¿Es conveniente engañar al pueblo? Marqués de Condorcet (traducción de Javier de Lucas) Ed Sequitur, Madrid, 2009 93 páginas Sequitur es una pequeña editorial de las que han resistido en estos tiempos difíciles en que las grandes editoriales no dejan títere con cabeza. Combina de manera inteligente la publicación de los clásicos con la de […]
¿Es conveniente engañar al pueblo?
Marqués de Condorcet
(traducción de Javier de Lucas)
Ed Sequitur, Madrid, 2009
93 páginas
Sequitur es una pequeña editorial de las que han resistido en estos tiempos difíciles en que las grandes editoriales no dejan títere con cabeza. Combina de manera inteligente la publicación de los clásicos con la de autores contemporáneos, todo ello bajo una perspectiva de pensamiento crítico.
En esta ocasión nos brinda la lectura de un texto aparentemente menor de un clásico de la Ilustración, el Marqués de Condorcet. El texto, breve y conciso, es brillante en su sencillez y es un ejercicio exquisito de sentido democrático y de racionalidad. Su argumentación es filosóficamente impecable y permite cuestionar el supuesto positivista que separa hecho y valor, que pretendería que cualquier valoración es relativa y subjetiva. La introducción de Miguel Catalán es interesante, aunque se le pueda criticar que no discrimina suficientemente entre democracia y liberalismo, que son cosas muy diferentes.
Seguramente algunos posibles lectores creerán que la respuesta a la pregunta del libro es evidentemente positiva y que por tanto el autor da unos argumentos que hoy ya están superados. Pero la cuestión es que, contrariamente a esta sospecha, el texto tiene una gran actualidad. Y no sólo para denunciar el cinismo de la derecha cuando engaña deliberadamente al pueblo para generar lo que algún analista político ha llamado un totalitarismo invertido. Sino también, y esto es más grave, porque la democracia, en el sentido efectivo de la palabra, hoy no existe en los países que se reclaman de ella. Existe una oligarquía liberal que engaña manipulando, sea o no con mentiras explícitas. Esto no sólo ocurre en las versiones de la derecha fundamentalista sino también a las formas habituales que tienen de gobernar partidos que se reclaman de la izquierda. Se utiliza la propaganda política, como si de publicidad se tratara, con el objetivo de conseguir una determinada opinión o un voto útil. Los políticos actuales son herederos burdos, pero sofisticados en sus técnicas, del maquiavelismo. Los ciudadanos críticos molestan y se prefiere gente engañada y sumisa.
También hay cuestiones más sutiles sobre las que este discurso nos permite reflexionar. Una de ellas es que los poderes constituidos consiguen volver al pueblo, por lo menos parcialmente, estúpido. Es cierto que decir que una parte del pueblo tiene una conducta estúpida no sólo es políticamente incorrecto sino también duro de escuchar para la izquierda sincera. Pero no nos engañemos, ya que aunque cueste decirlo muchas veces sabemos que es así. El ciudadano crítico sabe que cuando una parte del pueblo vota al PP o da audiencia a la telebasura se comporta de manera estúpida. Y también la que hay en esta pasión desmesurada por el fútbol, que cómo ya bien sabían los romanos conduce a la conformidad basada en el «pan y circo». Pero como muy bien señala Condorcet son los poderes económicos, mediáticos y políticos los que han provocado deliberadamente esta situación. ¿Para qué? Pues precisamente para mejor engañar al pueblo. Pero éste ha demostrado históricamente que es capaz de generar formas culturales alternativas, aunque hoy parece difícil que estos intentos salgan de su carácter marginal. La cultura de masas lo embrutece todo (y a todos) a conciencia. Pero esto no es ni más ni menos que consecuencia de la propia lógica del capitalismo. Sociólogos críticos como Bauman y Sennett ya han hablado de la sociedad líquida o de la corrosión del carácter a que conduce esta dinámica en la que sólo cuenta el consumo. Al capitalismo y a los poderes constituidos ya les va bien, por supuesto, engañar al pueblo. Y a todas las viejas y las nuevas formas de odio a la democracia, que diría Rancière. Pero somos nosotros, ciudadanos de izquierda, los que hemos de combatir con Condorcet cualquier justificación de engañar al pueblo. Porque el pueblo somos nosotros y sin la verdad no nos podemos emancipar. Hay una frase que dice que «la verdad no es siempre revolucionaria» que sólo puede justificarse desde la nefasta idea de una vanguardia que dirige la revolución y una masa que la sigue.
Quizás el texto de Condorcet nos parezca el de las verdades del barquero pero en los tiempos que corren sobre éstas también hay que insistir. El enemigo acecha con todo tipo de sofisticaciones ideológicas, a las que hay que contraponer, entre otras cosas, una buena argumentación.