Recomiendo:
0

¿Estado autonómico o estado plurinacional?

Fuentes: Rebelión

Mañana se realizará el referéndum autonómico. Poco importa si gana el sí o el no. El debate acerca de las autonomías muestra la pérdida -incluso gubernamental- del horizonte plurinacional. El lenguaje que expresa, tanto al gobierno como a la oposición, es el autonómico; toda discusión ha devenido en una pueril guerra declarativa: ¿quién es más […]

Mañana se realizará el referéndum autonómico. Poco importa si gana el sí o el no. El debate acerca de las autonomías muestra la pérdida -incluso gubernamental- del horizonte plurinacional. El lenguaje que expresa, tanto al gobierno como a la oposición, es el autonómico; toda discusión ha devenido en una pueril guerra declarativa: ¿quién es más autonomista? El que se aparta de esa discusión está «políticamente incorrecto». El lenguaje autonomista ha borrado las fronteras entre la derecha y la izquierda, también la esfumado las referencias de lo popular, así como el carácter revolucionario que anunciaba el horizonte plurinacional. Así ha degenerado el debate político (para deleite del circo mediático). En esa trifulca poco importa lo verdaderamente importante; todos pelean, de uno y otro lado, por su exclusiva sobrevivencia. Tanto oposición como gobierno son, de ese modo, hermanados en lo inmediatista: todo se trata de sobrevivir, y a cualquier precio.

Hace poco, un reconocido intelectual del lado conservador declaraba, en una radio local, que la Constitución que aprobamos el 2009, no fue la que emanó de la Asamblea Constituyente (expulsada de Sucre, pero culminada en Oruro) sino de las «mesas de concertación» que, tanto gobierno como oposición, «celebraron» en Cochabamba y La Paz. Esto corrobora lo que ya habíamos advertido: el 2009 confirmamos un rapto, pues el poder constituyente había sido anulado por el orden instituido y, con ello, se reponía éste último a costa de la soberanía plurinacional.

La nueva Constitución, que debía contener una nueva estructura normativa del Estado plurinacional quedaba viciada por las prerrogativas liberales (que habían sido ya introducidas, aunque tímidamente, en la Asamblea Constituyente, y reafirmadas muy diligentemente en las «mesas de concertación»); de ese modo se resucitaba al Estado anterior y se despachaba al rincón de los recuerdos la potencia revolucionaria del poder constituyente. Lo que el proceso de cambio tenía de revolucionario, lo tenía por ser un proceso constituyente. Pero si esta potencia constituyente es desconocida por el orden instituido, entonces lo que sucede no es sino la reposición del carácter señorial-liberal del Estado colonial. En resumidas cuentas, se trataba de un coup d’Etat. Suprimido el poder constituyente se suprimía al sujeto constituyente y, en su lugar, aparecía un sujeto sustitutivo que, a nombre del proceso de cambio, cambiaba todo para no cambiar nada.

¿Qué era lo que reponía las prerrogativas del Estado señorial-liberal? El proyecto que abrazó la oposición más conservadora para enfrentar y bloquear toda posibilidad de constituir un Estado plurinacional y que, infelizmente, abrazó finalmente el mismo supuesto gobierno del cambio: el Estado autonómico.

Cuando los pueblos de tierras bajas empezaron, a fines del siglo pasado, el proceso constituyente, reclamando una nueva Asamblea para refundar nuestro país, lo hicieron enarbolando algo que, en todas las luchas emancipadoras indígenas había estado siempre presente: la autodeterminación de los pueblos. El lenguaje oenegista de la época tradujo eso por «autonomía», lo cual sirvió a la derecha para asimilar, otra vez, a lucha popular, bajo una terminología pertinente a sus intereses. De ese modo se legitimó -tarea de intelectuales- el proyecto conservador con nuevas banderas populares. En octubre de 2003 eso era claro, pues la respuesta de la oligarquía camba fue rotunda ante la gesta revolucionaria de octubre: el reclamo de autonomía se hizo unánime en la derecha, porque lo otro significaba la creación de un nuevo Estado. Ante aquello ya inevitable, más aun con la elección de Evo, a la derecha sólo le quedaba la negociación o la capitulación.

El chantaje al proceso constituyente se expresó de este modo: sólo podía ser viabilizada la Asamblea Constituyente si se incluía las autonomías. Ésta fue la trinchera adonde se recluyó el ámbito conservador y, desde allí, boicoteó todo. El propósito era claro: el nuevo proyecto de Estado, si triunfaba, debía ser minado desde adentro. Las concesiones que se fueron confiriendo no bastaron, pues hasta exiliada de Sucre, la Constitución aprobada en Oruro fue «abierta» con la connivencia del propio gobierno y, de ese modo, «revisada» por los intelectuales al servicio del proyecto oligárquico. La facción gubernamental afirma, para su descargo, que sólo aquello viabilizaba la aprobación del texto constitucional; lo que no admite es que aquella «revisión» le devolvía al Estado su carácter conservador y, gracias a ello, podía reponer su estructura liberal. Los ideólogos del gobierno no veían tanto problema en ello porque sus premisas también eran liberales, es decir y, por ello mismo, aquello se llamaba acertadamente «mesas de concertación».

No se enfrentaban dos visiones o proyectos de Estado sino que, a lo sumo, se negociaba la hegemonía. De ese modo, el sujeto sustitutivo repetía, para su propia desgracia, la paradoja señorial. No estaba a la altura de su desafío histórico: encarnar el nuevo horizonte político; lo único que hizo fue, como toda nueva elite, negociar, con la vieja, el poder arrebatado al pueblo. La oligarquía estaba derrotada pero, aun así, el sujeto sustitutivo -cuyo horizonte de creencias lo ataban al viejo Estado- en aquella negociación le devolvía a la vieja elite sus prerrogativas.

El llamado entorno q’ara repetía la historia como comedia, domesticando la revolución que el pueblo les había delegado. Hubiesen sido revolucionarios el 1952 pero ya no el 2009. El pueblo no había encarnado, en el 52, la necesidad de refundar nuestro país; pero desde el 2003 era inobjetable una nueva Constitución y un nuevo Estado. Las naciones y pueblos indígenas nos habían enseñado que el secreto de nuestra dominación radicaba en el propio marco normativo que estructuraba al Estado. Ese marco liberal era lo que debía superarse; pues era la sustancia misma que legitimaba a la legalidad del Estado-Nación. Un Estado plurinacional ya no podía partir de un marco normativo liberal. La novedad radicaba allí. La derecha más lúcida lo comprendió de ese modo. Por ello la insistencia en las autonomías se hizo asunto de vida o muerte.

El discurso autonomista no tenía nada que ver con la autodeterminación de los pueblos y las naciones. El modelo autonómico, en todas sus variantes, reafirmaba la fisonomía republicana del Estado, por ello bosqueja una estructura piramidal donde la descentralización de las funciones estatales no son nada más que la negociación de cuotas de poder entre los estamentos canonizados de la distribución liberal (gobierno, gobernaciones y municipios); por eso no es de extrañar que la «autonomía indígena» sea arrinconada al lugar más bajo siendo, en la práctica, cuasi imposible su implementación. Tampoco es de extrañar que, en los últimos años, la migración de ayllu a municipio sea lo más usual, pues ante la inexistencia de un marco normativo que ampare al ayllu -le dé existencia legal-, lo único posible es ampararse en el marco legal existente; el cual no consiente otras figuras que no sean las liberales, donde lo comunitario desaparece y sólo puede sobrevivir si se subsume a una normatividad burguesa, pertinente para el desarrollo exclusivo del capitalismo; lo cual significa la muerte de toda comunidad.

La adopción del proyecto del Estado autonómico empezó a revelar el carácter conservador de una izquierda en función de gobierno: la nueva derecha. Esto confirmaba la no pertenencia y falta de identidad de una izquierda que nunca supo en qué país estaba ni qué pueblo representaba. Por eso las críticas que la otra izquierda le hace al gobierno no tocan nunca el asunto neurálgico. Le oponen un socialismo anacrónico a un gobierno, cuyo horizonte socialista, le impide comprender la novedad que emana del nuevo sujeto plurinacional.

Habría que recordarles a los marxistas, de uno u otro lado, que una de las tres fuentes integrantes del marxismo -Lenin dixit- es el socialismo utópico francés, el cual fue posible, no sólo por la literatura utópica que inauguran Tomas Moro, Campanella y Bacon (los cuales hacen referencia siempre al Nuevo Mundo), sino por la influencia jesuita en Europa, que propagaban la forma de vida de las Reducciones como el modelo de convivencia utópica que encendió los ideales hasta de la revolución francesa. Esto quiere decir que la forma de vida que practicaban indios y jesuitas fue la inspiración del socialismo utópico. Lo mismo puede decirse de las ideas de democracia y libertad individual y hasta del sistema federal, las cuales no provienen de Europa sino de Amerindia. Europa, que procedía culturalmente de Roma y Grecia, respondía a tradiciones monárquicas que suprimían libertades individuales bajo regímenes despóticos. Tradición democrática no conocían, eso lo aprendieron de los indios; hasta el sistema de confederaciones de la liga Iroquesa fue el origen del sistema federal y de los Estados Unidos; el mismo concepto de «liga de las naciones», que da origen a la ONU, es de origen indio.

Pero el eurocentrismo de la propia izquierda marxista fue lo que impidió siempre la consolidación de todo proyecto auténticamente nacional. Partir de lo propio nunca fue opción para una izquierda desprovista hasta de color local. Ese era el punto de inflexión que la llevó siempre a pactar con las elites conservadoras. Los prejuicios modernos los hermanaban siempre en contra de un alguien siempre señalado: el indio (eso explica el antimarxismo del indianismo). Por eso parten de un proletariado de libro, sin carne ni sangre, una abstracción que, una vez desaparecido, no importa, pues nunca realmente existió. Fueron los propios prejuicios modernos de la izquierda lo que le impidió trascender el credo capitalista y afirmarlo con más vehemencia, a costa siempre del sujeto real, concreto, que nunca llegó a conocer, por eso siempre se propuso eliminarlo: desarrollar, progresar y modernizarnos, partía siempre del presupuesto de que lo nuestro es inferior por naturaleza (racismo congénito moderno). La modernidad sólo fue posible excluyendo y negando toda otra forma de vida; por eso las revoluciones se hacen conservadoras: luchan contra el orden pero, al final, lo reafirman como lo único posible, porque no creen en otra cosa que no sea lo moderno.

Ahora la modernidad ha entrado en crisis terminal. Por eso el carácter revolucionario de nuestro proceso consistía en que, desde lo negado, se hacía posible imaginar un nuevo horizonte de vida, un nuevo Estado, una nueva política, una nueva economía. Pero, cuando se daban las condiciones objetivas de partir de lo más propio, la paradoja señorial nos mostraba que la dirigencia del proceso, las condiciones subjetivas, otra vez, no se hallaban a la altura del acontecimiento, entonces ¿qué podían hacer sino restaurar el mismo Estado del cual no eran libres? Como dicen los que saben: es más fácil, salir del mundo, que el mundo salga de uno.

La misma Constitución declara en su prólogo que «Bolivia es un Estado plurinacional… con autonomías». No dice un Estado autonómico. La diferencia es lo que hay que aclarar. Desde la Asamblea hasta la actualidad, el gobierno ha gastado una considerable cantidad de recursos en contratar «expertos» en procesos autonómicos y teorías de la autonomía (entre los mismos asesores que tuvo el Ministerio de Autonomías figura gente que estuvo en las «mesas de concertación» y que, además, estuvieron siempre en contra del proceso constituyente); «expertos» que sabían bien de todo menos de lo más elemental: nuestro propio país. Nuestros intelectuales, consumidores netos de las ideas de afuera, se dieron a la tarea de imitar en suelo nuestro aquello que se teorizó en países como España, Bélgica, Canadá, etc.

Vale la pena recordar que en esos países aquellas teorías sólo fueron eso, teorías, pues todos ellos enfrentan, desde hace un buen tiempo, serias amenazas de desintegración que no pueden ser superados por ningún modelo autonómico. Porque la unidad nacional, necesaria en esta transición geopolítica global, no pasa por cuestiones técnico-administrativas, de descentralización, o por razones culturalistas. La vigencia y legitimidad de un Estado -y de su soberanía política- tiene que ver con algo que los propios clásicos de la filosofía moderna reconocen: el Estado es la consciencia del pueblo, es el universo ético de un pueblo hecho objetividad. El pueblo que se constituye en sujeto, instituye su universo ético como contenido normativo de su existencia política. Es decir, no hay nada más racional que partir de lo más propio, un pueblo que parte de sí se hace, de ese modo, real.

El modelo autonómico es apenas un modelo de administración de las funciones públicas; no llega a constituir una nueva normatividad porque es una expresión actualizada del paradigma liberal. Su popularidad consiste en que pretende responder a una necesidad: la mejora de la performance estatal. En ese sentido, su adopción, en el mejor de los casos, responde a inquietudes de carácter técnico. Como en la medicina, la política imperial produce la enfermedad para luego vendernos la vacuna; destruye la soberanía de nuestros Estados para después financiar modelos, que los producen las academias del norte para reafirmar nuestra dependencia. En ese sentido, los modelos autonómicos también pueden ser caballos de Troya, como el impulsado por los gringos para balcanizar a la ex Yugoeslavia.

Todo lo que predicaba la oligarquía camba provenía, en gran parte, de los famosos acuerdos de Rambouillet, del cual USA y la OTAN se sirvieron para acabar con la soberanía de aquel país. La negativa inicial al discurso autonomista fue por ello coherente; pero en la reposición del orden instituido, la misma retórica oligárquica fue asimilada, quedando el nuevo horizonte conceptual como un mero disfraz de la nomenclatura liberal que había sido restaurada bajo el apelativo de Estado plurinacional. No sabiendo en qué consiste aquello, se tenía que proponer un modelo estatal con algo; abrazar un modelo autonómico fue la única opción ante la ausencia de proyecto plurinacional. Por eso el Estado que se dedujo no podía acabar con la ley 1178 ni con el decreto 21060, porque lo único que se perfilaba era lo que ya había producido el neoliberalismo: un Estado administrador. Esta nueva descentralización de funciones en la ejecución pública, reactualizaba la ley de participación popular que, en los hechos, sólo había democratizado la pobreza y la corrupción.

Lo único logrado, hasta ahora, en el proceso autonómico, ha sido la inflación del aparato burocrático del Estado. Una vez respuesta la estructura liberal del Estado, además con el carácter de mero administrador que impuso el neoliberalismo, descentralizar aquello no conduce a hacer más eficaz las funciones estatales; sucede más bien lo contrario, pues para justificar delegaciones de poder y decisión, se tienen que incrementar conductos de transmisión de decisión y ejecución, lo cual ralentiza la propia gestión pública; sumado a ello la pugna hasta jurídica entre competencias que no siempre están definidas del todo.

Pero, y esto es lo grave, resulta hasta un contrasentido optar por una descentralización radical de algo cuya unidad es todavía bastante frágil. El gobierno parece haberse dado cuenta de ello, pero tarde (quizás por eso los estatutos patrocinados por el oficialismo no ceden mucho poder). La estructura liberal del Estado boliviano nunca produjo unidad nacional; siendo colonial y respondiendo a intereses que ni siquiera eran los propios, lo único que se requería era una fiel administración de aquella transferencia unilateral de valor hacia afuera: los intereses de afuera prevalecían ante los nuestros porque el Estado mismo estaba estructurado para hacer prevalecer aquello. Toda la estructura administrativa y legal que no fue desmantelada sino hasta reforzada, no ha hecho otra cosa que reponer la ineficiencia, la corrupción y hasta la desigualdad al interior del mismo gobierno. La legalidad vigente, así como no ampara nada que no sea el mercado y el capital y hace imposible otra economía que no sea el capitalismo, así le priva al Estado de identidad y universo ético propio. No parte de sí, por tanto, no vive para sí.

Un Estado plurinacional tenía la prioridad de reconstituir a las naciones que le constituyen y le dan sentido de vida. El contexto actual de crisis civilizatoria y crisis climática era el más idóneo para proponer, de modo hasta global, un nuevo paradigma como superación de la orfandad utópica que ha dejado una modernidad en crisis terminal.

Para consolidar una hegemonía (que no es dominación) se precisa consolidar una política de Estado, la cual, por legitimidad horizontal, tiene que hacerse doctrina estatal, es decir, ideología nacional. Si no hay esto primero, autonomizar sus funciones es un contrasentido, pues en la lucha por el poder, cuando ésta se ha universalizado hasta los estratos más bajos, sólo puede tener como fin la fragmentación y hasta la desintegración. Si la política de Estado no se ha hecho ideología nacional y doctrina propia de todo el conjunto estatal, el conjunto de competencias locales y nacionales no concurren sino hasta se oponen. Las autonomías mismas aseguran el poder local de las elites y, en una suerte de pacto fáustico, una vez «normalizado» el Estado, gobierno y oposición sólo juegan a quién dobla el brazo del otro.

Un proyecto estatal no es algo que se produzca por inercia institucional; no es lo técnico lo que prescribe la identidad y la soberanía de un Estado, sino lo político. El horizonte plurinacional, su clarificación, era la materia política de la nueva potencia popular; pero abandonado ese horizonte, lo que tenemos en la arena política es sólo discusiones de carácter técnico, cuando es lo político del Estado lo que no se halla resuelto. Esto se hizo manifiesto en las últimas elecciones, allí había de todo menos discusión política; ni siquiera el tema del mar provocó una seria reflexión de carácter geopolítico que proponga una consecuente política de Estado.

En esta coyuntura, cuando viene menguando el carácter revolucionario de nuestros procesos, el gobierno sólo apuesta a su sobrevivencia y, como no es capaz de producir hegemonía, opta por la dominación, es decir, por la legitimidad vertical (propia del poder que manda, no del poder que obedece). Poco ya importa el resultado del referéndum; lo triste es ver cómo el Estado plurinacional ha ido perdiendo su carácter revolucionario y ha ido reponiendo las prerrogativas del Estado liberal que queríamos superar. Performativizar las funciones estatales parece ser la única prioridad ahora, cuando la estabilidad lograda es sólo aparente. Kissinger dijo alguna vez que la estabilidad europea y gringa se la debía tan sólo al bienestar económico y se preguntaba, ¿qué pasará cuando ese bienestar acabe? Lo mismo podríamos preguntarnos ahora.

La estabilidad lograda es sólo circunstancial y aparente y no basta para afirmar lo esencial de todo porvenir estatal: la unidad nacional. Ésta es siempre acompañada del sentido de país que produce un proyecto que ha producido un máximo de disponibilidad común. Este máximo es lo que configura la unidad nacional. En nuestro caso, este máximo de nueva disponibilidad es lo que se había articulado en torno al horizonte propuesto por el sujeto plurinacional. En el proceso autonómico desaparece este sujeto y todo se reduce a la dictadura de las lógicas institucionales. Por eso se devalúa lo político en beneficio de lo técnico. Pero el Estado, como mero administrador es producto, precisamente, de un puro razonamiento técnico; ahora, como no se puede solucionar un problema con el mismo conocimiento que lo ha creado, resulta paradójico que, a nombre de Estado plurinacional, se pretenda constituirlo con la misma normatividad liberal que reivindican las autonomías.

En este sentido, reivindicar lo político del Estado quiere decir explicitar el horizonte de sentido que han producido los pueblos y naciones indígenas, el sujeto plurinacional, para que el Estado encarne aquello como el contenido mismo de su existencia. Sólo dentro de aquello tendría sentido una descentralización político-administrativa, cuya prioridad manifiesta sea la reconstitución de los sistemas de vida indígena-originarios, la potenciación de su contenido comunitario, como el contenido propio de un Estado que se proponga la restauración del equilibrio sistémico de la PachaMama, condición sine qua non para resignificar un sistema de la producción cuyo criterio de racionalidad sea la producción y reproducción de la vida, como respuesta nuestra a la crisis climática que ha originado el capitalismo y el mundo moderno.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.