la de asilar a viejos actores políticos o a actores nuevos pero con las viejas mañas.
b) En el escenario productivo, donde una oligarquía emergente, geográficamente ubicada en el enclave industrial del sur, pugna por la hegemonía frente a la vieja rosca palaciega, enriquecida en torno a la intermediación política y enquistada en el occidente de Bolivia.
La correlación de fuerzas es paradojal. Por una parte, Mesa es el exponente principal de la nueva rosca política, que busca desplazar al partidismo, pero a la vez es parte de la vieja oligarquía patrimonialista y conservadora de la Bolivia andina, y como tal defiende la permanencia de la Sede de Gobierno en La Paz, frente al afán de la nueva rosca cruceñas, que persigue un proyecto autonomista con el único fin de arrebatarle a su expresión antagónica de occidente la tenencia de la sede política del país.
En medio de toda la parafernalia mediática armada por el Presidente Mesa y su discurso patriotero de «defensa de la integridad nacional» (que en realidad es de defensa de los privilegios de la vieja elite castiza de occidente), se enjuagó la mezquina lucha entre la nueva rosca agroindustrial del oriente y la vieja rosca patrimonialista y parasitaria que mora asilada en La Paz desde después de la Guerra Federal de 1899.
En medio de un inmejorable posicionamiento de discurso, el relevo generacional de la vieja oligarquía paceña que capitanea Carlos Mesa, logró conjurar la ascensión al poder del cruceño Hormando Vaca Diez. Tras el histórico discurso de «defensa de la soberanía nacional frente al separatismo cruceño», se bañó de reivindicación regional el conflicto y se encausó a las fuerzas sociales (que clamaban nacionalización de los hidrocarburos) en su batalla particular, sirviéndose de ellas para definir una vez más a favor de la oligarquía occidental, la tenencia del poder.
La embriaguez de patrioterismo en que Mesa sumergió a los sectores movilizados, logró desviarlos de su objetivo central y a) conjurar la pérdida del poder a manos de Santa Cruz que una eventual presidencia de Vaca Diez habría significado; b) desinflar las protestas sociales, desgastándolas en la persecución de una renovación nominal de inquilino en Palacio Quemado, cuando el pueblo perseguía y persigue reformas estructurales en Bolivia; y c) finalmente allanar camino para que el candidato de las petroleras – el ex presidente Tuto Quiroga – emerja como la opción sucesoria. En todo este proceso la actitud funcional del MAS ha sido simplemente sintomática.
La intelectualidad «de izquierda» celebra el resultado de la purga en la derecha como una victoria, cuando es en realidad el principio de la reconstitución del poder elitario en Bolivia; se elogia el papel del MAS como una heroicidad, cuando en los hechos ha usurpado la representación y ha distorsionado las demandas de los verdaderos movimientos sociales. Una izquierda enferma de narcisismo tiene miedo a mirarse en el espejo y a escribir lo que ve y ha optado por hacer crónica de su propia visión narcisista antes que de la realidad.
Omitir todos estos matices de la crisis boliviana, expone una perniciosa deshonestidad intelectual y poco sirve para explicar y entender el verdadero movimiento social en Bolivia, más si para reafirmar la lógica de poder castiza que periódicamente acalla las protestas lanzando una cabeza al cadalso, mientras se asegura que su respectivo relevo mantendrá incólume la religión de dependencia e intervencionismo económico en Bolivia.