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El reto del proceso de cambio: la batalla cultural

Fuentes: Rebelión

El momento histórico que atravesamos no los exige, y por esta razón los dos primeros ciudadanos del país han afirmado lo siguiente: «Si queremos realmente construir la patria grande, tenemos la obligación de abandonar el egoísmo, el individualismo, el sectarismo, el regionalismo», Presidente Evo Morales, Cumbre Internacional de Movimientos Sociales del 2016. «Esta es una […]

El momento histórico que atravesamos no los exige, y por esta razón los dos primeros ciudadanos del país han afirmado lo siguiente: «Si queremos realmente construir la patria grande, tenemos la obligación de abandonar el egoísmo, el individualismo, el sectarismo, el regionalismo», Presidente Evo Morales, Cumbre Internacional de Movimientos Sociales del 2016. «Esta es una batalla perpetua, la lucha por las ideas, la lucha por el sentido común, que es el punto decisivo de la lucha política. Quien administra el sentido común monopoliza la política.», Vicepresidente, Álvaro García, al recibir el Premio Rodolfo Walsh el 2016.

Como vemos, las creencias o las ideas son fundamentales para cambiar un país, transformar una realidad, o monopolizar la política. Wittgenstein compara el sistema de creencias con rocas sólidas y con arena. La arena corresponde a las creencias menos firmes que van cambiando y están en movimiento (el futbol boliviano es imbatible en la altura). Y las rocas son las creencias más sólidas que puede que con el paso del tiempo y el fluir de la vida vayan también modificándose poco a poco (el modelo de familia ya no lo conforman padre, madre e hijos). Entonces, si el viento es tranquilo puede producirse la sedimentación de las creencias y se llegan fuertes temblores, momentos de crisis, es probable que las rocas más sólidas acaben por resquebrajarse.

Por lo tanto, es en el terreno de la cultura política del sistema capitalista en el que dar la batalla cultural , esto, para ir dando los primeros pasos e ir cambiando el sentido común; o sea, cambiar la cultura política, las prácticas sociales, las relaciones humanas. ¿Pero por qué dar esta batalla cultural? ¿Por qué crear otra clase de experiencias, otros valores que tengan efectos morales, educativos, políticos y sociales? Pues, porque creo que hasta este presente el imaginario capitalista está triunfado y voy a explicar el por qué.

Hablar del imaginario es pensar en cómo imaginamos el futuro de nuestro país, cuáles son las condiciones para nuestras acciones y cuáles los valores por los que vale la pena luchar, o dado el caso, hacer un sacrificio. Pero en el presente predominan como certezas prácticas los valores culturales del capitalismo. Un valor del imaginario capitalista es creer que la solución para todos los males sociales es un aumento de la producción en términos del PIB; se piensa que no hay otras formas de mejorar el destino de la humanidad. Hoy sabemos que es imposible lograr un au­mento infinito de la producción, la Madre Tierra -que es el hogar de toda la humanidad- no lo resistiría. Urge que lo que se produce tenga una distribución más justa, que los que menos tengan, tengan algo más digno y para esto es fundamental poner en práctica valores y experiencias como la solidaridad, la reciprocidad, el apoyo mutuo. Otro valor del imaginario capitalista es pensar que la felicidad humana consiste en ir de compras, que sólo se puede acceder a la felicidad a través de las tiendas comerciales, es decir del mayor consumo; actualmente el consumo ya alcanza un nivel de 150% (es decir, 50% de más de lo que la humanidad necesita). Quizás olvidamos que la felicidad puede expresarse de otras formas: el gozo de hacer bien las cosas, el placer de tener amigos, tener una pareja para andar a lo largo de la vida. También está el valor del imaginario capitalista llamado meritocracia. Los poderosos afirman que la gente es y siempre será distinta, que la desigualdad en sí misma no es mala, que es un medio para aumentar la prosperidad y que la gente se hace rica mediante la honestidad y el trabajo, afirman que si uno se esfuerza y trabaja mucho, encontrará espacio suficiente para estar arriba y que si somos pobres y nos tropezamos con impedimentos, éstos no son una sentencia impuesta por el destino, no es un problema estructural, sino que por apáticos y flojos tenemos lo que nos merecemos.

Estos valores del imaginario capitalista (entre otros): crecimiento sin sentido de la producción, consumo para gozar de la felicidad, meritocracia para ascender en la sociedad, no pueden seguir siendo los valores de una sociedad del futuro. ¿Pero tenemos o no otros valores o creencias que nos ayuden a cambiar este sentido común capitalista y por lo cuales vale la pena luchar hasta el sacrificio? O, por el contrario, seguir tolerando que los valores capitalistas sigan vigentes.

Lo que tenemos son nuestras prácticas sociales y las creencias que las sustentan, es el sentido común que nos ayuda a movernos por el mundo, son creencias e ideas en las que nos hemos socializado a través de la adquisición de un lenguaje, el lenguaje de nuestra comunidad, que no la hemos elegido. Con este lenguaje último creamos nuestros criterios para justificar nuestras opciones y nuestras acciones, adquirimos nuestras particulares nociones de «vida buena», desde ahí calificamos cualquier otra realidad, juzgamos el bien o el mal, no necesitamos reflexionarlo, son nuestras coordenadas para movernos en el mundo. Pero principalmente ese vocabulario último es un «punto de vista etnocéntrico», que nos da seguridad o, quizás, lo que nos posibilita la ilusión necesaria de pensar que existe un orden o un sentido que necesitamos en nuestras vidas, pues ¿desde dónde si no vamos a mirar al mundo? ¿Desde dónde partir para comenzar a conversar?

Pero, ¿qué ocurre si creemos que ese vocabulario es suficiente para juzgar a otros que socializados en otras comunidades tienen otro vocabulario o lenguaje último? Que este lenguaje último nos puede dar la engañosa, pero gratificante, seguridad de que la realidad «es así». Sin embargo, la vida enseña que el lenguaje es contingente, que nace, se desarrolla, varía y cae en desuso; que no puedo reflexionar sobre mi vocabulario desde mi vocabulario o, dicho de otro modo, no puedo dudar de mi sentido común, de mis creencias e ideas, si no hay otra forma de sentido común (otra realidad) diferente que me permita confrontarlo o contrastarlo. Y lo más importante, es estar conscientes que nuestras dudas no podrán ser resueltas desde nuestro léxico último y, por ello, buscaremos desesperadamente otros léxicos (realidades) diferentes, y en este contacto se producirá la redescripción.

Como los valores culturales capitalistas no son universales ni transculturales, las nuevas creencias e ideas deben justificarse ante una comunidad concreta y responder a unas necesidades y prácticas sociales históricas, entonces la pregunta pertinente y justa es ¿cuáles son las creencias e ideas de nuestra comunidad, de nuestra Revolución Democrática y Cultural? Es otro lenguaje con el que confrontarnos para reflexionar críticamente sobre nuestro sentido común, y que encarna otras creencias o prácticas culturales, puede ser el de una generación pasada (la de la clase minera hasta el 1986) o el lenguaje de nuestros abuelos (el de los indios aymaras y quechuas de nuestro presente con su voto duro); pero lo fundamental de ese otro vocabulario es que nos produzca insatisfacción entre el lenguaje que usamos en el presente y nuestras prácticas y que nos permita redescribirnos: construirnos de otra forma, individual y colectivamente, porque una nación puede constituir otra comunidad, otro proyecto de convivencia propio, local, cuando la gente traduce las creencias y los valores compartidos en prácticas concretas y cotidianas.

Jhonny Peralta Espinoz. Expreso político FAL Zárate Willka, 15 años en Chonchocoro.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.