Con la iniciativa preferente enviada el lunes 1 de febrero al Congreso, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha planteado su, hasta ahora, política más trascendente en materia energética, un sector que, como es sabido le interesa particularmente por sus implicaciones para la nación y el Estado.
Sin echar abajo la reforma constitucional peñanietista de 2013, y dentro del marco de apertura a la inversión privada que ésta implicó, esta pejerreforma busca dar preferencia en la distribución a la energía generada en las plantas de diversos tipos de la Comisión Federal de Electricidad, a contramano de los contratos con los productores privados que otorgaron a éstos ventajas ostensibles.
La reforma de 2013 abrió un gran campo de inversión en el sector eléctrico a las empresas privadas (Enel Green Power, Grupo México, la española Ibedrola, AES Corporación, ILIOSS, Acciona, Minera Autlán y Mexichem, entre muchas otras), que en pocos años han llegado a producir más del 45 % de la electricidad del país y a abastecer a más de mil grandes plantas y empresas de sectores como la minería, altos hornos, cementeras o la panificadora Bimbo (El Universal, 28 jun. 2020). Sin embargo, las líneas de transmisión y distribución siguen siendo exclusivas de la CFE. Los contratos de autoabastecimiento con los generadores privados, que fueron firmados conforme a la Ley del Servicio Público de Energía Eléctrica, ya abrogada, y que en algunos casos datan del periodo de Carlos Salinas de Gortari, obligaron a esta agencia estatal a comprar toda la energía producida por aquéllos, saturando sus redes y obligando a postergar el despacho de la electricidad producida por la empresa estatal.
Ante esa circunstancia, la Secretaría de Energía y el Centro Nacional de Control de Energía (Cenace) emitieron en mayo de 2020 un acuerdo para dar preferencia en la transmisión y acumulación a la energía de la CFE por sobre la de los privados. Ese acuerdo fue impugnado por éstos ante la Comisión Federal de Competencia Económica, que consideró que el mismo viola la libre competencia entre los productores. La Sener recurrió a su vez a la Suprema Corte para echar abajo la resolución de la Cofece, pero la sentencia del máximo órgano judicial, emitida el pasado 3 de febrero, la ratificó en sus términos. Por eso se hizo necesaria la iniciativa presidencial del 1 de febrero para reformar la Ley de la Industria Eléctrica y recuperar la rectoría del Estado en el sector.
Según el sector privado, la Cofece y la SCJN, el sector eléctrico debe estar abierto por completo a la competencia, y la CFE ser sólo una más de las empresas concurrentes, a pesar de que el párrafo cuarto del artículo 28 constitucional señala que no constituye monopolio “la planeación y el control del sistema eléctrico nacional, así como el servicio público de transmisión y distribución de energía eléctrica”. La resolución de la Corte del 3 de febrero nulifica, en la práctica, la función de planeación del sector que corresponde, también por disposición del 28 constitucional, a la Comisión Reguladora de Energía.
La iniciativa del presidente López Obrador se fundamenta no sólo en consideraciones técnicas, sino también políticas, atacando directamente a la reforma energética de 2013. En sus considerandos afirma que en “ésta se otorgó plena cobertura legal a la política neoliberal o neoporfirista de privatización de las empresas públicas para despojar a los mexicanos de la riqueza petrolera y de la industria eléctrica nacional”, y se dan por hecho los señalamientos de Emilio Lozoya ante la FGR de que esa reforma de Peña Nieto fue aprobada mediante “sobornos entregados a legisladores”.
Ahora se trata, entonces, de establecer en la ley la prioridad en el despacho de la energía generada por la CFE: primero, la de las hidroeléctricas; en segundo término, la nuclear, la geotérmica, la de ciclo combinado —donde entran productores privados amparados por los contratos subsistentes— y la de termoeléctricas. En tercer lugar, la energía solar o eólica producida por las empresas particulares, y finalmente el despacho de las centrales eléctricas de ciclos combinados propiedad de particulares y el resto de los generadores de otras tecnologías.
Paradójica y asombrosamente, la Cofece y la Segunda Sala de la Corte no consideraron que la saturación por la energía privada de las líneas de la CFE entorpezca o limite la sagrada libre competencia, ese dogma promovido por la ideología neoliberal. Y la nueva iniciativa presidencial no elimina a las empresas generadoras privadas; solamente, al establecer la prelación en el despacho a favor de la empresa productiva del Estado, obligará a revisar los contratos ventajosos de los que se han beneficiado aquéllas.
Pero la iniciativa de inmediato ha generado la reacción y la oposición del sector empresarial. Francisco Cervantes Díaz, presidente de la Confederación de Cámaras Industriales, reaccionó señalando que la industria eléctrica mexicana “perderá competitividad” (basada, en realidad, en los subsidios que la CFE de hecho proporciona a los generadores privados) y se retrasará con respecto a los países avanzados (La Jornada, 4 feb. 2021). El Consejo Coordinador Empresarial, encabezado por Carlos Salazar Lomelí llamó a la propuesta presidencial una “expropiación indirecta”; y advirtió que, de concretarse, incrementará los costos de la energía y, por tanto, de los productos y servicios de consumo general. Además, se quejó, la iniciativa rompe con la promesa del presidente de no modificar el marco regulatorio energético durante los tres primeros años de su gestión.
La Cámara de Comercio estadounidense en México también lamentó la iniciativa presidencial y llamó a retirarla porque atenta contra el Tratado México-Estados Unidos-Canadá firmado en 2018, representará un retroceso en la inversión, el empleo y la competitividad en medio de la pandemia y podría restablecer un monopolio en el sector eléctrico. El PAN, por su parte, construyó un escenario dantesco para los mexicanos en caso de prosperar la reforma propuesta por el presidente: no sólo pondrá en riesgo el T-MEC y conllevará la desconfianza de la inversión extranjera, e incluso litigios internacionales; también afectación a la economía de las familias más pobres por encarecimiento de la energía, retiro de capitales y pérdida de empleos en las empresas que han invertido en la generación, gasto público en subsidios y contaminación ambiental.
El presidente López Obrador ha empeñado mucho en esta iniciativa al enviarla como preferente para el presente periodo de sesiones del Congreso, lo que obligará a éste a dictaminarla en un plazo de 30 días; y ha dado indicaciones a los legisladores de “no cambiar ni una coma” a su proyecto de reforma de ley, que seguramente será aprobado en este mismo mes en ambas cámaras.
Sin modificar la Constitución ni revertir la privatización —a la que el pensamiento neoliberal gusta de llamar “libre competencia”—, la iniciativa presidencial pretende, simplemente, restituir al Estado el papel rector que la misma Constitución le atribuye, que no puede ejercerse sino a través del Cenace y la CFE; y aprovechar la inversión pública ya existente en el sector eléctrico, dando a la empresa productiva del Estado primacía en la distribución. Con ello, ciertamente, se mermarán las ganancias que las empresas privadas obtienen de venderle a la CFE, a precios muy elevados, una energía que ésta tiene que subsidiar al trasladarla a los consumidores. Al depender de las plantas de ciclo combinado del sector privado, paga indirectamente los precios más elevados del gas natural que éstas emplean, que a su vez compran a productores de los Estados Unidos o de otros países, en vez de adquirirlo directamente para sus propias plantas. Por otra parte, lo que no es menos importante, se recuperará el control estatal sobre un sector estratégico, que nunca debió perderse, potestad que mantienen las empresas públicas en otros países, incluso de los más desarrollados.
Los defensores del privatismo revestido de “libre competencia” aducen la reconstitución de un monopolio estatal; pero a su vez, desafortunadamente, han tomado el control del subsector de las plantas eólicas y fotovoltaicas, catalogadas como limpias (omitiendo, muchas veces que la energía predominante de la CFE, la de las hidroeléctricas, también lo es). También desafortunadamente, no hay en el gobierno actual un programa para desarrollar la generación por medio del sol y el viento, ni tampoco de construcción de nuevas hidroeléctricas, que permitiera al Estado y a la CFE encabezar la necesaria transición energética del siglo XXI. Así se vería si el capital privado está tan dispuesto a aceptar la libre competencia en un subsector que, hasta ahora, han acaparado, con las ventajas ya señaladas, principalmente los capitales extranjeros.
Aun con sus limitaciones, se impone respaldar la iniciativa presidencial. Es muy probable, prácticamente seguro, que vendrán juicios de amparo y controversias de inconstitucionalidad contra la reforma; probablemente litigios internacionales. Ganarlos dependerá, para el gobierno federal, de la técnica jurídica aplicada en un proyecto que no llega a la modificación constitucional. Lo veremos, pero en cualquier caso será importante el esfuerzo realizado para fortalecer la presencia rectora del Estado en la economía y fortalecer la empresa pública fundada en 1937 por el presidente Cárdenas y consolidada con la nación de López Mateos en 1960.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH