La polémica levantada por la prensa, en torno a la ley anti-racismo, no tiene, como fundamento, al derecho sino al cohecho. Porque cuando la propia prensa es cooptada por intereses privados monopólicos, entonces no es la libertad de expresión la que toma la palabra sino la privatización de ésta. Lo que es patrimonio público es […]
La polémica levantada por la prensa, en torno a la ley anti-racismo, no tiene, como fundamento, al derecho sino al cohecho. Porque cuando la propia prensa es cooptada por intereses privados monopólicos, entonces no es la libertad de expresión la que toma la palabra sino la privatización de ésta. Lo que es patrimonio público es raptado como propiedad exclusiva de los medios privados; este supuesto «derecho» es el que se pronuncia en contra del derecho de todos. Los medios no defienden la libertad de expresión: lo que defienden es la potestad absoluta que pretenden sobre ésta. Por eso aparece la intolerancia: exigen ser «consultados», acusan de «violación a sus derechos», hasta casi ordenan la derogación de dos artículos (que no les conviene); es decir, si de libertad de expresión se trata, no les interesa la expresión popular sino, exclusivamente, la suya; por eso exigen una «consulta» que ya tiene sentencia: si no se hace lo que exigen, resulta «violación a la libertad de expresión».
Demandan la anulación de dos artículos que les incomoda, es decir: está bien estar contra el racismo, siempre y cuando se tenga carta blanca para decir lo que se quiera (o haciendo decir a otros lo que se piensa). El racista opina, precisamente, de ese modo, por eso nunca se confiesa: su confirmación necesita de la negación retórica de sus actos.
Una sociedad es racista no porque un desequilibrado profiera insultos en una radio, un periódico o un canal de televisión (quien se delata no es tan peligroso como se cree) sino porque está estructurada y atravesada política, económica y culturalmente, por el racismo. Si la propia clasificación social es, previamente, una clasificación racista, entonces hablamos de una naturalización de la dominación; que estructura las relaciones de poder como relaciones racistas de dominación. La naturalización de éstas es lo que produce su invisibilización; cuando las jerarquías sociales contienen clasificación racial, entonces parece «natural» esa distribución social. Si el precio del ascenso social es el desprecio (aunque sea disimulado) al supuesto «inferior», lo que se evidencia, aunque nos duela en el alma, es el fundamento racista de nuestra propia subjetividad.
Hechos aparentemente inocentes nos muestran esto: teñirse el pelo no es un acto cosmético sino ético (como auto-negación), porque si el patrón de belleza que adopto no se corresponde a mi constitución biológica (que tiene su propia expresión cultural que no admito), entonces esa adopción se convierte en una negación de lo que, en definitiva, soy. Cosa curiosa, cuanto más oscuro es el cabello, más posibilidades de desarrollar las cualidades que hacen a un cabello sano (brillo, volumen, consistencia, etc.); pero si por mudar de color (siempre a más claro) debo quemarlo, lo que quemo, en última instancia, es la vida del cabello; es decir, por «verme bien» (según el patrón adoptado) mato algo en mí. La constante es cruel: para afirmar el patrón estético dominante (moderno-occidental) debo negar lo que soy (si lo que soy no se corresponde con lo «superior» entonces, por definición, soy «inferior»).
Una adopción estética no es inocente; es más, si el precio de esa adopción es mi negación, entonces mi apuesta no me honra sino me degrada. En este caso, el precio del racismo es la negación de la propia persona. Por eso el precio de la ignorancia es siempre la muerte, es el caso de nuestro ejemplo: para quemar el color del cabello no sólo quemo éste sino también neuronas cerebrales, porque los químicos que aplico atraviesan el cuero cabelludo, que es por donde respira el cerebro.
Para aceptar como «natural» esa cosmetología, debo aceptar como «mejor y más bueno» («verse moderna») el patrón estético que la sostiene (blanqueamiento como sinónimo de perfeccionamiento). En eso consiste el racismo: en la naturalización de las diferencias fenotípicas como superior e inferior; todo aquello que no coincide con el patrón blanco-moderno-occidental (euro-gringo-centrismo) es inferiorizado. Como consecuencia, el «verse bien» posee contenido moral, así como el «verse mal»; bien y mal quedan estetizados: el «bien» es blanco, el «mal» es negro. Se trata de una moral inmoral. Porque la imagen del «bien» le otorga legitimidad a la estética blanca (sinónimo de «pureza»); en cambio, toda otra estética es negada como «inferior». Por eso se adopta lo blanco como «modelo de belleza» porque, previamente, lo que no es blanco, ha sido naturalizado como inferior, siendo su única «salvación» parecerse, lo más posible, a lo «superior, perfecto y bueno». Por eso el racismo reordena a la humanidad a su imagen y semejanza. Ya no está hecho el ser humano a imagen y semejanza de Dios sino al contrario: Dios (lo infinito espiritual) tiene ahora hasta color; se parece a Santa Claus, es decir, un viejito ario, rubio y de ojos azules. El mismo Jesús, quien era semita (es decir, no era ario), es blanqueado para, de ese modo, «limpiar» su procedencia.
Ahora bien, ¿no tiene la comunicación actual el paradigma del lenguaje de la imagen? La imagen domina la televisión, la prensa y hasta la radio; por eso el lenguaje se va reduciendo a mero apéndice de la imagología dominante de los medios. Pero si el lenguaje mismo de la imagen se halla contaminado de racismo implícito, entonces se entiende la reacción de los medios. Su reacción no es impensada o accidental, fruto de la susceptibilidad o de la sospecha; es coherente con sus más hondos prejuicios. En eso son visionarios: si la discriminación y el racismo son combatidos legalmente, su accionar ya no puede ser omnímodo e impune. Su aparente inocencia queda descubierta como lo que es: operadores ideológicos de la naturalización de las relaciones de dominación.
Por eso la pregunta no es retórica. Es la pregunta que debe, siendo consecuentes, formulársele a una componenda mediático-periodística: ¿es el racismo «libertad de expresión»? La libertad también puede definirse en contra de ella misma; es cuando prescinde de toda referencia anterior y pretende fundarse a sí misma, en consecuencia, la libertad mía se opone a la libertad ajena. Esta aporía es insoluble; en la que se cae cuando se defiende la libertad por la libertad. Eso hace el díscolo.
Lo que define a la libertad es la responsabilidad; por eso la libertad no es un principio metafísico sino autoconciencia de la finitud humana. Somos libres porque somos finitos; por eso hay decisión, porque la libertad consiste en elegir, y uno elige porque la existencia no es infinita. Por eso, las verdaderas elecciones, no consisten en elegir esto o aquello, sino en elegir la posibilidad misma de toda elección, esto es, la vida. Si niego la vida del otro, niego la vida, porque ésta no se reduce a mi vida sino a la vida de todos. Por eso la libertad no se define metafísicamente sino políticamente. Expando mi libertad cuando trasciendo mi propio yo: las necesidades materiales de mi prójimo son necesidades espirituales para mí. Soy libre en la medida en que me hago responsable. Sin responsabilidad, mi libertad es pura inercia, y todo lo que se encuentra en su camino resulta un obstáculo o distorsión de su espontáneo desplazamiento. Esta concepción física de la libertad, llevada al ámbito humano, tiene consecuencias desastrosas. De ese modo se comporta el capricho pueril del mimado, que sólo está dispuesto a escuchar a los demás, si confirman su propio parecer. Si se pone a sí mismo como criterio absoluto de todo dictamen, entonces se entiende su oposición a toda regulación exterior (toda moral queda reducida a su moral). Quiere tener la potestad de juzgar, pero que no le juzgue nadie. Lo que no ve o no quiere ver es que su accionar tiene consecuencias públicas, y eso no puede evaluarlo él mismo, porque los afectados son también otros.
Las objeciones periodísticas que se escuchan, se escudan en la preservación de sus fuentes de trabajo; aunque la ley sólo estipule en casos extremos el cierre de medios, además de acuerdo a una normativa posterior (de consenso democrático, donde no sólo los periodistas sean los interlocutores sino la población en su conjunto). Pero esta objeción, si somos coherentes con una lucha contra toda forma de racismo y discriminación (que los periodistas alegan no estar en contra), no es legítima. Un ejemplo: si todos estamos en contra de las armas, ello supone eliminar su fabricación, lo cual conduce, inevitablemente, a la eliminación de empleos.
En el fondo se trata de la dignificación del empleo. No todo empleo es digno, por lo tanto, si no apuesto a su dignificación, su defensa es sinónimo de intransigencia. Ésta no es legítima, porque acabaría afirmando: estoy en contra del racismo, siempre y cuando no afecte a mis intereses; lo cual solapadamente quiere decir: soy capaz de tolerar el racismo porque no me afecta, es más, saco provecho de ello. Esa parece ser la bandera sarcástica de los humoristas que, ingenuamente, se brindan como escudo melodramático de los medios. Si el humor sólo sirve para burlarnos de otros, entonces el humor nos degrada; cuando un prejuicio es sañudo, los chistes se hacen venenosos, incluso para el que los profiere. Una cesación del racismo debiera ser un reto positivo para el humor boliviano, pues no hay nada más imaginativo que hacer del humor un acto pedagógico. De lo contrario, hasta con chistes, los medios preparan a una sociedad discriminadora, activando su descontento en explosiones de odio, despertando el racismo centenario que prescribe su subconsciente a la hora del insulto: «indio de mierda».
En ese sentido, la «auto-regulación», es un despropósito. Porque esto no significa otra cosa que auto-justificación. Uno no puede evaluarse a sí mismo si sus acciones van más allá de uno. Porque si de autocrítica hablamos, ésta es propia de un ser moral, autónomo, es decir, de alguien que responde por sus actos ante sí y ante los demás. Por eso la moralidad no es algo que abandono después que cierro la puerta de mi dormitorio; es algo que llevo y que me expone ante los demás como un ser responsable. Cuando los periodistas cuestionan todo intento de regulación pública de su actividad, actúan como los políticos y, de ese modo, inconscientemente, consagran la inmoralidad que tanto critican.
Por eso hasta el lenguaje degenera en los medios. Cuando ya no hay ética en el oficio, ninguna renuncia concedo de parte mía, ni siquiera por el bien común; si antes no garantizo mis intereses, el interés de los demás no me interesa, defiendo lo mío aunque vaya en contra del resto. Con el episodio de la tortura a un conscripto, ni los periodistas y menos los medios, son capaces de reflexión. Ellos mismos propician un debate sobre la obligatoriedad del servicio militar; es decir, se requiere una medida drástica ante semejante hecho, lo cual, inevitablemente, pone en entredicho la función misma de las fuerzas armadas. Pero esa misma argumentación ya no la usan los medios para sí mismos, aunque sirva también para el proceder de ellos. Extrañamente, no están dispuestos a medirse, ellos mismos, con la misma vara que miden a los demás.
Veamos un hecho: la masacre de campesinos en Pando. El 11 de septiembre de 2008, en medio todavía de la persecución y la masacre, los medios montaron, unánimemente, la retórica del «enfrentamiento». Todos los titulares, de modo premeditado, sentenciaron el hecho. Ese sorprendente acuerdo tácito no dejó lugar a dudas. El «enfrentamiento» (que nunca fue «supuesto», como el terrorismo que aun encubren como «supuesto») nos colocaba en una situación moral o, más bien, inmoral: era un «enfrentamiento entre buenos y malos». Si los analistas (invento mediático) pregonan que nada es o negro o blanco, que los matices cuentan; aquel día el acuerdo fue absoluto, sin matices que valgan. La retórica del «enfrentamiento» excusaba todo exceso; por eso las palabras del prefecto de Pando (amplificada por los medios), podían ser consentidas y hasta aplaudidas: se trataba de una apología del genocidio (por eso a los asesinos les llamaba «mártires»). El «enfrentamiento» servía para eso: se trataba de un guión que no sólo lavaba culpas sino -y esto es lo peor- nos convertía, a todos, en cómplices de un hecho flagrante. Admitir el «enfrentamiento» era admitir que aquel genocidio fue una «defensa».
Hay químicos que limpian las manchas de sangre, pero no hay nada que limpie la conciencia del asesinato. Pero los medios creen que eso es posible. Por eso inventan figuras que devuelven la inocencia al culpable. El montaje espectacular de aquel 11, es sólo comparable al montaje de aquel otro 11 de septiembre, de 2001. Ambos realizan una demolición planificada. Lo que se demuele, en definitiva, son las coordenadas del bien y del mal: si el verdugo es la víctima y la víctima el verdugo, entonces nos hallamos ante una inmoralidad. Si, frente a ello, el público no tiene criterios para enfrentar semejante situación, entonces, lo que viene, es la descomposición social. Por eso no es rara la mezcolanza obscena que los noticieros prodigan sin asco (y hasta con auspicios apetitosos): el genocidio es seguido por un circo y la masacre es precedida por LG, «life is good». Esta descomposición produce también contaminación; pero no se trata del medio ambiente sino de nuestra propia conciencia. Cuando esto se socializa, nos revuelve una paradoja: en la era de las comunicaciones, ésta es cada vez menos posible.
La comunicación no es un algo dado sino algo que se produce. Si se merma la posibilidad de esa producción, aparecen los síntomas de esa paradoja: el diálogo va desapareciendo de la convivencia humana y, con él, la propia convivencia. Entonces la política tampoco es posible; su única posibilidad es la guerra. Lo cual es ya común cuando la política es cooptada por los medios. Cuando los actores, en medio de algún conflicto, acuden a los medios, es cuando estos reducen todo a su lógica: no median nada sino, al contrario, imposibilitan cualquier mediación. Porque los criterios que guían el accionar mediático son mercadotécnicos y, dentro de ellos, lo que importa es el espectáculo; la verdad, el sujeto y la realidad son desplazados por exigencias comerciales. El formato de las telenovelas pasa a ser el formato noticiero, dejando al público en un permanente estado de tensión, sumido en la incertidumbre, pronunciando aquello que, de uno u otro modo, resulta una trampa que montan los propios medios: «ya no hay a quién creerle». Quien dice esto ya no cree pero, curiosamente, cree en aquel que le ha inducido a no creer en nadie: los medios. Es decir, la incredulidad reinante es la más crédula afirmación de un público que le otorga, inocentemente, a los medios, la autoridad sobre sus creencias.
La nueva religiosidad que inaugura la globalización ya no necesita iglesias. Sus nuevos templos son los medios, adonde concurren los feligreses, cada día, para saber qué comer, qué vestir y, lo más grave, qué opinar. El periodismo aparece como el nuevo sacerdocio del mercado global, donde las grandes cadenas y los monopolios mediáticos cotizan en su propia bolsa de valores: el rating. Este índice le sirve al mercado global para reproducirse al infinito, a costa siempre de lo finito: el ser humano y la naturaleza.
Los medios no toleran regulación alguna, porque actúan según el mercado: éste no tolera ningún Estado (salvo el que le sirve) porque no tolera regulación ni ley, salvo la suya: ésta dictamina que todo es mercancía, que nada es verdad ni moral ni ético, tampoco justo o sagrado, que todo es ofertable, vendible; por eso, la única libertad radica en la libertad de vender y venderse. Esta libertad escupe su grito a los cielos cuando se pretende nacionalizar la riqueza o cuando se propone el respeto a la naturaleza; porque si no todo es vendible, entonces se puede poner límites al mercado. Es cuando los medios decretan el estado de excepción.
El 2002 el golpe a Hugo Chávez fue mediático. El 2008, el golpe cívico-prefectural tuvo, en los medios, el lugar de articulación y emanación del racismo citadino. Esto es posible porque la sociedad boliviana es constitutivamente racista; su carácter colonial no es sólo institucional sino subjetivo y aparece cuando se encienden los dispositivos que despiertan sus más hondos prejuicios. La nueva colonización opera de modo sofisticado y tiene, a los medios, como a los ejecutores de una nueva invasión: ya no se trata de la conquista física sino espiritual. Los bombardeos son, ahora, mediáticos y ocurren todos los días y en todos los ámbitos de la convivencia humana. En las actuales «guerras de cuarta generación», los medios ocupan un lugar fundamental, provocando derrumbes de procesos democráticos, para garantizar la expansión del mercado global. El poder que cuentan no es sólo económico sino político y esto es, precisamente, lo que se denomina mediocracia.
Los medios se vuelven operadores políticos y, como tales, se otorgan, para sí, la potestad de la interpretación de los hechos políticos. Ya no se actúa como medio sino como un fin en sí mismo. La realidad se hace prescindible y, en consecuencia, la verdad innecesaria. Por eso la identidad entre realidad y hecho informativo es falsa, porque la noticia resultante es producto de una «composición» de la realidad; en la «edición» de la noticia es donde la realidad se construye a partir de prerrogativas ideológicas que, en el peor de los casos, cuando hay racismo de por medio, el resultante es lo que pasó el 11 de septiembre de 2008: una masacre.
La asonada mediática fue preparando, sistemáticamente, la figura del «enfrentamiento»; configurando estereotipos que despertaron hondos prejuicios afincados en una subjetividad citadina, maleducada y deformada, no sólo por una educación discriminadora sino por la presencia cuasi omnímoda que operan los medios sobre la sociedad. La naturalización de las relaciones racistas de dominación son activadas, por lo general, mediante dispositivos que encienden la disponibilidad del público a agredir a su prójimo, sin remordimiento alguno; porque el racismo opera precisamente para otorgarle inocencia al agresor: si se trata de un indio, se trata de una llama. Por eso el «enfrentamiento» era lo inmoral por antonomasia: el bando de los «buenos» eran «jóvenes», «población pandina», «autonomistas», «cívicos» y hasta «mártires por la democracia y el IDH»; los «malos» eran «sicarios pagados por el gobierno», «hordas masistas», «collas», «campesinos que venían a sembrar terror», «indios armados hasta los dientes». Bajo esta escenografía, la «defensa» estaba bendecida y merecía hasta la llegada del Cristo redentor. La memoria del asesino acudía a su pasado sacrificial y encontraba en las arengas de las cruzadas la razón que justificaba su sed de venganza ante el atrevimiento de la plebe. Nos hicieron tragar el «enfrentamiento» para decir amén a la «defensa»; sin siquiera preguntar lo más sensato: ¿qué clase de «defensa» persigue a los supuestos «malos» hasta acribillarlos abusivamente mientras escapan desesperados por un rio? Aquello arrojó una suma de muertes, perseguidos y desaparecidos que, más que una «defensa», era una brutal ofensa.
Para los medios, la masacre no existió. Si ésta no existió, las víctimas tampoco existen, por tanto, Leopoldo Fernández está preso injustamente. Esta distorsión se hace argucia legal y reivindicación política del racista que tiene, en los medios, un espacio hasta familiar. Si la verdad es rehén de los medios, es decir, su propiedad privada, lo que aparece es un totalitarismo con cara de inocencia. Objetarle algo resulta ir contra la libertad de expresión; proponer una regulación es dictadura, plantear una ley es persecución política.
Pero la comunicación es un bien público y no puede ser patrimonio privado. No puede dejarse al lucro privado lo que es condición de la convivencia humana. Ante la objeción del derecho a la libertad de prensa (confundida con la libertad de expresión), la respuesta de la comunidad política no puede ser otra que la de afirmar un derecho anterior a cualquier «derecho» que puedan objetar los monopolios de la comunicación: el derecho a la verdad. Sin este derecho se abre la posibilidad de la demolición moral de la comunidad. La comunicación no puede ser un negocio, así como la verdad no puede ser mercantilizada. Otorgar el ejercicio de la comunicación a intereses privados, cuyo fin es el lucro, significa el suicidio de una comunidad. Por ello, la recuperación pública del ejercicio de la comunicación, forma parte de una política de nacionalización y de recuperación de la soberanía de un Estado.
Hay un curioso discurso del presidente Einsenhower, de enero de 1961: «La influencia total (de esta conjunción entre un inmenso aparato militar y la industria armamentista) en lo económico, político y hasta espiritual es percibida en cada ciudad, cada institución, cada oficina del gobierno federal. Tenemos que protegernos contra la invasión de influencias incorrectas, intencionadas o no, del complejo militar-industrial. No debemos nunca permitir que la fuerza de esta combinación ponga en peligro nuestra libertad o nuestro proceso democrático».
Ahora sabemos que los norteamericanos perdieron esa batalla y, con ella, su libertad y su democracia; por eso acabaron siendo un público domesticado dispuesto a justificar las más grandes atrocidades de los afanes imperialistas de ese complejo militar-industrial que gobierna ese país. Allí se desarrollaron las ciencias de la comunicación o, más bien, ciencias de la manipulación, que no es más que la formalización cientificista de la propaganda ideológica que había producido el régimen nazi. Goebbels lo decía de este modo: «no nos interesa comunicar la verdad sino lograr un efecto». El poder mediático consiste, de ese modo, en generar efectos premeditados; su propósito ya no es la verdad sino la negación de ésta, como solía repetir ese ministro de propaganda e información nazi: «una verdad debe construirse a base de mentiras». En el reino de la mentira se produce el monopolio de las comunicaciones; las grandes cadenas de información ya no informan; su propósito es otro: la humanidad, el planeta y la naturaleza, son sólo la escenografía de un apetito que se expande a todos los rincones del mundo: el mercado global o imperio del capital.
El poder mediático influye en casi todos los ámbitos de la existencia humana; coloniza nuestras conciencias generando una nueva religiosidad: la idolatría del mercado. El público es amaestrado según las necesidades del mercado; es decir, ya no es sujeto de decisiones sino objeto de las decisiones de este nuevo ídolo, que reclama un nuevo holocausto, para así tener libre acceso a todos los recursos planetarios. Por eso le otorga poder a los medios, con la garantía, además, de Estados irresponsables. Aparece un nuevo poder: la mediocracia. Este poder es político y operador idóneo que usa el imperio para desestabilizar procesos democráticos. Actuaron como operadores políticos de una estrategia bélica de recaptura del poder el 2008; y son quienes preparan la masacre, preparando a los verdugos de aquel genocidio. Por eso el 11 de septiembre la invención del «enfrentamiento» no buscaba describir nada sino confirmar su credo: los indios alzados merecían un escarmiento.
Si toda información consiste en la mentira, la calumnia, el chisme, la burla, entonces la información ya no informa ni comunica la realidad, sino la desfigura, la manipula y la deforma. Una regulación de medios es necesaria incluso para bien del propio ejercicio periodístico. Una historia: una creyente confiesa haber pecado de calumnia, busca el perdón. Su confesor le dice: cuando despiertes sube a la terraza de tu casa y lleva contigo una almohada de plumas, destrózala y esparce las plumas al aire. Ella lo hace y regresa, preguntando: ¿estoy ahora perdonada? La respuesta es: todavía no. Ahora debes volver y recoger todas las plumas y rellenar de nuevo la almohada. Pero eso es imposible, replica. Exactamente, dice el confesor. Es imposible remediar aquello. La calumnia es como las plumas que esparciste, no podrás deshacer aquello.
Un analista de Panamericana, en referencia a la ley que está por aprobarse, decía: no soy de izquierda ni de derecha, soy católico y creo que con esta ley sólo nos resta acudir a Dios. Parece que este analista no lee su Biblia. Si el «no mentiras» es un principio de nuestra constitución, también lo es del decálogo. Y lo que hicieron y hacen los medios, continuamente, es mentir cínicamente. Ese analista habla, por supuesto, para quienes, como él, no creen en la igualdad humana. Los Salmos, llaman a estos, impíos: «No tienen parte en las humanas aflicciones y no son atribulados como los otros hombres. Por eso la soberbia los ciñe como collar y los cubre la violencia como vestido. Ponen su boca en el cielo y su lengua se agita por la tierra. Por eso el pueblo se vuelve tras ellos. Helos ahí son impíos, pero tranquilos constantemente aumentan su fortuna» (73:3-12). ¿Qué dice el Eclesiástico?: «El rico hace injusticias y se gloría de ello; el pobre recibe una injusticia y debe pedir perdón. Si el rico habla, todos le aplauden; aunque diga necedades le dan la razón. Pero si el pobre habla, le insultan, habla con moderación y nadie le reconoce. Habla el rico y todos callan. Pero habla el pobre y dicen: ¿quién es éste? Y si dice algo más, todos se le echan encima» (4:29).
No es raro que la comisión episcopal se oponga a la ley anti-racismo; pero si nos oponemos a ella, ¿qué hacemos con los principios cristianos? Lo que se nos pide es romperlos. Sólo nos resta decirles, lo que decía otro masacrado: «perdónalos Señor porque no saben lo que dicen». La masacre continúa cada día que nos roban el derecho a la verdad. Las víctimas son doblemente asesinadas y nosotros, al consentir aquello, nos hacemos cómplices de esa ejecución continua. Hay que señalar: no se puede hacer desaparecer a los medios, ni al periodismo, pero tampoco se les puede otorgar una libertad de acción irrestricta, impune e inmune a toda legislación pública. Recordemos: «No debemos permitir que la fuerza de esta combinación ponga en peligro nuestra libertad o nuestro proceso democrático». La comunicación es un bien público y no puede ser privatizado y menos monopolizado por el lucro. Recuperarlo no es desprivatizarlo sino nacionalizarlo (porque no es patrimonio privado sino público). Nacionalizar el ámbito de los medios significa devolverles su propósito original: servir a su propia comunidad, promoviendo la educación y el desarrollo cultural y nacional de la comunidad que les dio origen y a la que se deben.
Rafael Bautista S. es autor de «LA MASACRE NO SERÁ TRASNMITIDA: EL PAPEL DE LOS MEDIOS EN LA MASACRE DE PANDO»
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