Nunca como ahora tuvo tanta pertinencia aquella desafortunada invención de nuestro vicepresidente. Pues si el supuesto empate tiene sabor a derrota, entonces la figura del «empate técnico» es sólo un amargo consuelo (pretendiendo hacer de la derrota empate, lo técnico resulta una mera alquimia que sueña convertir plomo en oro). Nunca la retórica del empate […]
Nunca como ahora tuvo tanta pertinencia aquella desafortunada invención de nuestro vicepresidente. Pues si el supuesto empate tiene sabor a derrota, entonces la figura del «empate técnico» es sólo un amargo consuelo (pretendiendo hacer de la derrota empate, lo técnico resulta una mera alquimia que sueña convertir plomo en oro). Nunca la retórica del empate se hace tan amarga como cuando se pretende disfrazar una derrota que confirma la no correspondencia entre la realidad y su interpretación. En ese sentido, lo técnico encubre una catástrofe: el gigante de bronce se descubre con pies de barro. Marx decía que la historia se repite dos veces, una como tragedia y otra como comedia. Lo que no dijo es que la comedia no es tal para el que la sufre; la tragedia continúa y hasta con más saña (por eso la historia está para aprenderla, no sólo para citarla).
El «empate catastrófico» que acuñó el vice disolvió -aquél entonces- la hegemonía popular en una capitulación al orden instituido. Sucedió como en nuestro futbol: cuando íbamos ganando, el d.t. resuelve replegarse y actuar a la defensiva; por «cuidar» el resultado se pierde. Eso delata un proceder conservador. Y eso sucedió con la Asamblea Constituyente; no sólo cuando se recorta su conformación popular sino cuando se la desconoce y el orden instituido (gobierno y partidos tradicionales) se sobrepone por sobre la Asamblea Constituyente, es decir, por sobre el nuevo orden constituyente, y realiza 144 modificaciones a la nueva constitución política que debía dar nacimiento al Estado plurinacional. Ya dijimos que eso se trataba de un coup d’Etat ( http://rebelion.org/noticia.
El termidor de la revolución había aparecido y la tensión conservadora, ahora con retorica plurinacional, convertía la gesta popular en una aventura hasta personal. Ahí nace el «evismo», que en realidad es un alvarismo, pues el culto a la personalidad es siempre un recurso señorial que digita el poder detrás del trono; el liderazgo se hace aparente porque lo hace dependiente del culto que se le prodiga (el hombre le hace caricias al caballo para montarlo). El poder ahora lo ostenta el adulador, no el objeto de la adulación, pues ello le genera una suerte de viciosa dependencia (la política, no en vano, está lleno de llunq’us, los que se humillan primero para humillar después). Por eso está escrito: «si quieres destruir a alguien, llénale de honores». No hay mayor daño a un líder que el mimo continuo y la lisonja exagerada. Se genera el síndrome del rey cercado:
El séquito eleva al rey a condición divina porque su presencia es lo único que garantiza la existencia del séquito (ya que sin el rey son nada). El rey se hace omnipotente pero necesita del séquito, y el séquito necesita un rey dependiente. Por eso lo aísla y lo envuelve; de modo que todo lo hacen por él y, de ese modo, el rey ya no ve con sus ojos sino con los ojos del séquito, ya no escucha sino con los oídos de ellos; su contacto con la realidad está mediado por esa presencia que más le envuelve cuanto más lo endiosa. Pero el rey no es dios y, cuando esto se hace evidente, es cuando el rey ya no le sirve al séquito; entonces lo sacrifican y hasta lo elevan al martirio. De ese modo aparecen incólumes, haciendo del rey el chivo expiatorio que cargará con todas las culpas y todos los pecados; mientras el séquito, limpio e inmaculado, salvado por la sangre del inmolado, se dedicará, otra vez, a buscar un nuevo rey.
Por eso no era de extrañar la repetida amenaza apocalíptica de quien maneja el poder detrás del trono. Y, por ello mismo, la necesidad inmediata de encubrir la catástrofe que significaba un rey impotente ante una realidad que desdecía la versión del séquito. El empate se hace entonces más catastrófico mientras la versión oficial persiste en no reconocer su derrota; pues no se trata de haber perdido sino de haber propinado al pueblo un chantaje demagógico al más puro estilo de las telenovelas: «o me voy o me quedo, me das todo o nada». El sí y el no se convertían en un chantaje, de uno y otro lado, en una trifulca sin posibilidad de apartarse, pues tanto el sí y el no representaban sólo una cosa, lo que dijera el bando contrario; de modo que todos nos encontramos, moros y cristianos, etiquetados por aquella mutua acusación que se prodigaron oficialismo y oposición; se metieron de lleno en un callejón sin salida y, al cual, metieron también al pueblo.
Ahora el sí y el no divide al país. Lo que se había resuelto en el fracaso del golpe prefectural ahora se reaviva: la posibilidad del enfrentamiento. El gobierno sale ufano a señalar la injerencia gringa, pero se olvida que el smart y el soft power sólo pueden promover inestabilidad si hay terreno sembrado para ello, y si el gobierno mismo les brinda el escenario para provocar un «golpe suave» (nomenclatura de las guerras de cuarta generación), entonces es el gobierno también responsable del proceso de inestabilidad que se pueda crear.
De haber sido cierta la versión oficial de que la propuesta de repostulación provenía del propio pueblo, entonces ni el presidente ni el vice tenían que haber hecho campaña por ellos mismos. Si se suponía que era el pueblo organizado el que se empeñaba en una nueva re-elección, entonces los menos indicados para solicitar el voto ciudadano eran Evo y Álvaro (ello además no hacía más que inflamar el argumento de la derecha: se trata de un referéndum para beneficio exclusivo de dos personas). Pero aquella insistencia develaba lo inexacto de la versión oficial y nos mostraba un envanecimiento que se arrogaba ser depositario de una providencia infalible. En tales términos ya no puede hablarse de un proyecto popular sino del rapto que se ha hecho de éste por un sujeto sustitutivo que replica la paradoja señorial.
En política los actores encarnan categorías políticas; en ese sentido, cuando se realiza la crítica, no se la hace a la persona sino a lo que ella encarna y representa. Evo era la representación de lo más marginado y excluido de nuestra historia, su presencia había devuelto no sólo esperanza sino dignidad al pueblo boliviano; pero la tensión conservadora que encarnaba su círculo inmediato logró, poco a poco, moldear el contenido histórico que encarnaba y hacerlo a imagen y semejanza de una izquierda que, presa de los prejuicios modernos y eurocéntricos, disolvió el horizonte plurinacional en la mera administración de otro ciclo estatal. Por eso ya no nos ofrecen alternativas, sólo opciones. El sí y el no eran eso, meras opciones que imponían lo mismo. Si el sí o el no resolvieran lo que pretenden resolver, entonces la discusión no debiera remitirse a quién sino a qué. Si la oposición reduce el proceso de cambio a una persona, el gobierno no hace otra cosa que reafirmar aquello, como si, en efecto, todo se redujera a una sola persona.
El oficialismo dice que la oposición no tiene ideas ni propuestas, lo cual es cierto, pero oculta que, para el propio gobierno, un proyecto de país se ha venido reduciendo a un puro programa administrativo. En esta guerra de posiciones ha devenido la política boliviana para beneplácito del circo mediático; porque el árbitro en esta contienda no juega a mediar sino a incendiar, y esto sobre todo porque, si de lo que se trataba era de constituir un nuevo sentido común, de producir una nueva perspectiva y de perseguir un nuevo horizonte, las propias cuitas gubernamentales han bajado al nivel prosaico de un puro culto a la personalidad. Así creen proteger a un líder cuando lo único que hacen es protegerse a sí mismos, sacrificando al único referente que les da sentido (de tanto exponerlo han de acabar desgastándolo y a todo lo que él representa).
Ni el sí ni el no han de resolver la disyuntiva que verdaderamente está en juego. Si el sí es interpretado como una carta en blanco, entonces no ganamos nada; tampoco el no es opción, mientras, bajo la estrategia de una revolución de colores, pueda convertirse en punta de lanza de un «golpe suave». El voto por el no, que hizo la diferencia (no el no racista y de derecha), fue, como en octubre del 2003, un voto de bronca, porque se intuía que el sí fortalecía la figura del vice (el poder detrás del trono). El problema es que el voto contrario no fortalece a lo que representa el Evo (el desgaste de uno arrastra la disolución del horizonte plurinacional). Dejar todo lo que representa al simple voto de un sí o de un no es el despropósito en el que cae la lógica instrumental de una política que manda mandando.
Si el Evo encarnaba lo que se proponía un proceso de cambio de carácter constituyente, ¿qué encarna el Álvaro como categoría política? Ya el 2006 delatábamos un «asalto jacobino» ( http://sucre.indymedia.org/
Esta es la visión que ha penetrado en el gobierno y que, en nombre del «mandar obedeciendo», lo único que ha logrado es restaurar la política tradicional, con todos sus vicios incluidos. Pero cuando la izquierda critica al vice, se olvida que ella misma comparte esos mismos prejuicios que ostenta el intelectual de palacio. Gran parte de esta izquierda fue la impulsora de entronizar al intelectual como acompañante del indio presidente; incluso muchas figuras del feminismo actual, que atizan la crítica al machismo del Evo, fueron auspiciantes en encumbrar la figura romántica del intelectual guerrillero que, una vez profesor universitario, rodeado siempre de su séquito femenino, al mero estilo que dicen patriarcal, fue la estrella infaltable en la farándula académica de una izquierda aburguesada. Para salvarse ellos y ellas, buscan en el qananchiri al chivo expiatorio que les libere de una necesaria autocrítica.
Algo más que devela el resultado del referéndum es el fracaso del MAS como estructura política; pues una de las misiones de todo partido es la generación de nuevos líderes, estrategas y operadores políticos. Todas las nuevas figuras más prometedoras que aparecieron en la última elección no provienen precisamente del instrumento político sino que se suman en calidad de invitados. Ahora bien, si todo se circunscribe a la permanencia del líder, entonces se continúa el síndrome del rey cercado, pues son las dirigencias inmediatas al líder las que, hasta por celo, no permiten un nuevo liderazgo, pues esto amenaza su posición privilegiada, siempre bajo la sombra del líder. Es entonces cuando el propio líder debe dar muestras de humildad y menguar su presencia para dar lugar a nuevas figuras. Parte de la sabiduría política consiste en saber cuándo desaparecer.
Otra de las cosas que nos enseña el referéndum es que no se trata de ganar como sea. Esta idea es la que ha venido mermando la legitimidad del gobierno, produciendo episodios de promiscuidad política que ha ido remplazando la base popular por una militancia prebendal cuyo precio es siempre, al final, precio político. Entonces que el no sirva para una profunda, necesaria y urgente autocrítica al interior del propio gobierno y del MAS-IPSP. El descabezamiento sistemático de la dirigencia campesina e indígena en el caso FONDIOC, es muestra de un desplazamiento premeditado de la presencia india en la toma de decisiones.
Hace poco el vice decía que si antes había cuoteo de partidos ahora era cuoteo de las organizaciones, lo cual develaba, en la sutileza que le caracteriza, que los únicos infalibles e incólumes que quedaban -pues todos eran corruptos- eran las figuras que se presentaban a la repostulación. Lo que no se dice es que la corrupción se desarrolla en ámbitos que hacen posible aquello, lo cual quiere decir que son las estructuras institucionales las que se prestan a la corrupción. Una de las tareas de una descolonización del Estado era precisamente la transformación de los contenidos normativos liberales que estructuran el carácter colonial de la institucionalidad estatal. Si la ley SAFCO -que reafirma al Estado como mero administrador y le priva de su carácter político- está ahora constitucionalizado, se entiende que ni siquiera el decreto neoliberal 21060 sea derogado. Ya lo dijo una vez el canciller: estamos apenas administrando el Estado colonial.
Pero no todo está perdido, es más, hay veces que la derrota puede significar un triunfo posterior, siempre y cuando se aprenda las lecciones que nos depara. Hay retos y desafíos que enfrentar, sobre todo cuando el panorama regional ya no es de los mejores. Para el pueblo nunca ha sido fácil, incluso en el mejor de los momentos. Por eso hay que ser, a pesar de todo, optimistas. Definamos aquello: el pesimista es aquel que a toda oportunidad le ve pura dificultades, mientras el optimista encuentra en cada dificultad una nueva oportunidad. El no, no es ni siquiera el fin del liderazgo de Evo; si asume aquello con sabiduría puede convertir esta derrota en un nuevo impulso popular a su mandato. Este impulso requiere una profunda revolución moral y ética. Si esto es así, entonces la derrota habrá sido para bien y no una catástrofe.
Rafael Bautista S. autor de «la Descolonización de la Política. Introducción a una Política Comunitaria». Dirige el «taller de la descolonización» en La Paz, Bolivia
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