Apurando las últimas horas del año, el jefe superior de Policía de Madrid comenzó el 31 de diciembre de 1940 a recabar informes de Federica Montseny, tal como le había solicitado con urgencia el fiscal de la Causa General. Diez días después, la Jefatura Superior de Policía de Barcelona remitía un informe de dos folios.[…] […]
Apurando las últimas horas del año, el jefe superior de Policía de Madrid comenzó el 31 de diciembre de 1940 a recabar informes de Federica Montseny, tal como le había solicitado con urgencia el fiscal de la Causa General. Diez días después, la Jefatura Superior de Policía de Barcelona remitía un informe de dos folios.[…] Era una sucinta biografía, plagada de verdades y mentiras, que definía a la ex ministra como «una de las figuras más destacadas del anarquismo barcelonés contemporáneo». Las descripciones se confundían con los juicios, la moral del régimen resplandecía sin recato, mucho más diáfana que las acusaciones, y también la irritación del redactor ante ciertos aspectos de su vida personal:
«Amancebada con el conocido ácrata Germinal Esgleas […], eran propiedad y hechura suyas El Luchador y La Revista Blanca, en que campeaban por igual temas sexuales y anárquicos […]. En tiempos se acusó a esta familia por los sindicalistas de comerciar con la literatura obrerista; asimismo adquirió la informada fama de homosexual, ya que transcurría su juventud sin que se le hubieran conocido amores. De ambas acusaciones logró la informada triunfar, anulándolas: en una especie de cónclave de líderes de la CNT en que se la echó en cara su afición a las mujeres y probada desafección por el sexo contrario, abofeteó al que así se producía, juntándose poco después con Esgleas, con el que tuvo dos hijos que llevan los dos apellidos de la madre». [En realidad fueron tres].
Una vez que el informe dejaba sentado a qué clase de personaje libertino y descarriado se enfrentaban, abordaba su vida pública.Tras mencionar de soslayo que había desempeñado el cargo de ministra de Sanidad y Asistencia Social, se arremetía contra su faceta de periodista y propagandista:
«Sus más calumniosas y enconadas diatribas lo fueron contra la Policía, […] a cuyos individuos no había bajeza que no les achacara, crimen de que no les supusiera capaces, ni arbitrariedad y crueldad en que se abstuviesen de incurrir; exponente de esta fobia por nuestra corporación es un libro suyo titulado Barbarie gubernamental […]. Como oradora de mitin, era de lenguaje más violento que el que en el periódico empleaba, habiéndole conferido cierta impunidad su calidad de mujer, pues apenas sufrió detención alguna, en tanto que otros varones, con menos empuje, prestigio y procacidad, pasaron repetidas veces por las cárceles».
Respecto a sus funciones en el seno de las organizaciones libertarias, el informe policial agregaba: «Era uno de los más destacados personajes de la CNT-FAI; estallada la revolución se afianzó más su prestigio de envenenadora de conciencias y embaucadora de multitudes, […] distinguiéndose entre los dirigentes de las expresadas organizaciones por su ansia de exterminio y criminalidad».Y para describir su actuación a partir del «alzamiento», se añadía que se la había visto «llevar pistola al cinto y con indumentaria de miliciana exhortando a la lucha sin tregua contra el fascismo».Se mencionaba su participación en la defensa de Madrid y, por último, su exilio, con una peripecia de leyenda:
«En su huida a Francia, se llevó gran cantidad de joyas y divisas en número tal, que encargó a un ayudante suyo que se las llevara en una maleta, lo que no pudo conseguir, por encontrar el paso de la frontera un poco comprometido, enterrando dicha maleta en la cuadra de una casa de campo, volviendo al cabo de un año a recogerla, pero ya la habían desenterrado soldados de la Brigada Internacional».
Tal cual, con un pequeño añadido, el informe de la Político-Social de Barcelona fue remitido al fiscal de la Causa General, «por si estima conveniente solicitar la extradición de dicha individua».Las acusaciones contra ella, «envenenadora de conciencias» con «ansia de exterminio», hubieran resultado inconsistentes en cualquier proceso con garantías, pero para los remedos de juicios que se incoaban, estuviera o no presente el acusado, el informe estaba sobrado de argumentos, y la versión policial gozaba de suficiente autoridad como para darle crédito sin pararse en averiguaciones.Sencillamente, la pertenencia de Federica Montseny a una organización antifascista y su implicación en la «dominación roja» eran evidentes.Sus crímenes quedaban probados y sólo restaba la condena para reclamarla a Francia.
En la zona ocupada, el régimen de Franco podía obtener la entrega de personalidades republicanas sin grandes obstáculos y con rapidez, como había ocurrido en el caso del ex presidente de la Generalitat, Lluís Companys, entregado y ejecutado en Montjuich en Octubre de 1940. La Francia de Pétain, por el contrario, exigía algunos requisitos legales, más por guardar las formas que por una cuestión de principios. De ahí que el Ministerio de Asuntos Exteriores respaldara su petición de extradición con un documento timbrado del Ministerio de Justicia: el «auto de prisión dictado en la Causa General contra otros y doña Federica Montseny Mañé».
Cuando aquella solicitud de extradición llegó a manos de los funcionarios de Vichy, la mayoría de los franceses se habían acostumbrado a vivir bajo el régimen de corte fascista del mariscal Pétain, Alemania había invadido la Unión Soviética y los primeros voluntarios españoles de la División Azul partían hacia el frente ruso para integrarse en las fuerzas armadas nazis. El verano de 1941 nada hacía presagiar que el final de la guerra estuviera cercano.
Unos meses antes, Federica Montseny, como tantos republicanos, se había esfumado gracias a su falsa identidad, y sólo un puñado de vecinos de Salon, un villorrio perdido en la Dordogne, sabían que a las afueras del pueblo vivía una familia española, camuflada entre la maleza de los bosques. Había logrado instalarse allí después de muchos avatares y todavía se le encogía el alma cuando recordaba sus últimos días en el París de las cruces gamadas y las malditas catorce maletas repletas de fichas que habían guardado en el domicilio de la Rue Lafayette. Las detenciones de republicanos señalados, y los rumores que en septiembre de 1940 aseguraban haberla visto en París transfigurada, la habían decidido a pasar la línea de demarcación.
Su intuición fue certera, pues, por esas fechas, el embajador de Franco en París, José Félix de Lequerica, y el ministro de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Suñer, reduplicaron su presión a las autoridades francesas para obtener la entrega de personalidades republicanas. […] Tanto la policía francesa como las fuerzas de ocupación colaboraban de buen grado. Pero el día que Montseny tomó la determinación de franquear la línea, pensó que no podía abandonar los ficheros del SERE en aquel piso, pues suponía exponer a muchos compañeros a un grave peligro si llegaban a manos de la Gestapo.
La única solución era quemar las fichas y, aunque también entrañaba riesgos, se puso manos a la obra con la ayuda de Basy, la diligente secretaría de los libertarios. […] Llevarían destruidas más de la mitad de las fichas cuando un día el cajón lleno de brasas quedó al borde de la chimenea y calentó el entarimado. Eso bastó para que la madera del suelo se recalentara y ardieran todos los papeles que se hallaban dispersos por la habitación; desde el despacho, el incendio se extendió a otras habitaciones. Los vecinos, alertados por el humo y el fuego, que se veía desde la escalera, llamaron a los bomberos y a la policía, que dejó aviso a la portera de que esa misma tarde el responsable del piso se personara en comisaría. La policía francesa se sumaba a la española y a la alemana en su búsqueda de Federica Montseny.
Decidió que acudiría a la llamada de los agentes, para tratar de parar el golpe, pero antes voló al bufete de André Berthon para pedirle que le consiguiera el laissezpasser con el que alcanzaría la zona libre. Las relaciones que su amigo abogado mantenía con los alemanes desde que tomara en sus manos la defensa de un espía alsaciano le situaban en buena posición para obtener los papeles salvadores. Poco después, sentada frente a un joven comisario, comenzó a interpretar una vez más su pantomima de mujer francesa, nacida en Perpiñán, que había perdido todos los documentos durante la evacuación:
¿Qué hizo usted para que se incendiara el piso?
Quemaba papeles viejos, facturas; trataba de poner en orden el archivo de mi cuñado, el inquilino del piso -mintió.
¿Y dónde está él?
En zona libre.
¿Qué hace usted en París?
Yo, nada. Mi marido es agente de seguros.
¿Y dónde está?
En zona libre.
¡Todos están en zona libre! ¿Qué hace usted en París?
El interrogatorio subía de tono y Federica Montseny trató de explicarle que no había podido marcharse. El comisario sacó de un cajón restos de los papeles quemados y se los mostró: eran fichas chamuscadas y cartas con el marchamo del Consejo del Movimiento Libertario. La miró fijamente a los ojos, y ella, sabiendo que su coartada había quedado hecha trizas, calló y le sostuvo la mirada. Estaba a su merced. De pronto, el comisario dio un golpe sobre la mesa y dijo: «Váyase usted cuanto antes de París».
Se levantó como un resorte y, ya desde la puerta, volvió la cabeza y dijo: «Gracias, señor». La versión oficial de la policía atribuyó el incendio a una imprudencia personal.
Federica Montseny. Una anarquista en el poder, editado por Espasa, sale a la venta esta semana.
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