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Entrevista a la escritora Salomé Guadalupe Ingelmo, autora de “Pasolini: pasión y muerte” (Dyskolo, 2020)

“El tiempo pondrá en su lugar a quienes persiguieron a Pasolini y revalorizará su obra”

Fuentes: Rebelión

Salomé Guadalupe Ingelmo es una escritora de oficio, doctorada en filosofía y letras, que ha desarrollado en los últimos años una prolífica carrera que desde la narrativa, el ensayo, la crítica literaria y cinematográfica, además de como traductora y docente, nos acerca su forma de ver el mundo. Por si eso no fuera suficiente, colabora además con múltiples publicaciones culturales y desde 2003 es coordinadora del Concurso Literario Internacional “Ángel Ganivet”, entre otras ocupaciones.

Quizá por ello en su último libro “Pasolini: pasión y muerte. Crónica de una muerte anunciada”, publicado recientemente por Ediciones Dyskolo, es capaz de desgranar y abordar de manera decidida no solo los aspectos más oscuros del asesinato sino, fundamentalmente, de la vida de uno de los intelectuales más íntegros y completos del siglo XX.

Permíteme comenzar la entrevista con una cita que cierra tu libro, «dada la alarmante actualidad de sus temores y advertencias, volver a Pasolini y a su trágica desaparición se revela más pertinente que nunca. Porque, definitivamente, seguimos estando todos en peligro”. En tu opinión ¿qué conecta la Italia de 1975 con nuestro momento actual? ¿Cuál es el peligro que denunciaba Pasolini y que continúa amenazándonos?

La Italia del momento era terriblemente turbulenta y convulsa. La brutal violencia se manifestaba, diariamente, en las propias calles. De eso se trataba, de hecho, de generar en la sociedad inestabilidad y terror, inseguridad y psicosis: la denominada estrategia de la tensión. Sin embargo, la porquería que se escondía bajo la superficie —corrupción, uso de los aparatos del Estado en beneficio de un determinado partido, empleo del terrorismo como arma política, manipulación de los medios, pacto entre Gobierno y mafia…—, la que aún no hemos podido desenmarañar del todo y quizá no lo logremos nunca, se adivina aún peor si cabe. Se trataba de presentar, incluso a costa de la intriga y la falsedad, de minar todos los principios de una verdadera democracia y de un Estado de derecho, al oponente político como una peste, un animal sanguinario.

Ahora, en España, la tensión es patente; pero lo latente, lo subrepticio e insidioso, me preocupa todavía más. Me alarma y asquea ver cómo ciertos políticos recurren constantemente a la violencia verbal y mienten —como se mentía entonces en Italia— sin pudor alguno; cómo cada día se vuelven incluso más atrevidos en sus declaraciones; cómo son capaces de acusaciones sin fundamento no solo torpes y repulsivas, sino de extrema gravedad, que, sin embargo, e inconcebiblemente, no generan consecuencia alguna, ni legal ni política. Como si en este país determinadas personas se pudiesen permitir manifestaciones públicas aberrantes con impunidad absoluta. Se está convirtiendo en un pernicioso hábito, un vicio degradante para todos. Casi como si se compitiese por ver quién es capaz de decir la bestialidad más gruesa. No me refiero ya a la ignorancia, que es mucha en el ámbito político español —porque, a todas luces, salvo raras excepciones, nuestros políticos no gozan de gran formación—; me refiero a la mala intención manifiesta, a la vileza, al calumniar y engañar totalmente a sabiendas y con fines torticeros.

Las reacciones que la violencia de un tipo u otro genera en los seres humanos se repiten, en ocasiones, a lo largo de la historia. En el fondo, la especie no ha cambiado tanto. No es raro que, en momentos de crisis, de crisis económica y de valores, los miembros más débiles de la comunidad, como pueden ser los jóvenes, busquen consuelo en ideologías radicales y violentas que creen la fórmula para expresan su desencanto y desacuerdo, para desahogar su rabia. Cuando alguien se siente frustrado y maltratado, en cierta medida traicionado y estafado, es capaz de las reacciones más irracionales y virulentas. Especialmente si no ha recibido una formación sólida, una educación no solo académica, sino especialmente sentimental: si nadie le ha enseñado a construirse por dentro y a desarrollar su inteligencia emocional. Por eso resurgen determinados movimientos de corte reaccionario, racista, intolerante, xenófobo, homófobo, machista y un largo etcétera de lindezas precisamente ahora.

Repasando la obra de Pasolini, siempre me conmueve la enorme y sincera ternura que mostraba en su poesía y artículos hacia los fascistas más jóvenes, hacia los muchachos abandonados por la sociedad en manos de movimientos de extrema derecha; aquellos que él, con su proverbial vocación pedagógica, parecía empeñado en rescatar y reinsertar en la comunidad, que sin embargo los daba por perdidos sin hacer grandes esfuerzos. Porque Pasolini era consciente de que aquellos que se convertían en verdugos eran, a su vez, víctimas. Y que el círculo infernal jamás se rompería si alguien no tomaba las riendas del compromiso; si alguien no ofrecía, el primero, tolerancia, comprensión y diálogo. Si alguien no abría las mentes, especialmente las jóvenes, a otras formas posibles y más satisfactorias de concebir el mundo.

Respecto al peligro del que advertía Pasolini… El humanismo queda demasiado lejos. Ya en sus tiempos pertenecía al pasado remoto, y eso es algo que él no lograba digerir. A nadie le interesa ahora el objetivo ideal de un individuo moldeado según una concepción integradora de los valores humanos. Nos hemos lanzado, con fervor, en brazos de un falso ídolo, de un presunto dios llamado progreso. Un progreso que en realidad no es tal.

Pasolini denunciaba esa pérdida de valores entre la población italiana, a cuya corrupción asistía con horror, hace más de cincuenta años. Y por ello se lo acusaba de provinciano y retrógrado. Pero si leemos bien, especialmente su poesía, lo que encontramos no es nostalgia del pasado por el pasado, no es una nostalgia irracional y absolutamente visceral. Sencillamente, él se había dado cuenta tempranamente de que nos están robando nuestro acervo cultural, que es también nuestro acervo sentimental colectivo, empobreciéndonos e insensibilizándonos. Están vaciando nuestro paisaje interior, convirtiéndonos en un páramo yermo. En definitiva, se ha homologado y cosificado al ser humano insistentemente, arrebatándole su riqueza original —que disminuye con el consumismo—.

Hablas del consumo como una pérdida de valores que afecta a lo más profundo del ser humano.

Hemos renunciado voluntariamente a nuestros orígenes, a nuestro pasado y tradiciones, a todo lo bueno que podíamos hallar al mirar atrás. Alguien nos convenció de que eso era rancio, y en nuestra sociedad cada día cuenta más estar a la moda, seguir las tendencias generalizadas: hacer lo que un misterioso alguien, tempestivamente, ha decidido que toca. Tan habituados nos tienen a esta forma de razonar, o mejor de no razonar, que no es de extrañar la proliferación de retos estúpidos y a veces mortales difundidos a través de las redes sociales.

Nos hemos vaciado tanto por dentro que, como ya no estamos seguros de ser, tenemos una desmedida necesidad de aparentar que somos. Por eso ya únicamente nos concebimos como una marca. Somos lo que nuestras redes sociales muestran. Ninguna experiencia es real si no la documentamos mediante fotos y, sobre todo, si estas fotos no son mostradas ante un público y compartidas. Carecemos de currículum si no aparecemos en Wikipedia, experimentamos tal necesidad de reconocimiento por parte de los demás que, en el fondo, aunque ridículo, resulta al tiempo enternecedor. No obstante, no sabemos canalizar ese sentimiento ni como individuos ni como especie, y eso nos está malogrando y destruyendo,

A fuerza de consumir, nos hemos convertido nosotros mismos en objetos de consumo. Y, entre tanto, paradójicamente, en nuestro intento por dejar huella, nos hemos ido consumiendo de la forma más estéril. La verdadera huella se deja haciendo escuela —una escuela que se crea no solo desde las aulas, sino especialmente en la vida cotidiana, en nuestro trato habitual con los demás—, no colgando fotos y pulsando “me gusta” en un ordenador.

Hemos rechazado nuestros referentes, pero tampoco hemos sabido construir nuevos referentes sólidos. No se trata de vivir anclados en el pasado, sino de no emprender una loca carrera hacia un adelante que en realidad no ofrece futuro, llenos de falso triunfalismo, quemando las naves simplemente para no pensar, para no tener que reconocer nuestros temores o frustraciones.

Estamos en el siglo XXI, con la tecnología más avanzada que se haya conocido hasta el momento —que podría ponerse al servicio del hombre y la cultura—, nuestros conocimientos científicos superan con creces los del pasado, y, sin embargo, yo nos veo más ignorantes que nunca. Las personas están cada día menos habituadas a pensar. Y eso es así porque el sistema no nos educa para pensar, sino para aceptar dogmas casi de fe sin cuestionarnos su autoridad y para acatar órdenes, para obedecer. Habrá que preguntarse por qué.

Naturalmente, los intereses que hay detrás han existido siempre, en cada momento de la historia. No obstante, no creo que, en nuestro conjunto, como sociedad, hayamos sido nunca tan dóciles, tan inconscientes de nuestra condición o tan resignados. Está claro que alguien ha hecho muy bien su trabajo. Necesitamos, más que nunca, referentes como Espartaco o Pasolini. Pero yo, lamentablemente, no los veo. Si alguno hay, obviamente, a los medios de comunicación de masas, siempre al servicio del discurso oficial —a veces mediante una adulación nauseabunda y a veces, para convencer a los que todavía se muestran un poquitín más críticos, mediante la psicología inversa—, no les interesará darlos a conocer.

Sin ánimo de pintar un paisaje apocalíptico, muchos de los peligros contra los que prevenía Pasolini siguen muy activos y, de hecho, han cobrado aún mayor fuerza que en sus tiempos.

Cómo se explica esa visión profética de un intelectual único que hizo televisión, cine, radio, tradujo, editó, escribió novela, teatro, poesía, ensayo y reportaje, realmente un bagaje inabarcable.

Creo que pudo ver e intuir lo que otros aún no advertían —lo que algunos preferían ignorar por miedo— gracias a su sensibilidad, su enorme conocimiento del ser humano y su tremenda empatía hacia este. Y creo que ese profundo conocimiento de su prójimo, que se refleja tan magistralmente en sus películas, tiene su origen, amén de su contacto con los estratos más desfavorecidos de la sociedad —surgido de su situación precaria cuando llega a Roma, pero voluntariamente cultivado con pasión hasta el final de sus días, cuando ya era muy famoso en todo el mundo y disponía de una vida más que desahogada—, precisamente en la circunstancia que mencionas. Su enorme y heterogénea producción artística es fruto de su personalidad compleja. Era un artista multidisciplinar porque era un individuo polifacético, muy completo, lleno de inquietudes de diverso tipo —entre las cuales también observar y analizar a sus semejantes y a sí mismo—. En realidad, todos los seres humanos lo somos si no nos privan de nuestra vida interior, de nuestra naturaleza más humana. Si alguien incentiva desde niños nuestra curiosidad e inteligencia, en lugar de hacer lo contrario.

El ámbito académico no debería servir solo, y Pasolini —maestro que nunca perdió su vocación pedagógica— lo sabía bien, para introducir conceptos en la cabeza de los alumnos; sino para dotarles de herramientas intelectuales y enseñarles a hacer uso de ellas. A pensar en todo momento, también y quizá especialmente en la vida cotidiana: ya esté uno afrontando un análisis sintáctico o haciendo la lista de la compra. Si alguien, la naturaleza o Dios, como cada uno prefiera, nos concedió un cerebro superior, no es derecho sino obligación el usar ese don del que otros seres carecen.

Por otro lado, un docente, con su proceder, ha de servir también como ejemplo vital, referente de coherencia y honestidad intelectual. Profesor y alumno no han de compartir necesariamente todos los puntos de vista, pero sus respectivas conductas sí han de consentir que se respeten el uno al otro y cada uno a sí mismo.

En tu libro hablas de la posible implicación en su asesinato desde la Democracia Cristiana hasta los servicios secretos o la mafia, lo que habría arrojado tantas sospechas sobre la inacción de la judicatura y la existencia de tantos cabos sueltos ¿te dejaste cosas sin escribir, nombres o declaraciones sin confirmar?

Voluntariamente no. Peco siempre de una franqueza que probablemente me aproxima más a los niños que a los adultos. Me considero totalmente transparente, y no me da miedo reconocerlo. No obstante, nuestra sociedad actual no está preparada para la sinceridad, no es un valor al alza. Quizá no lo haya sido en ningún momento de la historia. Quizá el ser humano, en general, tolera bastante mal la verdad cuando esta no refleja lo que desea escuchar.

Pasolini era muy consciente de la antipatía que generaba hacia él su tremenda honestidad. Podría, por tato, haberla evitado, sencillamente, haciendo y diciendo lo que se esperaba de él. Sin embargo, a pesar de que, como individuo sensible que era, sufría terriblemente el rechazo, no puso remedio. Por el contrario, persistió en las actitudes que generaban rencor hacia su persona. ¿Por qué? ¿Por testarudez? ¿Por soberbia? No, por integridad. No estaba dispuesto a mentir a los demás ni a mentirse a sí mismo.

Como te decía, pues, voluntariamente no he callado u omitido nada que considerase poco juicioso o prudente decir. No obstante, estoy plenamente convencida de que nunca llegaremos a conocer toda la verdad. Una parte del escándalo ha ido saliendo a la luz lentamente; algunas sospechas se han ido, tímidamente, verificando… Pero se ha necesitado mucho tiempo para poco avance, y hay demasiados intereses por medio. ¿Cómo reconocer que la podredumbre ha corroído la democracia tan largamente, dinamitando sus principios más irrenunciables? Una democracia de la que, por otro lado, la actual es directa heredera…

Como sabes bien, en el libro se cita, entre otros, el parecer del compositor Francesco Guccini, que se ha demostrado agudo analista de la condición humana y la sociedad italiana en tantas canciones convertidas en clásicos contemporáneos. Pues bien, Guccini se reconoce muy escéptico, como tantos otros intelectuales italianos y ciudadanos en general, respecto al esclarecimiento definitivo de la strage di Bologna —la matanza del 2 de agosto de 1980—, lo que significa también que duda de que los italianos puedan saber finalmente lo que en realidad estuvo pasando durante los años de plomo y el nivel de implicación y responsabilidad que en los mismos tuvo el propio Estado. Por extensión, dado que no pocos vinculamos directamente su desaparición a estos hechos, difícilmente llegaremos a conocer todos los detalles sobre el caso Pasolini; no creo que salgan a la luz nombres y apellidos concretos jamás.

Un intelectual indomable que se había ganado demasiados enemigos, dices en el texto, entre ellos la facción más reaccionaría de la Iglesia, pero también tuvo sus diferencias con el PCI. ¿Cómo fue su relación con la institución católica y con el partido y otros grupos de izquierda?

A todas luces, pésima. Pasolini no era hombre de instituciones, y no le importaba manifestarlo públicamente cada vez que tenía oportunidad de hacerlo. Creo que había perdido la fe totalmente en ellas, pero jamás la perdió en el ser humano. Un ser humano al que esas instituciones, en efecto, anulan y defraudan.

La intolerancia hacia quien discrepa, la inflexibilidad y el dogmatismo se revelan a menudo defectos inherentes a las instituciones. Pasolini siempre fue un grano en cierta parte de la anatomía de las instituciones, de varias. Porque su rectitud, su integridad personal, sí le permitía denunciar las incoherencias de quienes pretendía imponer arbitrariamente normas a su antojo, por encima de las conciencias ajenas.

Cada católico ha de saber qué conducta conviene a su concepto de la moral. Cada comunista ha de mantenerse fiel a su propia visión del comunismo y ha de tener todo el derecho a manifestarla, porque eso enriquece el pensamiento comunista en general. El problema surge cuando las instituciones pretenden imponer un pensamiento único, porque un pensamiento único no deja de ser una ausencia de pensamiento.

Pasolini no soportaba la hipocresía. A la Iglesia no podía perdonarle que no se opusiese al nada cristiano consumismo. Al PCI, que se hubiese perdió demasiado en lo teórico, enfrascado en sus propias disputas sobre el sexo de los ángeles, alejado de los barrios deprimidos y sus verdaderos problemas, abandonando a los proletarios y a los campesinos a su mísero destino, lanzando —en lugar de comprender, educar e integrar— a los jóvenes desfavorecido en brazos de un discurso populista, violento y de extrema derecha.

Seguramente, como hombre de izquierdas, se sentiría especialmente traicionado por el PCI. Su hermano Guido, partisano, había perdido la vida a causa de luchas intestinas cuyas responsabilidades nuca fueron convenientemente depuradas. Me refiero a la masacre de Porzus, en la que la Brigada Osoppo, de la que él formaba parte, fue masacrada. Además, el propio Pasolini, por entonces secretario de la sección comunista de San Giovanni, había sido expulsado con deshonor —por “indignidad moral y política” y “desviación ideológica”— del partido al hacerse pública de forma bestial, a finales de 1949, su homosexualidad: sometido a juicio —aunque tiempo después fuese absuelto por falta de pruebas— y acusado, tras un episodio inocente que los implicados no denunciaron, de corrupción de menores, es decir de pederastia, por no haberse dejado intimidar —ante las presiones de un párroco local y un diputado democristiano— para que abandonase la política y su activismo comunista.

Los verdaderos cristianos, los cristianos de base, por ejemplo los de la organización Pro Civitate Christiana de Asís, a quienes escribe pidiendo asesoramiento antes de iniciar el rodaje de la película El Evangelio según Mateo, parecían adorarlo; como si reconociesen en él a un igual. Pasolini no paraba de declararse públicamente ateo, pero en él observamos mucha más espiritualidad y compromiso con los valores cristianos que en la mayoría de creyentes practicantes. Le fascinaba la figura de Cristo por lo que tiene de humano, de indulgente y compasivo. De hecho, la película, presentada en la XXIV Muestra de Venecia, había recibido el premio de la Organización Católica Internacional del Cine, que la define como una “película cristiana”, un trabajo superior a cualquiera que se hubiese hecho antes sobre la vida de Jesús, clave para difundir su mensaje social.

Los jóvenes comunistas, por su parte, se mostraron más propensos al diálogo que sus mayores. En junio de 1974, con ocasión del referéndum por el divorcio, los dirigentes de la federación juvenil aceptaron incluso un debate público con Pasolini.

¿Quién se opone furibundamente a él, por tanto, en el ámbito católico como en el comunista? La vieja guardia. Los elementos más reaccionarios, intolerantes y dogmáticos, aquellos que alimentan los prejuicios y el odio, y no están dispuestos a escuchar razones ni a cambiar su —inflexible— juicio: los enemigos de la libertad y la humanidad. En definitiva, aquellos que carecen de caridad. Esa virtud esencial para Pasolini, sin la cual cualquier valor, incluso la propia integridad, siempre tan estimada por él, se desvirtúa y pierde sentido.

A la vista de lo que recoge tu libro el asesinato parece más bien el punto final previsible —como de alguna manera recoge el subtítulo—, tras una crucifixión de continuas denuncias y juicios a los que se vio sometido Pasolini a lo largo de toda su vida.

Me alegra la oportunidad que me ofreces de aclarar este punto. No me gustaría que pareciese algo inevitable y asumido como tal por la víctima, lo que casi significaría dar la razón a quienes proponen una suerte de suicidio, una muerte buscada en otras manos de forma voluntaria. Se me hace una explicación despreciable que elude las verdaderas responsabilidades.

Sin embargo, sí es cierto que él era consciente del sino infausto que siempre se había cernido sobre su persona y, aun conociendo el origen de su tragedia, como decía hace un momento, se mantuvo firme por integridad personal y por honestidad intelectual; por responsabilidad social como individuo, como artista, como escritor y como periodista. Sobre todo, como ser humano.

En este sentido, dado que los poderes contra los que luchaba no parecían dispuestos a soltar su presa, sí estaba abocado al desastre. De alguna forma él era consciente, pues ya le habían destrozado la vida antes. Su miedo se hace patente en el artículo “Cos’è questo golpe? Io so”. Sin embargo, no creo que imaginase que pudiesen llegar tan lejos: la persecución y el descrédito, el ostracismo, los había experimentado en sus carnes; pero intuir incluso el crimen… Aunque él ya tenía sospechas más que fundadas, sospechas que probablemente precipitaron el desenlace —me refiero a los indicios que lo impulsaron a escribir su novela inconclusa Petróleo—, de que determinados intereses podían recurrir al asesinato.

Hay tres cuestiones sobre las que me gustaría conocer tu opinión como investigadora del pensamiento de Pasolini. Cuando se refiere al “hedonismo de masas”, a “la civilización de los consumos” y a “la homologación del nuevo fascismo”, ¿tienen relación con sus tres enemigos declarados, burguesía, capitalismo y reacción?

La pregunta, desde luego, no tiene nada de inocente o fortuita.

Sí, yo también creo que todos son síntomas de un mismo mal. Una pescadilla que se muerde la cola. A una determinada élite social, lo que quiere decir económica —fruto de ese sistema concreto; pero también, al tiempo, necesaria para que el mismo sobreviva—, le ha convenido la proliferación del consumismo y la homologación, de la deshumanización y el desmembramiento social, de la pérdida de la conciencia individual y comunitaria, porque de esa forma, aislada e indefensa, la persona se cree impotente y se resigna a la suerte impuesta; se convierte en cordero sacrificial sin oponer resistencia. Una resistencia que no implica la violencia física o el uso de las armas, sino el desarrollo pleno y consciente de nuestras facultades intelectuales, nuestra espiritualidad —que no necesariamente ha de identificarse con religiosidad— y nuestra sensibilidad. Eso es lo que Pasolini quería: individuos instruidos y dotados de un juicio crítico, alerta y dispuestos a exigir sus derechos y a pedir responsabilidades. En definitiva, individuos preparados para articular una verdadera democracia.

Para terminar, me ha llamado la atención la forma en que te acercas al pensamiento de Pasolini a través de su poesía, una dimensión ciertamente llamativa, pero certera y atrevida. ¿Consideras que puede resultar más accesible para el lector hacerlo por esa vía?

Es curioso que te hayas percatado de ello. O quizá es natural que te haya llamado la atención, especialmente siendo tú periodista. Como también lo fue Pasolini, un excelente periodista, por cierto: intuitivo y recto.

En el fondo creo que, en un primer momento, no lo hice de forma totalmente consciente; probablemente fue algo instintivo. Después, a medida que revisitaba su poesía y traducía parte de ella —pues en general he preferido emplear mis propias traducciones a ediciones en español previas. No porque las menosprecie, sino porque la lengua original ofrece matices que, de lo contrario, por muy bueno que sea el traductor, se escapan y porque además mi relación con el italiano es demasiado estrecha y me exige el contacto directo—, me percaté de que con este enfoque rendiría mayor justicia y tributo.

Ves, no se trata tanto de si así, a través de la poesía, llegaré más al lector, si conseguiré acercarle con más facilidad el pensamiento de su creador —que seguramente sí, porque la poesía facilita la conexión inmediata entre dos espíritus sin necesidad siquiera de apelar a la racionalidad—; sino de recobrar lo más puro y primigenio de Pasolini, su inclinación natural.

Pasolini, ya muy joven, de niño, empezó siendo poeta. Se consideraba escritor por encima de cualquier otra cosa, pero creo que, dentro de esta disciplina, se sentía especialmente poeta. No abandonó nunca la poesía. En algunos de sus versos asistimos a su desolación por no haber podido ser el tipo de poeta que hubiese deseado: él hubiese preferido poder escribir una poesía más pura, que respondiese a sí misma como único interés, y, sin embargo, por conciencia social, por cuanto su denuncia pudiese servir para subsanar las injusticias de su tiempo —que siguen siento, trágicamente, las injusticias de nuestro tiempo—, se vio obligado a escribir poesía reivindicativa, una poesía volcada más hacia el exterior que hacia el interior.

Por eso, recuperar su pensamiento a través, sobre todo, de esa forma pura de expresión, de la poesía que él tanto amó y a la que no pudo entregarse del modo que hubiese querido, se me antojaba un modo de hacerlo reverdecer como el árbol alimentado, tras las inclemencias del inmisericorde invierno, por la savia nueva. De contribuir a que sea él, en efecto, quien resurja victorioso en primavera.