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Entrevista sobre la situación política boliviana a Íñigo Errejón Galván, politólogo,

«El proyecto de país del MAS es un programa de modernización industrial, extensión de la ciudadanía y reparto de la riqueza»

Fuentes: Rebelión

«[…] El proyecto de país del MAS, el que Evo se comprometió a «acelerar» durante su intervención en el balcón del Palacio Quemado en la noche de las elecciones, es un programa de modernización industrial, extensión de la ciudadanía y reparto de la riqueza. El Estado boliviano está entonces llamado a ser el instrumento de democratización social que nivele las grandes fracturas históricas provocadas por cinco siglos de colonialismo».

Íñigo Errejón Galván es investigador en la Universidad Complutense de Madrid, donde prepara su tesis doctoral sobre el proceso político boliviano, y ha sido investigador visitante en la Universidad de California Los Ángeles. Es igualmente miembro del Consejo Directivo de la Fundación CEPS, con la que trabajó en Bolivia asesorando a la Asamblea Constituyente y, más recientemente, en un proyecto de formación y capacitación política [E-mail: [email protected]]

 

En un artículo sobre las elecciones del pasado 6 de diciembre y el conflicto regional – «De «las dos Bolivias» a la construcción nacional plebeya del MAS» [1]-, usted señalaba que las recientes elecciones presidenciales y legislativas en Bolivia habían sido históricas. ¿No es histórica un adjetivo muy fuerte, muy desgastado? ¿Por qué lo han sido en su opinión? ¿Por la abultada mayoría obtenida?

«Históricas» es, efectivamente, un adjetivo del que a menudo se abusa. En este caso, si afirmaba que las elecciones presidenciales y legislativas bolivianas del pasado 6 de diciembre de 2009 fueron históricas es porque, sin duda, serán recordadas como algo más que una cita electoral. El 6 de diciembre Evo Morales consiguió la reelección como presidente del Estado Plurinacional de Bolivia por un abrumador 64%. Este ya es un dato fuera de lo habitual. Pero lo más importante fue la consolidación de una construcción nacional proyectada desde los sectores indígenas y populares de la sociedad boliviana.

Después de cuatro años marcados por una pugna con la «derecha regionalizada» que a punto estuvo de desembocar en una confrontación violenta abierta, el Movimiento Al Socialismo (en adelante MAS) conquistó un apoyo popular masivo y, lo fundamental, extendido por toda la geografía nacional.

Estas elecciones han sido el acta de defunción para las opciones políticas de las élites tradicionales en Bolivia. Esto no significa que estén derrotadas, en primer lugar porque sus fuentes materiales de poder permanecen intactas, pero sí han sido desplazadas fuera de los consensos hoy dominantes en el país.

Ahora los sectores conservadores han de elegir entre integrarse de forma subordinada al modelo de Estado en marcha -y pugnar desde dentro por su supervivencia como casta- o hacer una larga travesía en el desierto hasta reinventarse, similar a la que la izquierda realizó en Bolivia desde 1985 hasta el 2000 bajo el modelo neoliberal.

Déjeme insistir en este último punto. Señalaba usted en su trabajo que la crisis ideológica y la falta de dirigentes en la oposición, que incluso le impidió concurrir unida en un frente «anti-Evo», no dejaba lugar a dudas sobre a quién correspondería la victoria el pasado 6 de diciembre. ¿Por qué es tan mala en su opinión la situación de la oposición boliviana? ¿Crisis ideológica dice usted? ¿Qué crisis es ésa?

La situación de la oposición boliviana es tan mala porque no fue, como ella dice, derrocada del poder por los movimientos sociales, sino que se pudrió internamente. La gran insurrección popular conocida como «La Guerra del GAS» ocurrió en octubre de 2003 y forzó la huída del país de Gonzalo Sánchez de Lozada. Pero desde entonces hasta diciembre de 2005, cuando Evo Morales ganó las elecciones presidenciales, transcurrieron dos años, en los que la clase dirigente amagó con todas las soluciones imaginables, incluyendo la perspectiva de un golpe de mano autoritario que «devolviese el orden a las calles». Agotados todos sus recambios y convencidas de su incapacidad de gobernar el país, las élites cedieron la iniciativa y convocaron unas elecciones a las que éstas llegaron con la difícil tarea de defender un modelo de Estado, el neoliberal, que ni siquiera ellas mismas se creían ya.

El proceso constituyente abierto en agosto de 2006 realizaba una demanda de al menos una década de los movimientos sociales, y tenía la tarea de construir una institucionalidad posliberal y descolonial. Una institucionalidad que resolviese el «divorcio» entre la sociedad boliviana empobrecida, mayoritariamente indígena y no representada por los cauces tradicionales, y un Estado que seguía funcionando para la ciudadanía blanco-mestiza, urbana, propietaria y de comportamientos políticos individuales.

La derecha boliviana está todavía conmocionada por la ampliación del «demos» ocurrido en el país. Acostumbrada a hablar para un país ficticio, para la minoría que ejercía la ciudadanía y componía la opinión pública y la esfera de lo político, no tiene hoy propuestas para los nuevos sectores protagonistas de la política boliviana. Los grupos conservadores, representantes de las élites tradicionales, no saben qué hacer con este nuevo y viejo país indígena, mestizo, popular y abigarrado, en el que se descubren minoría.

¿Y por qué afirma usted que, en realidad, el gobierno del MAS nunca se enfrentó con una oposición nacional?

Porque jamás tuvo en frente ningún proyecto de país. La tesis de la «ingobernabilidad» de Bolivia que se hizo famosa a finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI expresa claramente la incapacidad hegemónica de las clases dominantes bolivianas.

El Estado corporativo sindical inaugurado en la revolución 1952 sustituyó un régimen oligárquico por otro con importantes componentes autoritarios pero también capaz de incluir a las masas en el Estado en forma relativamente subordinada: los pactos con los sindicatos mineros, la cooptación de los líderes obreros y, después, el «pacto militar-campesino» y las extensas redes de clientelismo funcionando a menudo a través de los cauces sindicales-corporativos.

Las reformas de ajuste estructural de 1985 dinamitaron aquel pacto social, buscando sustituirlo por uno individualizado entre el ciudadano y el Estado, con el mercado como principal asignador de recursos. El resultado fue desastroso por sus costes sociales pero también por sus consecuencias políticas: la gobernabilidad corporativa no fue sustituida por ninguna «gobernabilidad neoliberal» más que durante apenas una década. Para finales de los años 90, pese a que las resistencias eran todavía fragmentadas y débiles, el modelo era incapaz de asegurar consensos amplios detrás de las políticas de las clases dirigentes, que así se turnaban y sucedían a una velocidad cada vez mayor al frente del gobierno.

Evo Morales llega a la presidencia después de unos años caracterizados por la descomposición interna de la «democracia pactada» entre las elites y por el ascenso de las luchas populares. Para entonces la oposición nacional ya no existe: los partidos del orden elitista eran fundamentalmente maquinarias de acceso a los cargos públicos, con escasa inserción territorial y nula capacidad orgánica de movilización. Una vez desplazados del poder político se derrumbaron uno tras otro, excepto quizás el MNR, cuyo arraigo histórico le hizo decaer de forma un poco más lenta. Es significativo que ya para las elecciones de 2005 que dieron el poder a Evo Morales, los sectores empresariales y la propia embajada norteamericana apostaran antes por crear una nueva marca política -«Podemos»- que por confiar en ninguno de los moribundos partidos de la época anterior. Por si faltasen más ejemplos, cabe señalar que aquella marca política no ha sobrevivido a esta legislatura, y sus diputados y senadores han venido respondiendo antes a intereses regionales que a ninguna disciplina de voto de partido.

Apunta usted que la irrupción de los sectores subalternos ha reconfigurado la esfera de lo político en Bolivia. El ciclo rebelde fue un proceso de ampliación social, de facto, de lo boliviano, de «asalto plebeyo» al Estado republicano, colonial y liberal. ¿Por qué habla usted de asalto al Estado «republicano»? ¿Qué tipo de Estado alternativo persigue, pues, ese asalto?

«Estado republicano» o «República» son expresiones hoy conflictivas en el lenguaje político boliviano. Para la oposición simbolizan el patrimonio común de civilización y modernidad.

Para el movimiento indígena, sin embargo, la fundación de Bolivia en 1825 no fue un momento de emancipación, pues las estructuras coloniales sobrevivieron a la colonia, legando al nuevo estado independiente no sólo su condición dependiente de las metrópolis, sino también su estructura racializada del poder. De esta forma, Bolivia, como la mayoría de las repúblicas americanas, nace como el proyecto de la élite criolla blanca, que eleva sus formas culturales a la categoría de basamento de la comunidad política.

La blanquitud, el habla castellana, las formas culturales europeas, se consolidan como un capital extremadamente valioso para el ascenso social y el acceso a la función pública, mientras que todo lo asociado a lo indígena es subalternizado o incorporado previa devaluación en tanto que folclore. La élite criolla construyó un Estado monocultural para una sociedad marcada por profundas fracturas étnicas y culturales. Pero no fue capaz, por diferentes razones históricas que exceden el marco de esta entrevista, de llevar a cabo esa basta y violenta tarea de destrucción y homogeneización por medio de la cual los estados modernos influyeron en la consolidación de naciones a su medida. El resultado ha sido hasta hoy un doloroso desajuste entre las formas sociales y culturales y el Estado criollo. La asunción de «lo mestizo» como forma de ampliación del nacionalismo de estado, operado a mediados del siglo XX, reconoció un creciente fenómeno de mestizaje urbano y popular, pero al precio de invisibilizar lo indígena y, de nuevo, representar una Bolivia forzadamente homogénea.

Esta perspectiva crítica ha ido ganando espacio en la izquierda boliviana, que hoy asume de forma generalizada la impugnación a una República denunciada como «colonial y oligárquica».

Esa impugnación de la República fue hecha desde planteamientos muy diferentes que abarcan desde la apuesta indianista por la reconstrucción del «qollasuyu» como estado quechua-aymara, hasta el nacionalismo popular del MAS, que no reniega de la identidad boliviana pero entiende que ésta se fortalece diversificándola. La aprobación de una nueva Constitución que establece que Bolivia es un «Estado Plurinacional» es la institucionalización de ese horizonte histórico: el de producir una institucionalidad que reconozca en clave de igualdad las diferentes formas civilizatorias existentes en el país.

No se trata, como en los ensayos multiculturales del liberalismo, de reconocer «desde arriba» derechos a las minorías culturales, sino de refundar el Estado boliviano incorporando las formas políticas, de administración de justicia, lingüísticas u culturales, propias de los pueblos indígenas, que suman un 62% de la población del país.

Los pueblos de Bolivia están emprendiendo un esfuerzo inédito y rupturista con las tradiciones de la modernidad, fundando un Estado pluralista como marco de convivencia de las diferentes culturas del país, en clave de igualdad política.

Usted también ha señalado que las élites conservadoras renunciaron momentáneamente a librar la batalla por la hegemonía nacional, la nueva Bolivia les resultaba irreconocible e ingobernable, y que la «Media Luna» fue una hábil construcción cultural e ideológica que agrupaba a las regiones del Oriente y el Sur en una suerte de «otra Bolivia». ¿Y cuál cree usted entonces que será la estrategia para estos próximos años de esta élites conservadoras? ¿Se volcarán de nuevo a intentos de desconexión entre las dos Bolivias?

Es muy difícil predecir cual será la estrategia de oposición a Morales, principalmente porque no existe un sujeto político cohesionado que la vaya a impulsar. El reordenamiento del campo político que el nacionalismo popular e indígena ha provocado no es sólo una cuestión de porcentajes de voto o de regiones conquistadas. Esa me parece una concepción vulgar de la hegemonía como mera ventaja cuantitativa, que no refleja su condición esencial: la capacidad de articular una diversidad de intereses en torno a los de un grupo social, que es capaz de conformarse en dirigente al presentarlos como universales.

Lo relevante en la actual situación Boliviana es comprender cómo el MAS ha desplegado un discurso que identifica sistemáticamente «la patria» con las mayorías sociales empobrecidas. Esta narrativa no tiene nada de innovador en América Latina.

A esto se le suele llamar en Occidente populismo…

Sí, sí, efectivamente. A menudo la ciencia social europea califica de «populistas» estos procesos políticos, pero esto sólo es una forma simplificada que evita el esfuerzo intelectual de comprender una forma compleja e históricamente variable de impacto de los sectores populares sobre el Estado, erigidos como la representación de los «auténticos» intereses nacionales.

Esta configuración de un bloque social indígena y popular en Bolivia, desarrollada desde la postulación de lo indígena como núcleo irrenunciable e impostergable de la verdadera nación boliviana, ha expulsado a los márgenes de los consensos generales en el país a las expresiones políticas de las élites mestizo-criollas. El regionalismo conservador en el oriente y sur del país ha sido durante esta legislatura el mejor polo de agrupación para una derecha disgregada y en repliegue nacional. Pero esa estrategia parece haber sido infructuosa: en agosto y septiembre de 2008 los Comités Cívicos y Prefecturas sobrevaloraron sus fuerzas y abrieron una dinámica insurreccional que se saldó con una derrota negociada pero evidente de sus aspiraciones políticas. En las pasadas elecciones, los buenos resultados del MAS en las regiones opositoras evidenciaron que el oficialismo ha conseguido implantar un patrón de voto nacional, que opaca, o en el peor de los casos matiza, el clivaje regional.

Lo que sucede es que existen diferentes derechas en Bolivia. Ni siquiera en las últimas elecciones, que eran prácticamente un plebiscito a favor o en contra de Morales y el MAS, la oposición fue capaz de concurrir con una sola candidatura: además de la lista apoyada por algunos de los prefectos del oriente y el sur y encabezada por el ex prefecto cochabambino y ex edecán del Dictador García Meza Manfred Reyes Villa, se presentó la del empresario paceño Samuel Doria Medina, con un perfil más moderado y cuya mayor virtud, a decir del candidato, era «ser la que menos rechazo despertaba». Por cierto, y como prueba de la descomposición política y moral de la vieja derecha boliviana, mientras escribo esto he tenido conocimiento de que el ex candidato Reyes Villa se ha fugado finalmente a Estados Unidos, como el MAS siempre repitió que haría tras la campaña electoral, huyendo de un juicio por corrupción ante la justicia boliviana.

¿Podrá reeditarse entonces el discurso de las dos Bolivias? No les será fácil por lo que parece…

Es cierto que el discurso de «las dos Bolivias» es difícil de reeditar, pero no lo es menos que sólo en el oriente del país las antiguas élites mantienen poder económico, mediático y de movilización política como para oponerse de manera efectiva al Gobierno nacional. No hay que llamarse a engaños: lo que ha sufrido una derrota es el proyecto general de desconectar Santa Cruz y las regiones colindantes del resto del país, como polo de desarrollo. Pero, aunque en retroceso, el autonomismo de derechas sigue gobernando cuatro departamentos de nueve, y en una parte importante del país es aún el ideario de una mayoría de la población.

Cualquier proyecto conservador o reaccionario, tiene necesariamente que contar con esta fuerza acumulada en las regiones. De momento, no hay capacidad de masas de ninguna derecha que no cuente con la derecha regionalizada del oriente y sur del país, pero ella ha demostrado no ser capaz por sí sola de disputarle el liderazgo nacional al Movimiento Al Socialismo.

¿Y qué papel, en su opinión, va a jugar el Ejército en las próximas contiendas políticas?

Hasta ahora, el ejército boliviano no ha respondido a ninguna de las muchas llamadas a «restablecer el orden» por parte de los medios de comunicación empresariales o de destacadas figuras de la derecha, y no es probable que intervenga en política en un futuro próximo. Esto es así por al menos tres motivos.

En primer lugar porque el ejército es fuertemente nacionalista, y mientras la principal línea de fractura entre el gobierno y la oposición sea el territorial, es difícil imaginar un pronunciamiento militar favorable a la derecha regionalizada.

La labor del Gobierno de Evo Morales ha sido inteligente en este sentido, y en paralelo a la destitución del alto mando militar estrechamente vinculado a las élites político-empresariales tradicionales, se ha preocupado de incluir a los militares en su retórica nacionalista. El ejército reparte ahora parte de los bonos paliativos de la pobreza, se encarga de labores de construcción de infraestructura y recibe el encargo de «combatir el terrorismo» y defender las fronteras estatales. Así, el Gobierno le ha reservado un papel privilegiado en el proceso de cambio, identificando su labor patriótica con la defensa de la legalidad y de la soberanía nacional.

En tercer lugar, pese a que entre los oficiales existe una mayoría de posiciones conservadoras y pertenecientes a familias de clase media-alta y blancas, los mandos intermedios y la tropa son abrumadoramente indígenas. Con la contienda política claramente marcada por cuestiones étnicas y regionales, una identidad indígena-plebeya extendida entre la tropa hace menos plausible una intervención militar reaccionaria en apoyo de las élites en retirada.

Sólo un cambio muy pronunciado del equilibrio regional, con una derrota de la candidata de Lula en Brasil, la victoria de la derecha en Chile y el debilitamiento de Venezuela frente a un posible eje liberal-conservador del pacífico -México, Honduras, Colombia, Perú, Chile- como oposición a la integración latinoamericanista del eje Atlántico, podría dar posibilidades de extensión al peligroso ejemplo que ha constituido el triunfo del golpe de Estado en Honduras.

¿Dejará Estados Unidos, sin intervención directa o indirecta, que se profundice el proceso democrático y social en Bolivia? ¿No ha actuado ya en Honduras? ¿No están operando estratégicamente en Colombia? Usted mismo acaba de hacer referencia a estos hechos.

En el período de transición sistémica en el que nos encontramos, la decadencia de la hegemonía norteamericana en el sistema interestatal ha abierto posibilidades inéditas 30 años atrás para la izquierda latinoamericana. No obstante, aunque negociada y matizada, la tutela norteamericana se deja sentir aún en la región, también en Bolivia.

Estados Unidos lleva interviniendo contra el Gobierno de Evo Morales desde antes de la elección del líder cocalero. El entonces embajador norteamericano ya alertó de las consecuencias negativas de votar a un «narcoterrorista», durante la campaña electoral de 2002 aunque con aquello tan sólo consiguiese herir el siempre susceptible orgullo nacional boliviano y sumar votos a la candidatura del MAS.

Desde entonces hasta la expulsión de Philip Goldberg, embajador norteamericano en Bolivia anteriormente destinado en Kosovo, se han sucedido las acusaciones del Gobierno de Morales de que los funcionarios norteamericanos trabajaban para la desestabilización en el país. La última desarticulación, en abril de 2009, de un grupo irregular de extrema derecha responsable de diferentes atentados, acaba remitiendo a una supuesta ONG «Human Rights Foundation» ligada a la CIA y a una suerte de internacional de derechas -«Unoamérica»- que reúne a grupos ultras de todo el continente.

La llegada de Barack Obama a la Casa Blanca fue acogida por el Ejecutivo Boliviano con esperanza por la posibilidad de que se reiniciasen las relaciones diplomáticas entre ambos países, esta vez basadas en el respeto mutuo y la no injerencia. Los movimientos en ese sentido han sido muy lentos, y la posición norteamericana en Honduras no ha ayudado en ese sentido. Así mismo, Obama ha ratificado la exclusión de Bolivia del acuerdo de exportaciones preferentes, lo que constituye un severo castigo a la economía del país. En cualquier caso, la trama de relaciones sociales, financiación a instituciones y organizaciones opositoras y operaciones encubiertas en el país tiene raíces profundas y es poco probable que haya sido completamente eliminada.

Sí que me parece más descartable a medio plazo una intervención norteamericana o el apoyo explícito a cualquier movimiento que atente contra la institucionalidad democrática en el país. Sudamérica no es Centroamérica, y la correlación de fuerzas en Bolivia hace el país altamente ingobernable desde el día después de un hipotético derrocamiento de Evo. Conviene no olvidar que el Gobierno del Movimiento Al Socialismo está asentado sobre un denso tejido social cuyos nervios son comunidades indígenas, sindicatos campesinos y gremios de trabajadores urbanos. Ese tejido, en algunos casos con mayor inserción territorial que el propio Estado boliviano, puede ser mucho más resistente frente a cualquier reacción involucionista que frente a su penetración y cooptación por la práctica política de un gobierno inteligente que quisiera desmontar la potencia autónoma de los movimientos sociales.

También usted ha señalado, déjeme volver sobre ello, es difícil para la derecha reeditar el discurso de los «dos países», puesto que el «suyo» aparece perforado por los buenos resultados del MAS. Vuelvo a insistir sobre un asunto que ya ha comentado: ¿cómo ha conseguido el MAS penetrar en esos «territorio comanches»?

Al llegar a las elecciones, el Movimiento Al Socialismo presenta en su haber un importante desarrollo caminero y en telecomunicaciones, los bonos sociales de ayuda a las mujeres embarazadas, los niños y los jubilados, etc. Sin embargo, quizás el elemento de más peso es que la famosa promesa de «autonomía» hoy sólo se concreta en el desarrollo del modelo territorial de Estado previsto en la Constitución aún resistida por la oposición. Las élites empresariales regionales sedujeron a los sectores populares con la consigna de la autonomía departamental, que concentraría en cada región la riqueza por ella producida. En un modelo de «regionalismo egoísta», la promesa de desarrollo iba ligada a deshacerse de la pesada carga de los departamentos altiplánicos de occidente y a sus migrantes en tierras orientales. Bajo esta bandera los capitalistas asociados al sector financiero, agroexportador o comercial, pudieron oponer al Gobierno de Evo, tachado de «centralista» y «comunista», el ejemplo de sus propias regiones, supuestamente prósperas y libres.

En gran medida, la «autonomía departamental», que no estaba en el programa de la izquierda ni los movimientos sociales, entró en la Constitución como una cesión ante los Comités Cívicos y las masivas movilizaciones regionalistas. No obstante, lo hizo dentro del marco territorial boliviano, y en ningún caso asociada a la desconexión o federalismo asimétrico propuesto por las élites orientales.

Cuando estas intentaron imponerlo de facto por encima de la institucionalidad boliviana, fracasaron y quedaron desprovistas de horizontes de futuro que ofrecer a corto plazo. El desarrollo autonómico, en los niveles municipal, regional e indígena, pero también departamental, quedó entonces en manos del Gobierno y, tras el fallido pulso de legitimidades, sometido a la vigencia superior de la Constitución.

Esta operación, de «derrotar» a la derecha por la incorporación de sus reivindicaciones y el paso de sus banderas al interior del enorme bloque oficialista, se ha repetido en otras ocasiones y obedece a la concepción quizás un tanto reduccionista de la política, hoy imperante en el país, y propia de los proyectos nacional-populares. Según ellos, el proyecto nacional crece incorporando a todos los sectores -con sus intereses e imaginarios particulares- para enfrentarlos a la oligarquía y el imperialismo. El enemigo adquiere rasgos míticos y siempre expulsados de la cotidianidad, como una «antinación» a la que oponer la gran familia nacional.

¿Y cuáles son, en Bolivia, las consecuencias de esta concepción?

En Bolivia, la consecuencia de esa visión ha sido la integración de grupos y proyectos dispares al interior del oficialismo, sin un cuestionamiento de la relativa incompatibilidad de diferentes propuestas. Esta dinámica ha provocado que el MAS anuncie su derrota sobre la derecha tras aceptar en las negociaciones para destrabar el referéndum constitucional la irretroactividad de las disposiciones sobre la propiedad de la tierra, que salva el gran latifundio oriental de la reforma agraria. También que durante la campaña electoral conocidos miembros del grupo fascista Unión Juvenil Cruceñista anunciasen su adhesión al MAS, o que las listas para estas últimas elecciones hayan estado a menudo encabezadas por individuos de renombre en su circunscripción pero dudoso o nulo perfil de izquierdas.

No obstante, el fuerte arraigo sindical y de base que vertebra al MAS, explica que se den frecuentes tensiones en las que a menudo las bases son capaces de vetar candidatos o cargos no considerados como «compañer@s».

El MAS se ha ido convirtiendo paulatinamente en partido de Estado, conforme la pugna con los centros de poder regional opositor se resolvía a su favor. Eso le convierte en un mecanismo de acceso a los cargos públicos o beneficios institucionales, y, con unos grupos de poder sin expresión política sólida, facilita el tránsito al oficialismo sin más transformación previa que la declaración de adhesión al «proceso de cambio» y al Presidente Morales. Por eso existe el riesgo de creer que se ha producido un completo desplazamiento del escenario políticos en los grupos anteriormente dirigentes, cuando muchos de ellos se encuentran en proceso de reciclaje hacia el nuevo partido de Estado.

Así, como se ve, la conquista por parte del MAS de sectores sociales y regiones que jamás le han sido afectos es por una parte el resultado de una buena labor de gobierno y una excelente política comunicativa de los logros oficiales. Pero se ha conseguido también al precio de abrir las puertas del partido de gobierno a sectores impensables hace tan sólo tres años, y de difuminar el perfil ideológico hasta la exageración, en la confianza de que las clases populares no modificarán su apoyo, como efectivamente ha sucedido.

Insisto sobre este último punto. Usted ha descrito así la propuesta de construcción nacional del MAS, una construcción, añade usted, única y abierta a todos los bolivianos: un país soberano, industrializado y productivo gracias al papel del estado como conductor económico y relocalizador del excedente, plurinacional y con inclusión indígena, descentralizado y con autonomías. Pero no se ve la perspectiva socialista en esta descripción. ¿A qué aspira entonces el MAS? ¿A ser o decir ser en principio un movimiento al socialismo y a generar, de hecho, un país capitalista menos desigual y más integrador?

Siendo un poco provocador, diría que la perspectiva socialista no se ve porque no está. No ha estado desde luego en toda la campaña electoral, pero es francamente difícil de encontrar también en el discurso de los sindicatos campesinos indígenas y de las organizaciones populares urbanas, principales sustentos de Gobierno. Tampoco se escucha en las marchas. Esto no significa necesariamente que el socialismo sea un elemento ornamental, pero sí que hay muy poca gente dentro del oficialismo -abarcando el Gobierno, el MAS y las organizaciones sociales- que lo tenga como horizonte hacia el que las políticas públicas deban avanzar.

El proyecto de país del MAS, el que Evo se comprometió a «acelerar» durante su intervención en el balcón del Palacio Quemado en la noche de las elecciones, es un programa de modernización industrial, extensión de la ciudadanía y reparto de la riqueza. El Estado boliviano está entonces llamado a ser el instrumento de democratización social que nivele las grandes fracturas históricas provocadas por cinco siglos de colonialismo.

Sea por una concepción etapista de la transformación social, por un retraso subjetivo en la formación política de los militantes populares, o porque el «socialismo» no es visto por las multitudes indígenas como un horizonte emancipador, la «Revolución Democrática y Cultural» no parece mirarse en el espejo del socialismo del siglo XXI, sino sostener un proyecto de nacionalismo popular, inclusión indígena en el estado y soberanía económica a través de un proceso de retención del excedente y diversificación económica.

Hablaba usted en su artículo de los dos retos que el MAS tendrá que afrontar en el futuro inmediato. El primero: en la medida en que el MAS se torne «partido de Estado», hablaba usted de ello hace un momento, se convertirá en mecanismo de ascenso social, subsumiendo la mayor parte de las contradicciones nacionales en su seno. ¿Qué batallas políticas prevé usted que se van a librar al interior del MAS y en las instituciones que dirige?.

La principal batalla se libra ya entre quienes conciben al MAS como una herramienta de transformación social en beneficio de las clases populares y quienes lo conciben una herramienta en beneficio propio. De la misma forma, esta pugna se repite al interior de la administración pública, donde a menudo la escasa preparación de los cuadros políticos sindicales abre espacios profesionales a técnicos de motivación oportunista que arrastran las herencias del estado republicano.

Por supuesto esta no es una confrontación abierta ni explícita, sino la tensión propia de toda fuerza política que se pretende rupturista y se encuentra desarrollando labores de gobierno, especialmente en un Estado con débiles controles institucionales contra la corrupción.

También existen diferencias ideológicas al interior del MAS, que en la legislatura que ahora comienza previsiblemente se agudizarán. Con la oposición plenamente debilitada, el MAS no tiene obstáculos ni excusas, ni en el legislativo ni en la movilización en la calle, para desarrollar su proyecto político. Pero eso le exigirá elegir. Elegir entre un modelo de crecimiento económico basado en la extracción de recursos naturales y la hasta ahora retórica «pachamamista» y de conservación de la tierra; entre el modelo de concertación social o el del enfrentamiento con la oligarquía para la recuperación de la riqueza colectiva; o entre el desarrollo de la autonomía departamental y el despliegue de la autonomía indígena con todas las potencialidades que le otorga la constitución.

El segundo reto remite en su opinión al próximo abril e 2010, cuando tendrán lugar las próximas elecciones municipales y a gobernadores departamentales. Las instituciones del nivel autonómico departamental, en particular, podrían convertirse, señala usted, en fortines de resistencia al MAS, posibilitando unos buenos resultados electorales que pueden permitir a la derecha resucitar el discurso de las «dos legitimidades». Pero usted mismo ha apuntado ya lo intentaron. ¿Cree usted que van a repetir una estrategia fracasada? ¿Tan desesperados y faltos de ideas están?

Creo que el MAS ha comprendido en la práctica que la repolitización de las identidades regionales no sólo es una medida decidida por una derecha que «desde arriba» opera sobre un espacio plano: obedece a identificaciones con lugares concretos y las prácticas que los constituyen. Por poner un ejemplo, es sólo parte de la verdad decir que la derecha se replegó hacia Santa Cruz, la otra parte es que lo hizo porque allí encontró condiciones determinadas que lo posibilitaban, y sobre una narrativa regional(ista) previamente existente. Eso no se cambia de inmediato como resultado de decisiones políticas. Lo que sí puede hacer la derecha es convertir esas regiones y sus relaciones sociales características en modelos de referencia para el país, pero eso es lo que ha estado intentando estos años, con escaso éxito a nivel nacional.

Pero es que además no hay muchas más opciones disponibles. La derecha tendrá que pasar por una larga travesía en el desierto para reinventarse con capacidad de articulación de un gran bloque opositor. Pero este es un proceso largo, y mientras dure sus cuadros políticos necesitan vivir de algo, y sus bases, muy poco ideologizadas, no pueden mantener su fidelidad sin espacios de contrahegemonía. Por eso veremos todavía muchos recursos a las fórmulas globalmente agotadas, pero con todavía mucha capacidad de rendir réditos en el corto plazo en ciertos lugares del país.

Además, las elecciones de abril son la última prueba del Movimiento Al Socialismo. Sólo una victoria de la derecha en los departamentos y municipios orientales edificaría un cierto contrapeso al poder gubernamental. Así que para los grupos conservadores no hay demasiada elección: más allá de que algunos sean conscientes de la necesidad de refundarse -y este es un debate presente en su seno- sólo desde las regiones pueden resistir la abrumadora hegemonía del oficialismo. La regionalización es a la vez la única salida y un gran peligro para la oposición boliviana. La cuestión territorial y espacial sigue siendo, por tanto, una clave insoslayable del proceso político boliviano.

Acabo con un tema que aparece y reaparece en los media. El binomio Evo Morales-García Linera, en su opinión, ¿es un binomio armónico, conjuntado, que marcha al unísono, o representa más bien proyectos políticos no coincidentes?

En mi opinión esta es una preocupación artificialmente hinchada por los medios de comunicación, y por una cierta atención superficial a la política boliviana. También determinados sectores de la izquierda se empeñan en ver en Evo cualidades revolucionarias que no tendría García Linera. En realidad, más allá de lo armónica o no que sea su relación, cosa que desconozco, políticamente hay más reparto de tareas que diferencias políticas.

Al Vicepresidente García Linera le ha venido tocando ser el representante del Gobierno en todas las grandes negociaciones con la oposición, y en ese papel es el responsable de ciertas concesiones a los antiguos grupos dominantes que pueden haber sido excesivas. La cuestión de la tierra o la amplia autonomía departamental, por ejemplo, fueron reclamaciones que los grupos conservadores vieron reconocidas por el gobierno precisamente cuando políticamente y en términos de movilización en la calle habían sufrido evidentes derrotas, como en septiembre de 2008 tras su intento fallido de golpe apoyado en las regiones orientales. Es discutible si estas cesiones fueron producto del «sentido de estado» o de una obsesión del MAS por la concertación, que le lleva a menudo a negociar muy por debajo de lo que la correlación de fuerzas le permitiría. En cualquier caso, no se habrían producido de haber contado con la desaprobación del Presidente.

Si García Linera suele ser identificado como el «reformista» dentro del binomio presidencial, se debe más, en mi opinión, a que es de los pocos dirigentes políticos con un proyecto de Estado definido en la cabeza que por una deformación profesional se empeña en explicar con iguales dosis de esquematismo y pedagogía: modernización industrial apoyada en los recursos naturales y conducida por un Estado que vele por la cohesión social, y construcción de una institucionalidad plurinacional e incluyente de las mayorías sociales.

La expresión de «capitalismo andino-amazónico» que tanto chirría entre quienes desde la izquierda miran esperanzados hacia Bolivia, resulta sin embargo más refrendada por las políticas del nuevo Estado boliviano que las referencias ocasionales al socialismo o a un cierto indianismo comunitarista como horizontes de futuro a largo plazo. Alternativamente, para la derecha, a menudo el Presidente Morales ha sido considerado alguien honesto en el fondo, pero mal asesorado por un pérfido marxista ex guerrillero. No es difícil adivinar el prejuicio racista detrás de esta infantilización del indio y atribución de la culpa al blanco intelectual.

¿Quiere añadir algo más?

Creo que América Latina es en estos momentos una región privilegiada en términos de experiencias políticas emancipadoras, pero también de desafíos hacia el futuro.

Es en este sur donde se adelantan propuestas teóricas y prácticas para una salida a la crisis sistémica que tenga por horizonte la cooperación, la democracia y el común.

Sin embargo esas propuestas son aún precarias, limitadas, contradictorias, insuficientes.

Una de las lecciones que el fracaso del llamado socialismo real nos ha dejado es que suspender la crítica sobre los procesos políticos a los que se quiere apoyar es un error.

En América Latina en general y en Bolivia en particular, los caminos no están pisados y el mapa está en discusión, justamente porque son las promesas incumplidas de la modernidad las que buscan solución. Ese es un trabajo largo pero impostergable.

En esas condiciones, me parece que el análisis honesto y crítico es una mejor contribución militante que la sobreactuación ideológica, aunque a menudo suene peor.

Notas:

[1] Véase http://www.rebelion.org/noticia.php?id=96880

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.