Recomiendo:
0

¿Es la modernidad todavía una alternativa para la nueva constitución boliviana?

Fuentes: Rebelión

¿Cuál es el precio de esta cómoda servidumbre, de todos estos logros, que se los hace pagar a gente que está muy lejos de la metrópoli y dista muchísimo de su opulencia? ¿Tiene la sociedad opulenta conciencia de lo que está haciendo, de cómo está propagando el terror y la esclavitud en todos los confines […]



¿Cuál es el precio de esta cómoda servidumbre, de todos estos logros, que se los hace pagar a gente que está muy lejos de la metrópoli y dista muchísimo de su opulencia? ¿Tiene la sociedad opulenta conciencia de lo que está haciendo, de cómo está propagando el terror y la esclavitud en todos los confines del globo? (Herbert Marcuse)



En el fondo (donde las aguas estancadas despiden su verdadero hedor), la pretensión del sector conservador (la oligarquía pues, activa y pasiva), encierra todas sus opciones a una sola; porque ella misma se ha condenado (gracias a su desidia de construir un proyecto propio) a una falsa dicotomía: «modernidad o barbarie». Por eso no aspira sino a ser «moderna»; porque más allá de ella no ve nada. Y, como no ve nada, entonces se entiende la contraofensiva que protagoniza este sector (ya no sólo empresarial, también intelectual). Como toda alternativa es, según ellos, irracional, lo único posible (en su «tiny bit of vision», dicho en su lengua, para que nos entiendan) es persistir en el afán de ser «modernos»; esto traducido en la Constituyente se expresa en un prurito de dejar todo tal cual y propiciar, a lo sumo, una que otra reforma (porque «nothing is like the sun», aunque ese sol no sea sino el sol de sus dólares).

Porque desde sus dioptrías «made in» no apareciera nada más allá del proyecto «moderno», es que (ante tanta «demencia irracional») se muestran a sí mismos (en las pantallas mediáticas, auspiciadas por las transnacionales) como héroes de una tragedia que ya el inquisidor del siglo XXI, Vargas Llosa, denunció como «peste de estupidez». Las pestes, en el siglo XV y en el XXI, se controlan por un solo medio: la erradicación; y esta, «aunque duela, salva de la muerte» (como ya dijeran Gabriel Rene Moreno y Nicomedes Antelo, «célebres patricios cambas», que así describían la necesidad de acabar con los indios de este país), porque la muerte que provocan las nuevas pestes («demagogia populista», «fundamentalismo indígena» y demás chuscadas de aprendiz de brujo) son más graves, porque ellas no matan gente (cosa que poco interesa) sino instituciones abstractas que, hoy en día, valen más que la vida de todos («fiat iustitia perea mundis», o sea, secularizadamente: «que se haga la ley d el mercado aunque perezca el mundo»).

Y el mundo al cual se refieren es este país, el que nos tocó como cuna y como destino. Si debe perecer ese mundo es porque es ese mundo el que está mal (no ellos ni sus ideas importadas). De ese modo nos pretenden explicar el «atraso centenario» que pesa como una maldición sobre nuestra mediana idiosincrasia: no habría «desarrollo» porque no habría posibilidad de «modernización» mientras el elemento indígena esté presente en nuestra subjetividad. Hasta la revolución de 1952 la extirpación debía ser objetiva; después de ella subjetiva, o sea, «modernizarnos» a toda costa, o sea, «limpiar» de toda muestra de «barbarie» nuestro lenguaje, nuestras conciencias y hasta nuestros sueños. Medio siglo después, el afán continúa siendo el mismo, porque resultamos excelentes alumnos en asumir lo que no éramos y extirpar lo poco que éramos a costa de anularnos por completo; instruidos en vernos con ojos ajenos, acabamos siempre despreciando lo propio, porque lo propio aparece (desde las ga fas conceptuales que nos «dona» la inversión extranjera) como el lastre que impide ser como nos habían enseñado a ser: «modernos».

Y esta aspiración (nuestra droga centenaria; mientras más aspirábamos, más adictos a los espejismos que pintaban delirios ajenos) había que realizarla, no importando lo que cueste; por eso todos los gobiernos nos pedían un sacrificio infinito, porque el problema parecía ser nosotros, ya que las elites nunca se sacrificaban, es más, de nuestras crisis eran siempre ellas las únicas beneficiadas, y cuando instalaban sus nuevos comodines en la arena política, nadie podía dejar de advertir que su «amor» por este país era un amor dramático, porque era un «amor que mata» (en ese arrebato pasional su pretendida inocencia era siniestra: el pueblo nunca era merecedor de semejante «amor»). Por eso todo ese afán parecía una tragedia, porque más allá no había nada y toda alternativa era un invento nocivo que era mejor erradicar; como ahora afirman los empresarios cruceños del agro, quienes ven en la naturaleza y en el campesino sólo los medios para incrementar su riqueza particular (y a e so llaman «modernizar» la economía boliviana): «lo comunitario es una invención de escritorio, de quienes no saben lo que es trabajar». Esa aseveración es centenaria y aflora, hoy en día, mostrando una reacción recalcitrante ante toda posibilidad que no sea la única posible ante sus ojos: «globalizarnos», o sea, siempre, «modernizarnos», cueste lo que cueste.

Eso es lo único que ven, lo que les muestra sus ojos, porque aprendieron a ver de ese modo, porque sólo ven lo que han sido instruidos para ver. La realidad es el ámbito en el cual es posible el despliegue de nuestra visión, pero la realidad no se agota en lo que podemos ver de ella. De todos los sentidos que pueda tener, son las culturas las encargadas de desarrollar tal o cual sentido, eso perfila «lo humano», por eso cada cultura nos dice algo de aquello en lo que consista ser «humano»; pero ninguna cultura puede agotar, ella sola, la significación de «lo humano», porque su aproximación a la realidad es siempre particular, o sea, mediada en el tiempo y en el espacio. Lo cual no impide que cada cultura tenga «pretensión» universal, pues toda cultura nos habla siempre, sobre todo en sus periodos clásicos, en términos universales. Esa es «conditio humana» y muestra aquel particular modo de hallarse de un existente siempre en constante movimiento de trascendencia. El movimient o que supone la trascendencia hace posible la comunicación de formas de vida y el aprendizaje que desprende nuevos desarrollos, condición que es posibilidad de aquello que llamamos historia humana. Lo nuevo (en sentido radical) es aquello que proviene de afuera y siendo, en principio, resistido, acaba transformando lo que hay adentro, proyectando lo propio de una manera más rica y compleja (el etnocentrismo no constituye la normalidad cultural, sino la tendencia decadente del momento clásico de una cultura, cuando lo propio se cierra a toda posibilidad de apertura, cancelando así el impulso necesario para originar una nueva edad). Por eso la historia humana es una suma continua de aprendizajes recíprocos, en ocasiones problemáticos y hasta trágicos, pero siempre incesantes.

La «modernidad» inaugura no sólo una nueva era. Esta novedad es, de tal magnitud, que la transformación que opera (por vez primera a nivel mundial), para ser efectiva, debe imponerse (como violencia expansiva) en todas las esferas de la vida, provocando desordenes en la convivencia humana para someterle un nuevo orden. Pero este orden ya no es sólo cultural sino, en cuanto proyecto, se trata de un sistema civilizatorio: este «reordenamiento» de la sociedad humana deberá unificar la historia mundial (imponiendo una visión eurocéntrica, por eso se divide la historia en antigua, medieval y «moderna», el aparente «destino» de la historia dizque universal), la cultura (la occidental aparece desde entonces como la única racional y con el derecho a llamarse a sí misma universal y todas las demás son condenadas a un folklorismo pasado, «superado» del todo; un etnocentrismo cuya soberbia exageración se impuso violentamente y, cuando ya no hubo resistencia, la educación que impuso se encargó en concluir el proyecto civilizatorio europeo-moderno-occidental) y el predominio de una raza sobre las otras (sobre este racismo se constituyen las ciencias modernas y a partir, sobre todo, del romanticismo alemán, la visión racista ordenará la historia, el lenguaje, la ciencia y la filosofía).

Hasta entonces, los ejes civilizatorios anteriores, habían logrado una convivencia compleja pero posible, donde las expansiones comerciales no suponían la destrucción de las economías tradicionales, siendo incluso los intercambios comerciales, promotores de un progreso cultural compartido. Por siglos, el camino de la seda, había sido el puente de comunicación entre los tres ejes civilizatorios más antiguos de la humanidad; la demanda del algodón y el lino produjo el desarrollo de la manufactura en la India, un siglo antes que esta apareciera en Inglaterra; algo similar ocurre con la seda (que era requerida por casi todas las cortes imperiales, desde el Al-Andaluz o la Hispania latina, hasta Mindanao en las Filipinas) y todos aquellos inventos que provienen de la China (la productora mundial por excelencia). Ya en el siglo XII, la industria naviera china hacía alardes de travesías que, aun hoy en día, resultarían osadas (como navegar a sotavento en tiempos record); por siglos fue la capitana en el desarrollo de barcos (llamados juncos) capaces de atravesar todos los mares, instrumentos náuticos de precisión (gracias al desarrollo del conocimiento astronómico), así como cartas de navegación que circulaban como tesoros, en manos de comerciantes y aventureros, por todo el mundo antiguo (hasta Colon y los hermanos Pinzón poseían copias de las cartas chinas cuando zarparon del puerto de Palos). No en vano fue Zheng-He, un almirante chino (eunuco mongol musulmán que servía al emperador Zhu Di, tercero de la dinastía Ming), quien en 1421, comandó la flota de 600 juncos que cartografiaron el futuro Nuevo Mundo en toda su extensión, la Antártida, el polo norte, Australia y el mar del sur, o sea, circunnavegó el mundo entero.

La historia de la humanidad, desde una perspectiva no eurocéntrica, da cuenta de seis ejes madre civilizatorios que producen la revolución neolítica, es decir, la aparición y hegemonía de las ciudades: el egipcio-bantú, el mesopotámico, el indostán, la china, el mayo-azteca y el que se origina a partir de Tiwanaku y Cuzco. La condición fundamental para esta revolución humana fue el origen de la agri-cultura, es decir, la domesticación del alimento (cosa hoy en día no tomada en serio, pero que le costó a la humanidad milenios, si el hombre llega a producir el fuego hace como 50.000 años, se convierte en agricultor recién hace 10.000 años), es decir, asegurando la reproducción de la vida se hacían posibles las demás dimensiones que aparecen para completar el desarrollo de la vida humana; de ahí en adelante lo natural deviene en cultural, o sea, la evolución de la vida continúa por re-evolución, por intervención humana. Cada uno de estos ejes producen culturas en torno al alimen to que lograron producir, por eso se dice que el Egipto produce una cultura del trigo, o la China produce la cultura del arroz. El pan proviene de los egipcios así como la cerveza, el vino de los mesopotámicos, el aceite de oliva (y la mejor forma de producirlo, al prensado) viene de los hebreos, las especias de los hindúes, el azúcar de Indochina, el café de los árabes, el té de los chinos, el cuscus del Magreb, etc.; los mayas, olmecas, chichimecas, tzeltales, chamelas, lacandones, tojolabales, totonacos, etc., son culturas del maíz, de allí proceden el chocolatl, jitomatl, aguacatl, etc., el tabaco que se encuentra hasta en las momias egipcias proviene del Caribe. Todos estos ejes domestican un alimento completo, cuya producción de excedente genera el tiempo necesario para el despliegue de la libertad humana, la creatividad cultural, por eso sus culturas se levantan sobre aquella posibilidad y en torno al alimento generan una forma de vida y un modo de ver el mundo. Sólo en la parte nuclear de Sudamérica se produce más de un alimento completo, porque aquí la humanidad descubre no sólo la papa, el maíz (cuya matriz generativa en su estado salvaje parece haberse domesticado en el trópico boliviano), sino también la quinua, la oca, el tarwi y la hoja de coca. El 70% de la dieta mundial actual fue descubierto y producido por los pueblos y las culturas del Nuevo Mundo. Y, hasta el momento, en la conformación cultural y civilizada del ser humano y la hegemonía de las grandes ciudades, en ningún momento aparece Europa, y si seguimos la historia de los inventos y las instituciones, la aparición de las ciencias y la filosofía, tampoco aparece.

Cuando Max Weber se pregunta cuáles fueron las causas por las cuales sólo en Europa se dan aquellas determinaciones de carácter universal que la empujaron a ser la «emisaria de la civilización», en realidad no sabe lo que está preguntando. Porque su pregunta supone algo fantástico y sobrenatural que debió de ocurrir en suelo europeo. Nada de ello. Lo que sucedió fue algo tan digno de asombro como de espanto. Taylor y Habermas no superan esta ignorancia, porque no saben ver más allá de sus narices. Más allá de la Mar Océano del siglo XV, creían los europeos, no había sino el abismo del apocalipsis; cuando lo que descubre su ignorancia es un paraíso, no tarda, esa misma ignorancia, de convertir ese paraíso en un infierno («se descubrió una boca del infierno por la cual cada año inmolan una gran cantidad de gente, que la codicia de los españoles sacrifica a su dios que es el oro y es una mina de plata que se llama Potosí», Domingo de Santo Tomas, 1550), de modo que el tan temido infierno es algo que se puede producir y toda la conquista no es sino la efectivización de tal poder. El ser que produce el infierno no es otro que dios y la secularización de ese saber se llama filosofía y ciencia moderna. La ventaja que logra Europa, gracias a la cual se producen aquellos acontecimientos de carácter universal (que tanto admira Weber o Habermas y que, según ellos, es fruto sólo del genio europeo) son ventajas que les dio la conquista del Nuevo Mundo. Hasta entonces Europa era inferior en todo respecto del mundo musulmán (que cubría tres cuartas partes del globo), del Indostán y de la China; no producía nada ni era mercado para los productos que comerciaban entre sí las grandes civilizaciones, además del estigma que les habían impuesto los griegos: eran lo bárbaro del mundo civilizado, adonde los romanos mandaban a sus exiliados. Condiciones para un despegue industrial y burgués lo tuvieron también la China y la India; pero ellos no contaron con colonias ni mano de obra gratis (cuantificada en millones, indios y afros), tampoco con la inmensa cantidad de oro y plata (saqueada del Nuevo Mundo; sólo de plata, llegan a España un total de 18.000 toneladas, entre 1550 y 1660) que acabó provocando la inflación en la economía del comercio que manejaban sobre todo los musulmanes. La cantidad de mano de obra en la China y la India (además de preceptos religiosos de una profunda tradición ética) hacía insostenible la revolución de las máquinas, como sí ocurre en Inglaterra (cuya isla era prácticamente un desierto y la exigua población activa era, a causa de las pestes, la pésima alimentación y la ignorancia, no competitiva), cuya industria textil deberá financiar la destrucción de la economía hindú (apropiarse de sus avances tecnológicos y, de productores, convertirlos en consumidores).

Entonces la «modernidad» no empieza en el siglo XVII. Las condiciones fundamentales para su realización se dan gracias a la conquista del Nuevo Mundo; siendo Descartes, el siglo de las luces y la Ilustración, consecuencias de la nueva situación que revoluciona a la atrasada Europa, o sea, efectos posteriores de una subjetividad que había atravesado la experiencia de pasar de un don nadie a ser el «Yo», el «ego cogito» y, por último, el «sujeto absoluto». Para saberse amo y señor, tuvo que constituir a otro en siervo y esclavo, es decir, la constitutividad de su subjetividad fue a costa de otra subjetividad, su superioridad fue la constitución de nuestra inferioridad. Por eso le era necesario reordenar la historia, para que los demás no tengan historias propias de donde agarrarse, para que en el vació logrado por la educación «moderna» no haya rastros de salida a su amenaza centenaria: «modernidad o barbarie».

La «modernidad», en su primera constitución, para afirmarse a sí misma, tenía que lidiar todavía con una comprensión del mundo todavía renacentista. El siglo XVI (que las historias de la filosofía omiten) es el siglo donde la nueva visión del mundo empieza a cobrar cuerpo: la matematización. El problema al que se enfrenta el europeo es cómo «gestionar» la «centralidad» que Europa estaba logrando; para que haya «centro» tiene primero que constituirse una «periferia», es decir, la primera consideración no es intra-europea, ni siquiera por su lugar de origen. Bartolomé de las Casas sitúa su conversión en favor de los indios en el 1511, cuando Antón de Montesinos, en la isla caribeña de la Hispañola, denuncia las injusticias contra el indio. El primer discurso crítico de la nueva era no nace en Europa, nace en el Caribe y, con Bartolomé de las Casas, recorre filosóficamente las mejores centros universitarios de ese entonces (que no se hallaban en el norte de Europa, todavía atras ado), Salamanca, Sevilla y Valladolid (donde en 1550 se producen las celebres «discusiones de Valladolid»), donde la «modernidad» empieza a argumentar la supuesta «bondad» de su proyecto: con fray Gines de Sepúlveda aparece la justificación aristotélica de la superioridad moral y humana del varón europeo (prototipo del racismo y el machismo, fenómenos exclusivos de la «modernidad»), con Francisco de Vitoria el «ius gentum», derecho de gentes (europeas, derecho de su conquista) y el «ius peregrinandi», derecho de libre tránsito internacional (del europeo, o sea, el no derecho del conquistado a oponerse a la conquista). Pero España no puede gestionar la nueva «centralidad», pues ella misma se amputó de tal posibilidad, al haber expulsado de su suelo al elemento productivo con que contaba: moros y judíos (estos fueron los primeros expulsados de la «modernidad») y haber mantenido a una nobleza inútil y perezosa (modelos de la oligarquía camba actual, que llaman trabajo al robo d el trabajo ajeno), que le costó a España no sólo la riqueza que despilfarraban sino el imperio más largo de toda la modernidad (España fue imperio por tres siglos, los gringos son apenas imperio medio siglo y ya se creen «el reino del milenio»). El modelo renacentista pronto debió de ser reformulado y allí empieza la revolución científica. La gestión de la «centralidad» pasa a los Países Bajos y luego a Inglaterra, donde la secularización científica muestra sus nuevas posibilidades, simplificando la realidad a la cuantificación, haciendo posible la gestión «empresarial» del mundo moderno (de hecho las primeras empresas estrictamente modernas fueron la «Compañía de Indias Occidentales» y la «Compañía de Indias Orientales»).

El capitalismo o la economía «moderna» nace por una simplificación de la realidad, porque sólo la simplificación (privilegiar lo cuantitativo en desmedro de lo cualitativo) puede hacer factible una explotación inmisericorde que tenga como único fin la acumulación de ganancias: la naturaleza se concibe en términos de objeto, el dualismo antropológico concibe una nueva moralidad («vicios privados, virtudes públicas»), la cual hace posible bajar los criterios éticos, de los cielos (medioevo europeo) a la tierra (a la conciencia individual, el ciudadano moderno burgués no responde de sus actos más que a sí mismo), y la economía aparece como la nueva ciencia, cimentada sobre dos principios inamovibles: la libertad de contratos y la propiedad privada; la administración racional del sistema-mundo-moderno es la encargada de «gestionar», «viabilizar» y «consolidar» el nuevo orden, lo mismo hará la política liberal. Locke no es nada sin Francisco Suárez, este todavía lidiaba con el ant erior paradigma renacentista, aquel ya presenciaba la primera revolución triunfante burguesa y su propósito era consolidar ese nuevo mundo que iba a llevar la batuta después de España: Inglaterra. Adam Smith todavía saca el cuello fuera de Europa para ver de dónde se puede aprender a «gestionar» la «centralidad» y encuentra a la China (cuyo modelo es el que sigue Inglaterra para ser imperio), pero desde Hume, cuando ya está consolidada la burguesía en el poder (cuando gracias a los productos del Nuevo Mundo empiezan incluso a enriquecer su magra dieta), empieza un etnocentrismo enfermizo que, después, alimentado por el romanticismo alemán, genera una justificación hasta filosófica de un racismo insensato (no en vano Alemania produce un Nietzsche o un Hitler o un Goebbels, o las hordas nazis que, en nombre del Cristo, asesinan a más de seis millones de judíos; no podía ser de otra manera, si antes Europa ya se había ejercitado en la Inquisición y luego en la Conquista, seis m illones no era nada comparado a lo que ya habían hecho: crear el infierno en la tierra).

Entonces la «modernidad» es en primera instancia un proyecto: el ejercicio sostenido de una «centralidad», que se piensa a sí misma, para efectivizar su «centralidad» siempre de mejor manera. Al principio debía de justificar racionalmente la pretendida «bondad» de su proyecto (eso es lo que hace desde Gines de Sepúlveda y, en adelante, toda la filosofía moderna), luego «gestionar» la viabilidad de su proyecto (la economía y la política inglesa) y, después y siempre, confirmar racionalmente su proyecto (la Ilustración); para ello debe de construir e imponer un concepto de razón y hacer pasar esta razón como razón universal, de modo que todo uso de la razón no pueda esgrimirse mas que en los términos que ella propone, apareciendo toda otra razón como irracional. La escuela de Frankfurt entiende esta razón como razón instrumental y, como los posmodernos, identifican a esta como toda razón posible, o sea, como terror y, de ese modo, no hallan escapatoria posible (pero los posmode rnos creen encontrar una salida y apuestan al suicidio, es decir, como lo racional es lo condenable, entonces optan por la irracionalidad, haciendo de todo una aventura nietzscheana de la destrucción estética). Por eso el sector conservador reacciona de dos maneras y ambas demuestran la miopía de sus cortas vistas: un sector pretende reformas que introduzcan cambios que hagan de la performatividad del sistema algo más efectivo y viable, esto significa, un cierto grado de «inclusión» (siempre por subsunción, admitir al otro pero siempre como subordinado), dentro de los marcos ya constituidos, es decir, permitir que haya un adicional porcentaje (siempre mínimo) de nuevos beneficiarios. El otro es la reacción nietzscheana; ante la avalancha de las multitudes (así les llaman) queda la defensa aristocrática, es el sector extremo de derecha que no cree en la igualdad ni en la solidaridad (ni en la madre que los parió) y están dispuestos a afirmar su «diferencia» con todos los medi os que puedan comprar (que son muchos), por eso recurren al miedo, a la intimidación, a la amenaza abierta y a la confusión de lenguas.

Por eso llaman «consenso» a su imposición, «pluralismo» a su proyecto único, «respeto» a su soberbia, «seguridad jurídica» a la justificación de sus robos, etc. La «ética del discurso» que proponen Habermas o Apel, es decir, la superación pragmática del «paradigma de la conciencia» supone, en el fondo, una intención seria y honesta del argumentante, pero fácticamente esa suposición se desvanece ante la presencia, ya no del escéptico (que es al que se enfrenta esta «ética»), sino del cínico, que es quien no está dispuesto a dialogar y menos a escuchar, es más, está incluso dispuesto a terminar con la «vil multitud», porque sus prejuicios pueden más que las razones y sus prejuicios señalan al «otro», que no es él, siempre como lo «bárbaro», «salvaje» y «falto de toda humanidad». Esa es la situación límite que la modernidad ha constituido y recurre a ella siempre que la amenaza es seria; por eso sociedades «cultas» e «ilustradas» pueden dar muestras de infamia inaudita, como la Alemania de Hitler o Chile del 73, como la Francia «revolucionaria», cuyas ideas rectoras («liberté, egalité et fraternité») podían estar en boca del pueblo francés pero nunca en boca de negros haitianos, cuya liberación (la primera de la modernidad) fue castigada por Francia, España y gringolandia, dejando a la primera nación de hombres libres como la más miserable de América (ese fue el precio que pagaron los negros por dar el ejemplo). Por eso, la «cultura», «educación» y la «moral» de una sociedad conservadora no muestra compasión cuando de defender su «way of life» se trata, ¿o acaso los privilegiados de La Paz renunciaron a consumir la gasolina que venía manchada con sangre de sus hermanos, en octubre del 2003; acaso no les sirvió esa gasolina maldita para comulgar el domingo con su dios que bendice sus cuentas bancarias? Esa racionalidad muestra su verdadera cara en las crisis y actúa como siempre lo ha hecho, es una razón cínica e indolente, pues sus ideales siempre se imponen a la fuerza, porque son ideales del ciudadano moderno, no de la «plebe» y menos de «indios», son los ideales que produce la libertad de los privilegiados.

Pero, como en Bolivia, sus privilegios están en entredicho, entonces arremeten con el encono propio de un héroe dizque traicionado (figura melodramática que inventan los «medios», al estilo de telenovela mexicana, donde el galán es siempre un empresario y su lucha consiste en realizar el sueño de la «sufrida», que sufre porque el maquillaje no se le corra mientras llora su infortunio: no vivir en Miami), que hace de la confusión de lenguas su bandera donde arremete como le venga en gana, y los «medios» patrocinan esta orgía de palabrería hueca porque ahora es el espectáculo que atrapa al que «no se mete en nada» y todos hablan por él, y por no meterse en nada acaba sin saber qué esperar, qué hacer o qué decir y sólo se limita a repetir lo que los «medios» dicen por él, y lo que repite cree que es la verdad porque ha salido de su boca y, ¡qué casualidad!, aparece como titulares en los «medios»: «así piensa el pueblo» (si hoy aparece una cultura de la indiferencia y la intolera ncia, es aquella que patrocinan los «medios», cuya fidelidad posmoderna al culto de la imagen, les hace proclives al festejo insensato del caos y la incertidumbre, figuras que la posmodernidad, o ‘modernidad in extremis», explota y disfruta en épocas de crisis).

En tales circunstancias no hay apelación a la razón, como nunca lo hubo cuando se conquistó y colonizó el Nuevo Mundo, ni cuando terminó de expandirse la «modernidad» por el mundo entero; sus ideales «emancipatorios» e «ilustrados» fueron siempre la ilusión que le vendieron al mundo mientras estos aseguraban su nuevo orden, por el cual el tercer mundo queda condenado a suministrar todas las necesidades que al primer mundo se le antoje. Por eso era un proyecto siempre en constante reformulación, porque el orden que imponía provocaba desórdenes que eran siempre motivo de nuevas recomposiciones; en su última etapa humanista todavía buscaba mostrar algunas bondades frente al comunismo soviético y el Estado keynesiano todavía lograba incluir trabajo, o sea, mano de obra sobrante. Pero ahora, sin muro de Berlín al frente y proclamado el «fin de la historia», se siente libre (el mundo «moderno») de hacer lo que le venga en gana y eso es lo que hace con la última cruzada «moderna»: l a globalización.

La intención es obvia, se trata de abrir las fronteras para el capital, pero construir muros para los seres humanos (porque la revolución tecnológica puede prescindir de ellos); provocar nuevos conflictos para crear situaciones de desestabilización que reclamen intervención. Esa es parte de la estrategia de la derecha (no pensada por ellos, pero acatada hasta sus últimas consecuencias): si se avizora algún cambio, por mínimo que sea, hay que provocar incertidumbre y anarquía, que todo afán de cambio sea interpretado como «populismo», «dictadura», «totalitarismo», «comunismo», terrorismo», etc. Porque el proyecto «moderno» no puede permitir otra Cuba en Bolivia, porque de lo que se trata es de hacer «negocios» y los «negocios» se hacen para las empresas no para la gente, porque un país «rentable» es un país donde las empresas saquen «ganancia extraordinaria», donde los recursos naturales sigan alimentando al primer mundo y, si es todavía «rentable», al país donde se encuentren , donde la economía y la política continúe administrada por una elite servil que esté siempre dispuesta a rifar a su país por lo que se le ofrezca. En ese proyecto estamos metidos desde la Conquista, es decir, somos los obligados a ser «modernizados» y empujados a la deshonesta competencia de la globalización. El mundo es uno solo desde entonces y no hay escapatoria, de eso trata la globalización; es la subordinación del hombre y la tierra al capital: si no te vendes entonces estás de más, y si estás de más y no tienes con qué comprar, entonces eres prescindible.

El capital necesita de las únicas fuentes posibles de riqueza, el hombre y la tierra, pero su tendencia competitiva (exclusivamente orientada hacia la ganancia) destruye esas fuentes y se destruye a sí mismo; lo grave es que, en esa destrucción, no hay punto de retorno, pues una humanidad condenada a la miseria no se recupera ni en dos generaciones y la destrucción de la tierra hace imposible toda recuperación humana. Pero al capitalismo salvaje, léase neoliberalismo, parece ya no importarle estos costos, dicen los neoliberales, «probables», pero en un futuro (siempre infinito) «superables». Hoy nos encontramos en una situación paradójica y única en la historia mundial: la decadencia de una civilización arrastra consigo la destrucción de la vida en el planeta. Ya la Alemania de Hitler demostró que toda una sociedad puede marchar triunfante en pos de la muerte. Precisamente la pulsión de muerte es hoy frecuente, no sólo entre los jóvenes sino también entre adultos, sobre todo en sectas evangélicas fundamentalistas; esta pulsión, aunque atenuada, también se muestra en el ámbito intelectual, no en vano la literatura posmoderna promueve el sinsentido, y el cine y la televisión hacen del horror, el miedo y el humor trivial el entretenimiento diario. Es decir, ¿el proyecto civilizatorio europeo-gringo-moderno-occidental, la «cumbre de la razón universal», el «fin y destino de la historia universal», la «apoteosis de la emancipación humana», al final, no puede ofrecerle a la humanidad nada más que no sea la expectación estética de la destrucción de todo? ¿Cómo es posible superar ese callejón sin salida al cual ha metido la «modernidad» a toda la humanidad?

La «modernidad» es el primer sistema civilizatorio que vacía de contenidos la ética que postula, es decir, la ética «moderna» descansa, en última instancia, en la conciencia solipsista del individuo aislado; para colmo este individuo es un ego dividido, cuya humanidad se describe en términos de razón, es decir, privilegia la conciencia, el pensamiento, el lenguaje, a costa de la conformación unitaria de una subjetividad que no está dividida en cuerpo y alma. Sino que es un existente como necesidad, por eso su primera y fundamental modalidad es la trascendencia, de una subjetividad siempre intersubjetiva, porque nace en otro, se alimenta de otro, le educa otro, le hace feliz otro y le entierra otro, cuyo horizonte de satisfacción nunca es pleno aisladamente, por eso la trascendencia es su modo de apertura al otro que no es él, que no puede ser como él y que, como demanda anterior a todo deber, le instala en la responsabilidad, siempre anterior a toda libertad, por eso su exist encia es comunitaria. Una ética cuya fundamentación última es formal, acaba abstrayéndose de la vida concreta, material, de las necesidades reales del existente. Y estas son las que han permanecido inalterables desde la aparición de las primeras civilizaciones, desde el «Libro de los Muertos» del Egipto milenario, el «Código de Hamurabi», la Tora hebrea, los libros proféticos, como el de Isaías, Mateo 25, el Corán, hasta en los preceptos incas: «dar pan al hambriento, agua al sediento, vestir al desnudo, cobijar al extranjero, hacer justicia al pobre, a la viuda y al huérfano».

La ética «moderna» no considera esas necesidades, porque parte de un dualismo antropológico que no reconoce aquellas necesidades como plenamente humanas; reconocerlas le obligaría a reparar la injusticia que desató a los cuatro vientos. Le obligaría a reconocer las perversas consecuencias de su proyecto y le obligaría, también, a relativizar su pretendida justicia racional y civilizatoria y abrirse a otras maneras de ver el mundo y la vida que, al no haber sido destruidas del todo, pueden ofrecerle alternativas a la tendencia suicida de su economía: el capitalismo. Esa es la panorámica que se abre ante la Constituyente; la «modernidad» ya no es alternativa porque no es garantía de vida para todos. La alternativa se encuentra adentro y ha posibilitado siempre que sobrevivamos. Pero para ello la visión ya no basta, porque hemos sido instruidos para ver sólo lo que la «modernidad» quiere ver: su propia imagen. Lo nuevo siempre se expresa en lenguaje nuevo, pero al principio el l enguaje no puede expresar el contenido de lo nuevo, por eso recurre a la metáfora o la analogía; como no sabemos interpretar lo nuevo que acontece entonces hacemos de la indicación una mofa, por eso los «medios» acusan al canciller Choquehuanca de ignorante cuando dice: «ya no leo libros sino las arrugas de los abuelos». Entonces mofémonos también de George Bernard Shaw: «mi educación fue buena hasta que la interrumpió la escuela». Si algo nos apremia, es des-aprender lo aprendido, des-montar lo que teníamos por sabido y producir una apertura hacia los saberes originarios, es decir, «escuchar». La alternativa la tienen los pueblos originarios y es una alternativa que debemos saber incorporarla a nuestro lenguaje, es decir, expresar sus contenidos de modo que los argumentos, por un mundo nuevo y más justo, sean no sólo nuevos sino sólidos y contundentes.

Como alternativa de un mundo más justo, no puede negar nihilistamente la «modernidad» (sería caer en su propio nihilismo, pero al revés) y asumir ciegamente una nueva totalidad con pretensión de dominio; por eso los criterios éticos son fundamentales y son los que nos ayudan, ahora, no sólo a atravesar la «modernidad» sino a evaluar críticamente toda pretensión de liberación. Por eso la disyuntiva no es «modernidad o barbarie», porque la «modernidad» (como proyecto) no es ninguna alternativa y lo otro no es la barbarie, es «otro modo» que la «modernidad», que puede subsumirla, pero dotándole de nuevo sentido, porque oponerse críticamente a la «modernidad» no es negar su tecnología o su cultura sino subsumirlas como posibilidades de un proyecto distinto, más justo, como dicen los zapatistas: «un mundo en el quepan todos».

Que sea entonces la Constituyente obra de los excluidos por la «modernidad», de los que sobraban y no hacían mercado, de los que soportaban con su humanidad las desgracias que produjeron las elites «modernas» de este país. Ellos han producido esta nueva esperanza y nuestra apuesta va con ellos. Con ellos queremos recordar a Francisco Xavier Clavijero, mexicano, contemporáneo de Kant, cuya obra fue una de las tantas excluidas del panorama filosófico mundial, por no ser europeo y, para peor, ser de la periferia: «Nosotros nacimos de padres españoles y no tenemos consanguinidad con los indios, ni podemos esperar de su miseria ninguna recompensa. Y así ningún otro motivo que el amor a la verdad y el celo por la humanidad nos hace abandonar la propia causa por defender la ajena con menor peligro de errar».

Autor de «OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA». Editorial «Tercera Piel», La Paz, Bolivia [email protected]