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Elección judicial: el golpismo y sus embrollos

Fuentes: Rebelión

En 2024 la elección presidencial dio a Claudia Sheinbaum Pardo una amplia mayoría de alrededor de 59 por ciento. La elección de legisladores resultó para su coalición en poco menos de 54 por ciento de la votación, que fue tergiversada por una mayoría de consejeros del INE y por una votación mayoritaria en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación para darle el 76 por ciento de los asientos en las cámaras legislativas. Con la presidencia en sus manos y la artificial mayoría que le permite realizar reformas constitucionales sin tener que negociar con las bancadas opositoras, los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum Pardo se aprestaron a dar el paso siguiente: la renovación total del Poder Judicial, un reducto que aún el oficialismo guinda no controlaba y que, además, había emitido sentencias y amparos que bloquearon diversas disposiciones legales decididas en el Palacio Nacional.

Así, desde el último año de gobierno de AMLO se difundió entra los ciudadanos la idea de que los juzgadores en todo tipo de tribunales y la Corte eran casi por naturaleza perversos, corruptos y protectores de delincuentes; se hacía necesario su remplazo, y el método idóneo para realizarlo era la elección popular. La fórmula electoral como antídoto a la supuesta corrupción del Poder Judicial se difundió mediante densas campañas de medios que, por una parte, denostaban a los juzgadores y, por la otra, resaltaban el voto ciudadano como antídoto contra la descomposición judicial.

El asunto no es menor, y el grupo en el gobierno lo sabe muy bien. La élite morenista, siempre conducida por López Obrador, calculó que no sería nada difícil capturar el Poder Judicial contando con una superioridad electoral y con la mayoría calificada que los organismos electorales les entregaron artificiosamente. Le llamaron “Plan C”. Reformaron la Constitución y elaboraron las leyes electorales a modo para obtener un poder judicial políticamente alineado con el gobierno y su partido, de manera muy similar a lo que ocurría en la época dorada del PRI en el poder.

Pese a un cúmulo de irregularidades en el proceso recién legislado para llegar a la elección, ésta comenzó a avanzar con el registro de candidatos, el diseño de las boletas y todo el operativo armado por el Instituto Federal Electoral para llegar a la jornada de este 1 de junio que hará de México, según la proclamación de la presidenta Sheinbaum, “el país más democrático del mundo”. Daremos lecciones de democracia a Suiza, Noruega, Nueva Zelanda, o quien quiera aprender en materia de poder ciudadano.

Pero resulta que, por razones de organización, insuficiente presupuesto, deficiencias en la legislación misma, la elección se ha complicado en grado extremo. Quienes asistan a las casillas tendrán que llenar 10 o hasta 13 boletas, según la entidad, no tachando los emblemas partidarios de otras elecciones, sino anotando los números de los aspirantes propuestos. Sólo para los juzgadores federales están en juego 881 puestos: nueve ministros de la SCJN, dos magistraturas de la Salas Superior del TEPJF, 15 magistraturas de las salas regionales de éste, cinco magistraturas del
Tribunal de Disciplina Judicial, 464 magistraturas de Circuito y 386 jueces de Distrito, más 1 800 que corresponden a los tribunales y juzgados de cada una de las 32 entidades del país.

Para esas posiciones aparecerán en las boletas 4 mil 39 candidatos y candidatas que cumplieron formalmente los requisitos para postularse. En su gran mayoría, son desconocidos para los electores, que sólo por medio de la plataforma del INE y de los organismos electorales locales podrán conocer sus datos curriculares y sus propuestas de campaña. Formalmente, no pueden ser respaldados por los partidos políticos, aunque es evidente que muchos de los candidatos, al ser propuestos por los poderes de la Unión, tienen el aval de la mayoría en el Legislativo, directamente el de la presidencia de la República o asignados mediante la tómbola de la que emanaron las propuestas del Poder Judicial.

Para organizar estos comicios el INE sólo dispuso de 800 millones de pesos, la undécima parte de los de 2024, cuando contó con 8 mil 800 millones. Habrá la mitad de casillas, 84 mil 21, en muchos casos más alejadas de los electores, contra 170 mil 181 puntos de votación en el proceso anterior. No habrá casillas para los encarcelados en prisión preventiva ni votos desde el extranjero. Los candidatos no han tenido acceso a los medios electrónicos y sólo se les permitió hacer campaña mediante redes sociales, volantes y contacto personal con los potenciales electores. Los topes de campaña, idénticos para los aspirantes a ministros de la Corte y para jueces de distrito, se establecieron en 220 mil pesos, que no pueden provenir de fondos privados ni de partidos u organismos públicos.

Adicionalmente, en esta elección en tantos sentidos extraordinaria no habrá conteo rápido, ni resultados preliminares (PREP), y los votos no serán contados en las casillas por los funcionarios ciudadanos. La urna única por casilla, con las boletas de todas las elecciones, será trasladada al consejo distrital que corresponda (300 en todo el país) para realizar ahí por los consejeros del INE el cómputo, sin la presencia de representantes de partidos o de los candidatos. Todo está dispuesto, así, no sólo para una baja concurrencia a las urnas sino para la desconfianza de los ciudadanos en los resultados.

A todo ello añádase que, como hasta el Senado ha tenido que reconocer por boca de su presidente el inefable Gerardo Fernández Noroña, en las boletas aparecen nombres “indeseables”, particularmente de abogados vinculados a la delincuencia organizada, pero también ministros de culto, como los de la iglesia Luz del Mundo de Jalisco, y otros cuyos antecedentes no parecen cumplir con el requisito de “gozar de buena reputación”. Tanto los que confeccionaron los listados como el INE y el Tribunal Electoral se declararon incompetentes para depurar esos nombres de las boletas que, por lo demás, ya estaban impresas.

Para que la renovación judicial prospere como se ha planeado y se legitime, se requiere cumplir dos condiciones muy difíciles de satisfacer simultáneamente: una amplia participación popular —para la que no se escatimarán recursos en acarreos y retribuciones a los votantes— y que las votaciones coincidan con las candidaturas que al gobierno y su partido interesa más colocar en el poder judicial.

El experto en elecciones Jorge Alcocer Villanueva ha planteado en un reciente artículo (“La mecánica del fraude”, en aristeguinoticias.com, 18 de mayo de 2025) las paradojas en las que está envuelta la inminente elección. El procedimiento de votación es de tal complejidad que el partido oficial se ha visto obligado, incluso utilizando el “simulador” que el INE diseñó para que los electores ensayen su sufragio, a distribuir masivamente listados con los números de los candidatos y candidatas que el gobierno quiere colocar en cada uno de los cargos sujetos a elección. Son los ya conocidos “acordeones”, como los que los escolapios llevan subrepticiamente a los exámenes para ayudarse con las respuestas. Pero aun esos actualizados instrumentos no impedirán que los electores cometan errores en el prolongado proceso de anotar sus votos. La norma no previó las causas de anulación de la boleta, pero en muchos casos puede ser difícil interpretar el sentido de los sufragios. Y esas dificultades, tanto en el momento de la votación como en el de los conteos, se potenciarán si la concurrencia a votar es relativamente copiosa, digamos de 20% del listado nominal. Pero, al contrario, si la asistencia a las urnas es muy baja, digamos de menos del 10%, el proceso en su conjunto quedará deslegitimado y caerá por tierra el argumento del oficialismo de que “el pueblo pidió” la elección judicial.

Llegado el momento culminante del proceso, aparecen sus grandes inconvenientes. El principal, la probable ausencia de ciudadanos en las urnas este domingo, muy lejos de las expectativas del gobierno, de su partido y sus observadores y comentaristas afines. La presidenta del INE, la morenista Guadalupe Taddei, ha declarado que se espera una votación de entre el 10 y 20 % de los ciudadanos enlistados con capacidad para sufragar. Otros comentaristas estiman que la concurrencia a las casillas electorales será similar a la que hubo en 2020 en la consulta sobre el enjuiciamiento a expresidentes, de 7%. La abstención es para el “nuevo” régimen como la kriptonita para Supermán.

Por ello, no sólo todos los días la presidenta, funcionarios del gobierno y dirigentes del Morena —que están impedidos legalmente pare intervenir en esta elección— han estado llamando a votar; además de los acordeones, personajes relevantes del oficialismo como José Ramón López Beltrán, el hijo mayor del ex presidente, han estado difundiendo en las redes sociales cómo votarán, es decir, induciendo a apoyar ciertas candidaturas.

No, el 2 de junio no amanecerá nuestra nación como “la más democrática del mundo”; pero habremos asistido al primer golpe blando contra uno de los poderes de la Unión, urdido y ejecutado por la autodenominada “Cuarta Transformación”.

Para entenderlo, repasemos cómo ha evolucionado en las últimas décadas, casi siempre dirigida desde los grandes centros de poder mundial, como los Estados Unidos, la técnica del golpismo. El objetivo del golpe es, siempre, deponer a uno o más de los poderes constitucionales para romper el equilibrio entre ellos y fortalecer a uno solo.

No es necesario referir aquí las experiencias más sangrientas de los cuartelazos del siglo XX en España, Grecia, Portugal y América Latina, en las que las fuerzas armadas fueron los protagonistas centrales, eliminando los poderes Ejecutivo y Legislativo para imponerse directamente como dictaduras por sobre el orden constitucional. Remitámonos en cambio al golpe del presidente peruano Alberto Fujimori, constitucionalmente electo, que en abril de 1992 disolvió, apoyado en el ejército, las dos cámaras del Congreso, el Poder Judicial y el Tribunal de Garantías para erigirse, siempre argumentando la corrupción de esos cuerpos, como un poder supremo. Un golpe de Estado en toda la forma —y no un autogolpe, como corrientemente se le etiquetó— que dio lugar a nuevas modalidades de reacomodo del poder en otras experiencias. El fallido golpe cívico-militar contra Hugo Chávez en 2002 mostró que el no contar con al apoyo total de las fuerzas armadas y el respaldo popular podrían frustrar las formas tradicionales del golpismo.

Así, se llegó a la era de los golpes blandos o lawfare (de las palabras inglesas law, ley, y warfare, guerra), en los que el propio orden jurídico y los poderes constituidos son usados para debilitar o remover a otro u otros de los poderes. La nueva estrategia se aplicó con diversas variantes contra varios de los gobernantes progresistas de nuestra América, como Manuel Zelaya, en Honduras, Fernando Lugo en Brasil y Dilma Rousseff en Brasil. Más adelante, contra Evo Morales en Bolivia y Pedro Castillo en Perú. Se empleó también para tratar, sin éxito, de impedir le toma de la presidencia por el electo Bernardo Arévalo en Guatemala, y contra Andrés Manuel López Obrador en el proceso que lo desaforó en 2005.

Se trata, en todos los casos, de golpes largamente preparados mediante diversos recursos de poder accionados por grupos determinados de interés o directamente por los poderes constituidos. Entre los recursos empleados en esta “guerra legal” está siempre una campaña mediática de descrédito basada siempre en señalamientos genéricos, infundados o exagerados, de corrupción o violación grave de la legalidad, preparando a la opinión pública para las acciones jurídicas que vendrán después. Si los golpes tradicionales, como opinaba Hans Kelsen, requieren consolidarse mediante cambios en el orden constitucional y legal, en el lawfare la adecuación del marco jurídico puede anticiparse para preparar la destitución de los funcionarios o poderes, a condición de contar con una mayoría legislativa para realizarlo. Dispuesto el escenario de descalificación del adversario, el golpe se concreta mediante el uso o aplicación abusiva de la ley y la manipulación de los procesos jurídicos para llevar a la destitución y, en el extremo, encarcelamiento del blanco del operativo. Se guarda la apariencia de legalidad, que complementa en la conciencia de la sociedad lo que la desinformación y estigmatización han abonado.

Las revelaciones de la investigación periodística Televisaleaks de Carmen Aristegui, entre otros elementos, han mostrado el extendido despliegue de campañas mediáticas desde el poder fáctico televisivo contra políticos, empresarios y personajes públicos con diversos propósitos. Entre los operadores y beneficiarios de esas campañas resalta el ex ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, quien las empleó para llegar a ser presidente de la Suprema Corte y favorecer los intereses del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. El mismo ministro, señalado en un reciente libro del periodista Hernán Gómez Bruera por su tráfico de influencias con el entonces consejero jurídico de la presidencia Julio Scherer Ibarra, que hoy es uno de los diseñadores y operadores de la reforma constitucional y las políticas para suprimir el Poder Judicial como lo hemos conocido y establecer uno nuevo bajo control del Poder Ejecutivo.

La disyuntiva para el 1 de junio está, así, claramente planteada: se consolida el golpe político-electoral contra el Poder Judicial mediante la pseudodemocracia acordeonera, o la demostración de su ilegitimidad en los hechos obliga a cambios futuros que restablezcan el equilibrio entre poderes y dispongan condiciones mejores para la administración de la justicia.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.

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