Este año se cumplen diez de la publicación del libro El secuestro de la mente. Supe de él por un alumno que me recomendó su lectura hace años, porque relacionó su contenido -muy atinadamente, por cierto- con una de las cuestiones centrales que conforman la espina dorsal de la reflexión filosófica a lo largo de […]
Este año se cumplen diez de la publicación del libro El secuestro de la mente. Supe de él por un alumno que me recomendó su lectura hace años, porque relacionó su contenido -muy atinadamente, por cierto- con una de las cuestiones centrales que conforman la espina dorsal de la reflexión filosófica a lo largo de la historia; a saber: ¿es real todo lo que creemos? Pregunta en la que se imbrican ontología y epistemología inextricablemente, presente ya en la alegoría clásica de la caverna platónica y que en la actualidad sigue tan vigente como siempre.
El autor del susodicho libro es un psiquiatra, el doctor Fernando García de Haro. Al contrario de lo que pudiera pensarse por su profesión, a cuya práctica se dedicó durante la friolera de más de treinta y cinco años, el enfoque que desarrolla de la antes enunciada pregunta no es puramente médico, sino ampliamente filosófico, eso sí, partiendo de los conocimientos disponibles sobre el cerebro y la psicopatología, especialmente del trastorno mental que se conoce como delirio (diríase que en esto sigue a Mario Bunge, para quien -de acuerdo con lo que yo mismo le oí en una conferencia- lo que procede es «primum cognoscere, deinde philosophari»). El delirio es la capacidad de creer enferma, y la creencia, en según qué circunstancias y modos, puede acabar en delirio. En forma de eslogan el doctor García de Haro lo plasma diciendo que «si el delirio es una creencia de origen patológico, la creencia es un delirio de origen cultural». Tal delirio de origen cultural puede desembocar peligrosamente en fanatismo, el cual presenta rasgos que se asemejan a los síntomas característicos de la paranoia (léase el epígrafe titulado «sectas, paranoia, fanatismo y violencia»).
Todo el libro es interesante y está inspirado por un espíritu proveniente tanto del amor al saber que dio vida a la filosofía en sus inicios, como de los principios que engendraron el pensamiento ilustrado. A ambos alude cuando presenta su receta contra «las creencias y sus males», y que se compone de dos ingredientes esenciales: racionalidad y humanismo. Entonces puntualiza: «Esta es una vieja receta que se remonta a los llamados «filósofos griegos» y que se continúa en el Renacimiento, la Ilustración y en la actualidad en formas muy diversas. Parece evidente que sólo el pensamiento racional puede liberar al ser humano del laberinto de las creencias en el que se pierde desde el principio de su existencia sobre la Tierra».
¿Esa liberación tiene asegurado su progreso? Nuestro psiquiatra parece contestar afirmativamente a esta pregunta, y halla un poderoso argumento a favor de su respuesta en el papel que otorga a las nuevas tecnologías en relación con el combate entre racionalidad y creencias. He aquí su tesis: «Las tecnologías de la comunicación, tanto de la información como Internet, la televisión por satélite o los medios de desplazamiento, hacen que las culturas cerradas sean imposibles. Este mundo permeable instala al hombre en una realidad nueva, no fijada por una manera concreta y establecida mediante una creencia de origen divino. El hombre moderno no puede continuar en mundos cerrados y diferentes entre sí por mucho que se empeñen los custodios de las creencias. Este movimiento es imparable».
Por mi parte, tengo razones para no compartir la postura optimista del doctor García de Haro. La primera de ellas es de naturaleza empírica y tiene que ver con el fenómeno del terrosimo yihadista, de rápido y preocupante crecimiento, y que tiene su base en la expansión y asimilación de creencias que pueden desembocar en el fanatismo violento. En el clarificador libro de hace apenas un año titulado Objetivo: califato universal. Claves para comprender el yihadismo, sus autores (Eduardo Martín de Pozuelo, Jordi Bordas y Eduard Yitzhak) se dedican a un preciso y riguroso análisis del fenómeno referido. En el capítulo 7 titulado «la captación: de la mezquita a internet» encontramos la disección de los modos y los medios de los que se sirven los yihadistas para atraer a los jóvenes y convertirlos en adeptos a su causa. En una de sus páginas leemos: «El elemento tecnológico fundamental que marca un antes y un después en el proselitismo radical gira en torno a internet, las redes sociales y las grandes redes mediáticas que las organizaciones terroristas yihadistas del siglo XXI tienen a su disposición».
Esas organizaciones cuentan con agencias de información que se sirven muy eficientemente del mundo virtual con dos intenciones básicas: una es publicitaria y de propaganda; la otra es la captación, reclutamiento y adoctrinamiento de simpatizantes de todo el mundo. Mediante la red también informan y entrenan militarmente a quienes convierten en armas vivientes al servicio de sus siniestros propósitos.
Los autores del libro describen, a través de casos reales, cómo jóvenes europeos -por lo demás aparentemente «normales»- que muestran indicios de predisposición a la radicalización son contactados y sometidos a un auténtico aislamiento cultural y lavado de cerebro sectario que en muchos casos no serían factibles -y, desde luego, no serían tan efectivos- sin la herramienta de internet. Ésta es imprescindible en el terrorismo global del siglo XXI para inocular y activar en la psique el germen del fanatismo, que requiere la comunicación de las creencias radicales. Se trata de radicalizaciones urgentes, porque se llevan a cabo en lapsos de tiempo que se cuentan más bien por semanas que por meses.
Hay un momento decisivo en el proceso de captación. Tras haber conseguido atraer la atención del potencial recluta en las redes sociales mediante mensajes generales, y una vez discriminados los más susceptibles, los captadores los conducen a espacios virtuales más privados. Chats, grupos de whatsapp y otros recursos nuevos diseñados por los propios especialistas de la organización terrorista, que son objeto de menos vigilancia por parte de los grupos especializados de la policía, constituyen el espacio en el que se somete, sobre todo a los jóvenes, a mensajes de gran poder seductor que, a la postre, consiguen el secuestro de sus mentes, es decir, su desconexión de todo lo que hasta ese momento conformaba su mundo. Por último, llegará el contacto personal.
Como se ve, internet no es aquí la tecnología del librepensamiento, sino, muy al contrario, el medio de cultivar y extender el fanatismo, mal que le pese al doctor García de Haro. Se trata de toda una paradoja que el politólogo Benjamin Barber reconoce de la siguiente forma: «Estamos ante la grotesca situación de que gente pone «me gusta» en sitios de la web donde se ven decapitaciones. ¡Estamos ante el movimiento simultáneamente más moderno y más reaccionario de la historia! Están intentando destruir Occidente en parte debido a su modernidad y su tecnología pero al mismo tiempo son creaciones de la tecnología moderna, y dependen de ella íntimamente para generar miedo y odio».
No, las nuevas tecnologías por sí mismas no nos salvarán del delirio latente en las creencias irracionales. Es más, según lo dicho hasta ahora, hay que estar alerta ante su alto poder de sugestión. El universo de las pantallas puede crear auténticos mundos solipsistas que, sin darnos cuenta, nos aíslen de la realidad, ese lugar en el que nos hallamos con lo otro, y en el que hemos de convivir, lo que se hace imposible si nos enclaustramos en nuestros mundos privados.
El diálogo es imprescindible para el encuentro en el espacio objetivo de la realidad. Las redes sociales parecen, en principio, potentes recursos tecnológicos que incrementan esa capacidad nuestra de diálogo, pero hay quien detecta una deriva contraproducente en las innovaciones relativas al procesamiento de los big data incorporadas en los últimos años. En este sentido va la advertencia del activista de internet Eli Pariser, que se plasma en su teoría de la burbuja de filtros. De acuerdo con ella, existe una tendencia en la red de progresiva personalización de contenidos en los medios digitales, lo que conlleva la creación de una realidad distinta para cada internauta. Los algoritmos de Google o Facebook muestran resultados distintos para cada usuario, en relación a su historial de búsquedas y su comportamiento en la Red. Es por esto que la información que se nos ofrece a través de estos medios es sesgada: la mecánica de los motores de búsqueda hace que sólo seamos receptores de la información que se presupone de nuestro interés. Esos algoritmos acabarán decidiendo por nosotros qué es la realidad siempre en una senda de continua confirmación de nuestras creencias, reduciendo así el margen para la falsación de las mismas (para más detalle véase el vídeo en https://www.youtube.com/watch?v=S0m_nM8Dgng).
En consecuencia, no creo que las nuevas tecnologías por sí mismas tengan el poder de acabar con el efecto alienante de las creencias; pueden, incluso, potenciarlo. Es el sujeto desde la razón el que tiene que someter a esas sus creencias a juicio poniéndolas constantemente a prueba. Internet y los diversos medios digitales ayudan como herramientas que expanden nuestras capacidades cognitivas y su conexión a la realidad en toda su amplitud y diversidad de detalle, quebrantando cuando corresponda, sobre todo, nuestras más queridas expectativas sobre ella.
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